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– Con tantos hombres en tu vida.

La alusión era un acertijo.

Brendan la miró fijamente.

– Tiene que haber hombres. A montones, diría yo. Será por eso que no has ido al pub. Ocupada, ¿eh? Citas, quiero decir. Alguien especial, sin duda.

Alguien especial. Polly lanzó una triste carcajada.

– Hay alguien, ¿verdad? Una mujer como tú. Ningún hombre se podría resistir, si tuviera la menor oportunidad. Yo no. Eres increíble. Cualquiera lo ve.

Apagó la linterna y la guardó en el bolsillo. Cogió su brazo con la mano ahora libre.

– Eres tan guapa, Polly -dijo, y se acercó más-. Hueles bien. Tu tacto es enloquecedor. El tío que no se dé cuenta de eso necesita que le miren la cabeza.

Aminoró el paso hasta detenerse. Era lógico, se dijo Polly. Habían llegado al camino a cuyo lado se alzaba la casa donde ella vivía. Brendan la volvió hacia él.

– Polly -dijo con voz perentoria. Le acarició la mejilla-. Siento tantas cosas por ti. Sé que te has dado cuenta. ¿Me dejarás…?

Los faros de un coche les atraparon como conejos en su haz de luz. No venía por la carretera de Clitheroe, sino que traqueteaba y se bamboleaba por la pista que ascendía a Cotes Hall. Como conejos, petrificados, una mano de Brendan sobre la mejilla de Polly, la otra en su brazo. Sus intenciones eran inconfundibles.

– ¡Brendan! -dijo Polly.

El hombre dejó caer las manos y se alejó medio metro, pero ya era demasiado tarde. El coche se acercó a ellos lentamente, y después aminoró todavía más la velocidad. Era un viejo Land Rover verde, manchado de barro y mugriento, pero el parabrisas y las ventanas estaban muy limpios.

Polly ladeó la cabeza, no tanto por temor a que la vieran y hablaran de ella -sabía que nada iba a impedirlo-, como por no ver al conductor o a la mujer de cabello grisáceo y rostro anguloso sentada a su lado. Polly lo vio todo con la mayor vividez, sin intentarlo siquiera, el brazo de la mujer extendido de modo que las yemas de sus dedos descansaban sobre la nuca del conductor. Tocaban y removían aquel cabello color jengibre, indisciplinado, peinado hacia atrás.

Colin Shepherd y la señora Spence se disponían a pasar otra agradable velada juntos. Los Dioses recordaban a Polly Yarkin sus pecados.

Malditos sean el viento y el aire, pensó Polly. No era justo. Todo le salía mal, hiciera lo que hiciese. Cerró la puerta con furia a su espalda y descargó un solo puñetazo sobre la madera.

– ¿Polly? ¿Eres tú, cariño?

Oyó el sonido de los vigorosos pasos de su madre en la sala de estar, acompañado de su respiración sibilante y el tintineo de joyas, pulseras, collares, doblones de oro, cualquier cosa que a su madre le apeteciera ponerse cuando llevaba a cabo su tocado matinal de invierno.

– Soy yo, Rita -contestó-. ¿Quién, si no?

– No sé, cariño. ¿Algún mozo guapo dispuesto a compartir una salchicha? Hay que estar siempre a punto para lo inesperado. Ese es mi lema.

Rita rió y resolló. Su perfume la precedió como un heraldo oloroso. Giorgio. Lo esparcía a cucharadas. Llegó a la puerta de la sala de estar y la ocupó por completo; era una mujer enorme, una masa informe del cuello a las rodillas. Se apoyó en el quicio para recuperar el aliento. La luz de la entrada arrancó destellos de los collares que colgaban sobre su gigantesco pecho. Arrojó una grotesca sombra de Rita sobre la pared y convirtió una de sus papadas en una barba de carne.

Polly se agachó para desanudar sus botas. Las suelas estaban llenas de barro, un detalle que no escapó a su madre.

– ¿Dónde has estado, cariño? -Rita agitó uno de los collares, una pieza compuesta de grandes cabezas de gato modeladas en latón-. ¿Has ido a dar un paseo?

– La carretera está cubierta de barro -gruñó Polly, mientras se quitaba una bota y forcejeaba con la segunda. Los cordones estaban mojados, y tenía los dedos entumecidos-. Invierno. ¿Ya has olvidado cómo es?

– Ojalá. ¿Cómo va por la metrópolis?

