– Está demasiado lejos.
– ¿Dónde?
– Aunque hubiera empezado a caminar antes de oscurecer, antes de que la nevada se intensificara…
– Maldita sea, ahora no me interesan sus análisis Shepherd. ¿Dónde?
El brazo de Shepherd se extendió más hacia el oeste que al norte.
– Back End Barn -dijo-. Seis kilómetros al sur de High Bentham.
– ¿Y desde aquí?
– ¿A través de los páramos? Unos cinco kilómetros.
– ¿Lo sabría ella, atrapada aquí, en el coche? ¿Lo sabría?
Lynley vio que Shepherd tragaba saliva. Vio la palidez traicionera que se extendía sobre sus facciones, como la máscara de un hombre carente de esperanzas y futuro.
– Fuimos de excursión cuatro o cinco veces desde el embalse. Lo sabe.
– ¿Es el único refugio?
– Sí.
Tendría que haber encontrado la senda que conducía desde el embalse de Fork a Knottend Well, explicó, el manantial que estaba a mitad de camino entre el embalse y Back End Barn. Estaba bien señalizado a la luz del día, pero un giro equivocado en la oscuridad y caminarían en círculos a causa de la nieve. De todos modos, si Juliet encontraba la senda, podría seguirla hasta Raven's Castle, un cruce donde se unían las sendas que iban a la Cruz de Greet y las East Cat Stones.
– ¿Cómo se va al establo desde aquí? -preguntó Lynley.
Desde la cruz de Greet, distaba tres kilómetros en dirección norte. No estaba lejos de la carretera que corría de norte a sur entre High Bentham y Winslough.
– No entiendo por qué no fue en coche directamente -concluyó Shepherd-, en lugar de venir por aquí.
– ¿Por qué?
– Porque hay una estación de tren en High Bentham.
St. James salió del coche y cerró la puerta con estrépito.
– Pudo ser una treta, Tommy.
– ¿Con este tiempo? Lo dudo. Habría necesitado la ayuda de un cómplice, otro vehículo.
– Conducir hasta aquí, fingir un accidente, seguir adelante con otra persona -dijo St. James-. No está tan alejado del falso suicidio, ¿no?
– ¿Quién pudo ayudarla?
Todos miraron a Shepherd.
– La vi a mediodía. Dijo que Maggie estaba enferma. Nada más. Pongo por testigo a Dios, inspector.
– Ya ha mentido antes.
– Pero ahora no. Ella no esperaba que sucediera esto. -Señaló el coche con el pulgar-. No planeó un accidente. Solo pensó en huir. Piense: sabe adonde fue usted. Si Sage descubrió la verdad en Londres, usted también. Huye. El pánico la domina. No va con tanto cuidado como debería. El coche patina en el hielo y acaba con la cuneta. Intenta salir. No puede. Se queda en la carretera, justo donde estamos. Sabe que podría intentar llegar a la A65 a través de los páramos, pero está nevando y tiene miedo de perderse, porque nunca ha efectuado ese recorrido y no quiere correr el riesgo. Mira en la otra dirección y recuerda el establo. No puede llegar a High Bentham, pero cree que allí sí. Ya ha ido en otras ocasiones. Se pone en camino.
– También es posible que quiera hacernos pensar todo eso.
– ¡No! Rediós, eso es lo que ocurrió, Lynley. Es la única explicación de…
Enmudeció. Miró hacia los páramos.
– ¿De qué? -le urgió Lynley.
El viento casi ahogó la respuesta de Shepherd.
– De que se llevara la pistola.
La guantera abierta, dijo. El trapo y el cordel en el suelo.
¿Cómo lo sabía?
Había visto la pistola. Y la había visto utilizarla. La había sacado de un cajón de la sala de estar. La había desenvuelto. Había disparado contra una chimenea de la mansión. Había…
– Maldita sea, Shepherd, ¿usted sabía que tenía una pistola? ¿Qué hacía con una pistola? ¿Es coleccionista, tiene permiso?
– No.
– ¡Santo Dios!
No pensó que… No le pareció en aquel momento… Sabía que habría debido confiscarla. Pero no lo hizo. Eso era todo.
