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Quiso gritar: «¿Has olvidado que tengo llave? Aún puedo entrar. Puedo obligarte a hablar. Puedo obligarte a escuchar». En cambio, contempló la puerta fijamente, contó los cerrojos, esperó a que su corazón dejara de latir con furia.

Volvió a trabajar, hizo las rondas, se ocupó de tres coches que habían juzgado mal las carreteras heladas, guió a cinco ovejitas hasta que saltaron el muro casi desintegrado próximo a Skelshaw Farm, colocó de nuevo sus piedras, capturó a un perro vagabundo que había sido acorralado en un establo, en las afueras del pueblo. Asuntos de rutina, nada capaz de mantener ocupada su mente. A medida que las horas pasaban, experimentó una necesidad mayor de controlar sus pensamientos.

Volvió a casa después, y ella no telefoneó. Mientras esperaba, deambuló inquieto por las habitaciones. Miró por la ventana la nieve que cubría el cementerio de la iglesia de San Juan Bautista, y al otro lado, los pastos y pendientes de Cotes Fell. Encendió el fuego y dejó que Leo dormitara delante, mientras el día avanzaba hacia la noche. Limpió tres escopetas. Preparó un taza de té, le añadió whisky, olvidó tomarlo. Levantó dos veces el teléfono para asegurarse de que todavía funcionaba. Al fin y al cabo, la nieve podía haber averiado algunas líneas. Escuchó el despiadado pitido, comunicándole que algo iba muy mal.

No quiso creerlo. Estaba preocupada por su hija, por Maggie, se dijo. Tenía verdaderos motivos para estarlo. Seguramente no era más que eso.

A las cuatro ya no pudo resistir más la espera. Telefoneó. Comunicaba, y comunicaba un cuarto de hora después, y comunicaba media hora después, y cada cuarto de hora después, hasta que a las cinco y media comprendió que Juliet había descolgado para que el timbre no despertara a su hija.

Esperó a que llamara desde las cinco y media a las seis. Después de las seis, empezó a pasear. Rememoró hasta la más breve conversación que habían sostenido durante los dos días posteriores a la breve huida de Maggie. Oyó el tono de Juliet cuando habían hablado por teléfono, como resignada a algo que él no quería comprender, y experimentó una creciente desesperación.

Cuando el teléfono sonó a las ocho, se precipitó hacia él.

– ¿Dónde cojones has estado todo el día, muchacho? -oyó que preguntaba una voz hosca.

Colin apretó los dientes y procuró tranquilizarse.

– He estado trabajando, papá. Es lo que suelo hacer.

– No me vengas con chorradas. Ha pedido una pájara, y ya está en camino. ¿Lo sabías, muchacho? ¿Estabas al loro?

El cable del teléfono era largo. Colin acunó el auricular contra su oído y caminó hacia la ventana de la cocina. Vio la luz del porche de la vicaría, pero todo lo demás estaba borroso a causa de la nieve que caía como despedida en explosiones desde las nubes.

– ¿Quién ha pedido una pájara? ¿De qué estás hablando?

– Ese tío de Scotland Yard.

Colin se volvió de la ventana. Miró el reloj. Los ojos del gato se movían rítmicamente, y su cola hacía tictac.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó.

– Algunos de nosotros mantenemos los vínculos, muchacho. Algunos tenemos camaradas leales hasta la muerte. Algunos hacemos favores para que, cuando necesitemos uno, nos lo devuelvan. Te lo he repetido desde el primer día, ¿no? Pero tú no quieres aprender. Has sido tan estúpido, tan confiado…

Colin oyó que un vaso tintineaba contra el auricular de su padre. Oyó el ruido de los cubitos.

– ¿Qué pasa? ¿Te estás atizando ginebra o whisky?

El vaso se estrelló contra algo, la pared, un mueble, la cocina, el fregadero.

– Maldito seas, saco de mierda ignorante. Estoy intentando ayudarte.

– No necesito tu ayuda.