Dijo metrópolis. A propósito. Formaba parte de su personalidad. Adoptaba una falsa ignorancia cuando estaba en el pueblo, una prolongación del estilo general al que se adhería cuando pasaba los inviernos en Winslough. En primavera, verano y otoño, era Rita Rularski, lectora de tarot, piedras y palmas. Desde su local de Blackpool adivinaba el futuro, interpretaba el pasado e iluminaba el presente, reacio e inquietante, a cualquiera dispuesto a pagar en metálico. Rita recibía con idéntico aplomo a todos sus clientes -habitantes, turistas, visitantes de paso, amas de casa curiosas, damas elegantes en busca de emociones-, ataviada con un caftán capaz de albergar a un elefante y un pañuelo de alegres colores que cubría su enmarañado cabello grisáceo.

Pero en invierno se convertía de nuevo en Rita Yarkin y regresaba a Winslough para pasar tres meses con su única hija. Colocaba su anuncio pintado a mano en la cuneta de la carretera y esperaba a la clientela que apenas aparecía. Leía revistas y miraba la tele. Comía como un estibador y se pintaba las uñas.

Polly las miró con curiosidad. Hoy tocaban de color púrpura, con una diminuta franja dorada que cruzaba cada una en diagonal. Se daban de patadas con su caftán -calabaza anaranjado-, pero representaban una gran mejora respecto al amarillo del día anterior.

– ¿Te has peleado con alguien esta noche, cariño? -preguntó Rita-. Tu aura está bajo mínimos. Eso no es bueno, ¿sabes? Ven, deja que te mire la cara.

– No es nada.

Polly desplegó más actividad de la necesaria. Golpeó las botas contra el arcón de madera que había junto a la puerta. Se quitó la bufanda y la dobló en forma de cuadrado. Guardó este cuadrado en el bolsillo del abrigo, y después sacudió el abrigo con el dorso de la mano, para eliminar hilos y manchas de barro inexistentes.

No era tan fácil disuadir a su madre. Apartó su enorme masa de la puerta. Anadeó hasta Polly y la obligó a dar la vuelta. Escudriñó su cara. Con la mano abierta y a unos tres centímetros de distancia, trazó la forma de la cabeza y los hombros de Polly.

– Ya veo. -Se humedeció los labios y dejó caer el brazo con un suspiro-. Por las estrellas y la tierra, muchacha, deja de portarte como una tonta.

Polly se apartó y encaminó sus pasos hacia la escalera.

– Necesito mis zapatillas -dijo-. Bajo enseguida. Ya huelo la cena. ¿Has hecho goulash, como dijiste?

– Escúchame, Pol. El señor C. Shepherd no es tan especial -contestó Rita-. No tiene nada que ofrecer a una mujer como tú. ¿Aún no te has dado cuenta?

– Rita…

– Lo que importa es vivir. Vivir, ¿me has oído? Tienes vida y conocimiento, al igual que sangre en las venas. Posees dones que superan todo cuanto yo he tenido y visto. Utilízalos. No los dilapides, maldita sea. Dioses del cielo, si yo tuviera la mitad de lo que tú tienes, sería la dueña del mundo. Deja de subir la escalera y escúchame, muchacha.

Descargó la mano sobre el pasamanos.

Polly notó que la escalera temblaba. Se volvió y exhaló un suspiro de resignación. Su madre y ella solo pasaban tres meses juntas, pero durante los últimos seis años los días se hacían interminables, porque Rita empleaba cualquier excusa para entrometerse en la vida de Polly.

– Era él quien pasó en coche hace un momento, ¿verdad? -preguntó Rita-. El señor C. Shepherd y su precioso ego. Con ella, ¿no? Venían de la mansión. Por eso estás dolida, ¿verdad?

– No es nada -insistió Polly.

– En eso tienes razón. No es nada. El no es nada. ¿Para qué sufrir?

Pero él sí era algo para Polly. Siempre lo había sido. ¿Cómo podía explicarlo a su madre, cuya única experiencia amorosa había concluido bruscamente cuando su marido abandonó Winslough la lluviosa mañana del séptimo cumpleaños de Polly, se dirigió a Manchester para «comprar algo especial para mi muy especial chiquilla», y nunca volvió?

«Abandonada» era una palabra que Rita jamás empleaba para describir lo sucedido a ella y a su única hija. Lo llamaba «bendición». Si su marido carecía del sentido común necesario para saber a qué clase de mujeres iba a plantar, mejor que se fuera.