Shepherd hablaba en voz baja. Estaba revelando otra violación de las normas y procedimientos que había quebrantado desde el primer momento por Juliet Spence, y sabía cuáles serían las consecuencias.
Lynley dio un manotazo sobre el cambio de marchas y volvió a maldecir. Siguieron camino hacia el norte. No tenían otra alternativa. Si Juliet había encontrado la senda que partía del embalse, contaba con la ventaja de la oscuridad y la nieve. Si aún estaba en los páramos e intentaban seguirla con una linterna, frustraría sus intuiciones con solo disparar hacia las luces. Su única posibilidad era continuar hasta High Bentham y volver hacia el sur por la carretera que conducía a Back End Barn. Si aún no había llegado, no podrían correr el riesgo de esperar, por si se había perdido en la tormenta. Tendrían que atravesar los páramos, en dirección al embalse, en un desesperado esfuerzo por localizarla.
Lynley intentó no pensar en Maggie, confusa y asustada, arrastrada por la furia de Juliet Spence. Ignoraba a qué hora habrían salido de la casa. Ignoraba qué ropas llevarían. Cuando St. James dijo algo acerca de que debían tener en cuenta la hipotermia, Lynley saltó al Range Rover y descargó su puño sobre el claxon. Así no, pensó. Maldita sea mi estampa, no puede terminar así.
Ni el viento ni la nieve les concedieron un momento de respiro. La nevada era tan intensa que, por la mañana, tal vez el suelo estaría cubierto por una capa de metro y medio de espesor. El paisaje había cambiado por completo. Los verdes y bermejos oscuros del invierno se habían transformado en una estampa lunar. El brezo y la aulaga habían desaparecido. Un inmenso camuflaje blanco convertía la hierba, los helechos y los brezales en una sábana uniforme, de la que solo emergían los peñascos, con la parte superior espolvoreada pero todavía visible, puntos oscuros como manchas en la piel.
Continuaron adelante, ascendiendo penosamente las cuestas, empleando los frenos para bajar las pendientes. Las luces del Land Rover de la agente Garrity oscilaban y parpadeaban, pero no se distanciaban un ápice.
– No lo conseguirán -dijo Shepherd, mientras contemplaba las ráfagas que se estrellaban contra el vehículo-. Nadie podría con este tiempo.
Lynley cambió a primera. El motor aulló.
– Está desesperada -dijo-. Eso la impulsará a continuar.
– Añada el resto, inspector. -Shepherd se arrebujó en su abrigo. A la luz del tablero, su rostro se veía de un tono gris verdoso-. Si ella muere, será por mi culpa.
Se volvió hacia la ventana. Manoseó sus gafas.
– No será lo único que pesará sobre su conciencia, señor Shepherd, pero supongo que ya lo sabe, ¿no?
Tomaron una curva. Un letrero que señalaba al oeste exhibía una única palabra: keasden.
– Gire aquí -dijo Shepherd.
Se desviaron a la izquierda por una senda que se reducía a dos carriles del tamaño de un coche. Atravesaba una aldea que parecía consistir en una cabina telefónica, una pequeña iglesia y media docena de letreros que indicaban senderos públicos. Gozaron de un brevísimo descanso de la tormenta cuando entraron en un bosquecillo situado al oeste de la aldea. Los árboles detenían con las ramas casi toda la nieve, de forma que el suelo se mantenía relativamente despejado. Sin embargo, otra curva les llevó de nuevo a terreno descubierto, y una ráfaga de viento azotó al coche en el mismo instante. Lynley la notó en el volante. Los neumáticos patinaron. Blasfemó con cierta reverencia y quitó el pie del gas. Reprimió el impulso de aplastar los frenos. Los neumáticos se cogieron al suelo y el coche siguió adelante.
– ¿Y si no están en el establo? -preguntó Shepherd.
– Buscaremos en el páramo.
– ¿Cómo? No sabe lo que dice. Podría morir de frío. ¿Va a arriesgarse por una asesina?
– No solo estoy buscando a una asesina.
Se acercaron a la carretera que comunicaba High Bentham con Winslough. La distancia entre Keasden y aquel cruce de caminos era de unos cuatro kilómetros. Habían tardado casi media hora en recorrerla.