– Vaya broma. Estás tan hundido en la mierda que ni puedes olería. Ese chuloputas estuvo encerrado con Hawkins casi una hora, muchacho. Llamó al forense y al agente que vino cuando descubriste el cadáver. No sé qué les dijo, pero el resultado fue que pidieron una pájara por teléfono, y todo lo que haga a partir de ahora ese sujeto del Yard cuenta con la bendición de Clitheroe. ¿Captas, muchacho? Hawkins no te telefoneó para explicarte la película, ¿verdad?

Colin no contestó. Vio que había dejado una olla sobre los fogones a la hora de comer. Por suerte, solo contenía agua con sal, que ya había hervido hacía rato. Sin embargo, el fondo de la olla estaba incrustado de sedimentos.

– ¿Qué crees que significa eso? -preguntó su padre-. ¿Eres capaz de adivinarlo tú sólito, o he de deletreártelo?

Colin se obligó a hablar en tono indiferente.

– Que venga una pájara me viene de perlas, papá. Te has alterado por nada.

– ¿Qué coño quieres decir?

– Que pasé por alto algunas cosas. Hay que reabrir el caso.

– ¡Jodido loco! ¿Sabes lo que significa obstruir una investigación criminal?

Colin casi pudo ver las venas que se destacaban en los brazos de su padre.

– No voy a hacer historia. No es la primera vez que se reabre un caso.

– Capullo. Gilipollas -siseó su padre-. Declaraste a su favor. Hiciste el juramento. Te la tiras día y noche. Nadie lo olvidará cuando llegue el momento de…

– Tengo información nueva, y no está relacionada con Juliet. Voy a entregársela a ese tío del Yard. Mejor que le acompañe una mujer policía, porque la necesitará.

– ¿Qué estás diciendo?

– Que he descubierto al asesino.

Silencio. Oyó que el fuego crepitaba en la sala de estar. Leo estaba masticando minuciosamente un hueso de jamón. Lo apretaba con las patas contra el suelo, y sonaba como alguien que estuviera desbastando madera.

– ¿Estás seguro? -La voz de su padre era cautelosa-. ¿Tienes pruebas?

– Sí.

– Porque si la cagas otra vez, estás definitivamente acabado, muchacho. Y cuando eso ocurra…

– No va a ocurrir.

– … no quiero que vengas a llorarme en busca de ayuda. Estoy harto de salvar tu culo del CC de Hutton-Preston. ¿Captas?

– Capto, papá. Gracias por confiar en mí.

– No me vengas con maric…

Colin colgó el teléfono. Volvió a sonar al cabo de diez segundos. No lo cogió. Sonó durante tres minutos seguidos, mientras se imaginaba a su padre al otro extremo. Estaría blasfemando como un poseso, ardería en deseos de convertir algo en fosfatina, pero a menos que estuviera con alguna de sus muñecas, tendría que hacer frente solo a su furia.

Cuando el teléfono enmudeció, Colin se sirvió una buena medida de whisky, volvió a la cocina y marcó el número de Juliet. Seguía comunicando.

Llevó el vaso al segundo dormitorio, que servía de estudio, y se sentó ante el escritorio. Sacó del último cajón el delgado volumen: Magia alquímica: hierbas, especias y plantas. Lo dejó junto al cuaderno amarillo y empezó su informe. Lo hilvanó con bastante facilidad, línea tras línea, y forjó una pauta de culpabilidad a base de datos y conjeturas. No tenía otra alternativa, se dijo. Si Lynley había solicitado una mujer policía, significaba problemas para Juliet. Solo había una forma de detenerle.

Había completado, revisado y mecanografiado el escrito cuando oyó el ruido de las puertas del coche al cerrarse. Leo empezó a ladrar. Se levantó y fue a la puerta antes de que pudieran tocar el timbre. No le sorprenderían desprevenido ni falto de recursos.

– Me alegro de que hayan venido -dijo.

Habló en un tono confiado y efusivo a la vez, y le gustó cómo sonó. Cerró la puerta y les guió hasta la sala de estar.

El rubio, Lynley, se quitó el abrigo, la bufanda y los guantes, y sacudió la nieve de su cabello, como si tuviera la intención de quedarse un rato. El otro, St. James, se aflojó la bufanda y unos cuantos botones del abrigo, pero solo se quitó los guantes. Jugueteó con ellos, mientras los copos de nieve se derretían en su cabello.