Su suegro estaba completamente vestido, como de costumbre. Brendan nunca le había visto de otra guisa. Su traje de tweed, la camisa, los zapatos y su corbata daban cuenta de una buena educación que, como bien sabía Brendan, debía comprender y emular. Todo cuanto llevaba era lo bastante anticuado para proclamar la adecuada falta de interés en el vestir inherente a la nobleza provinciana. Más de una vez, Brendan había mirado a su suegro y se preguntaba cómo lograba la hazaña de tener un vestuario completo que, desde la camisa a los zapatos, siempre aparentaba diez años de antigüedad, como mínimo, aunque las prendas fueran nuevas.
Townley-Young dedicó una mirada a la bata de lana que exhibía Brendan, y se humedeció los labios en señal de silenciosa desaprobación hacia el desastroso nudo que Brendan había improvisado en el cinturón. Los hombres viriles utilizan nudos cuadrados para ceñir sus batas, decía su expresión, y los dos cabos que cuelgan de la cintura deben estar perfectamente parejos, bobo.
Brendan salió al pasillo y cerró la puerta a su espalda.
– Aún duerme -explicó.
Townley-Young escudriñó la puerta, como si pudiera ver a su través y examinar el estado mental de su hija.
– ¿Otra noche agitada? -preguntó.
Era una forma de expresarlo, pensó Brendan. Había vuelto a casa después de las once con la esperanza de encontrarla dormida, solo para terminar forcejeando debajo de las mantas en la forma que adoptaban sus relaciones matrimoniales. Había logrado funcionar, gracias a Dios, solo porque la habitación estaba a oscuras y, durante sus torneos nocturnos bisemanales, su mujer había adoptado la costumbre de susurrar ciertas ocurrencias anglosajonas que a Brendan le permitían fantasear con más libertad. Durante aquellas noches, no se acostaba con Becky. Elegía a su pareja con total libertad. Gemía y se contorsionaba debajo de ella y decía, oh, Dios, oh, sí, me encanta, me encanta, a la imagen de Polly Yarkin.
Anoche, sin embargo, Becky se había mostrado más agresiva de lo habitual. Sus prestaciones poseían un aura colérica. No le había acusado o llorado cuando entró en el dormitorio apestando a ginebra, con aspecto -lo sabía, porque no podía disimularlo- derrotado y compungido. Becky, sin palabras, exigió compensación de la manera que a Brendan menos le gustaba.
Por eso había sido una noche agitada, pero no de la forma que imaginaba su cuerpo.
– Un poco de malestar -contestó, y confió en que Townley-Young aplicara la descripción a su hija.
– Ya -había dicho Townley-Young-. Bien, al menos podremos tranquilizar su mente. Quizá así se sienta mejor.
Explicó a continuación que las obras de Cotes Hall ya podrían proseguir sin interrupciones. Explicó la razón, pero Brendan se limitó a asentir y trató de fingir impaciencia, mientras su vida se escurría como la marea baja.
Ahora, mientras se acercaba a Crofters Inn por la carretera de Lancaster, se preguntó por qué había confiado tanto en que la mansión continuara inasequible a ser habitada. Al fin y al cabo, Becky era su mujer. El mismo se había complicado la vida. ¿Por qué se le antojaba un desastre más permanente si vivían en su propia casa?
Lo ignoraba, pero el anuncio de la inminente conclusión de las obras había cerrado una puerta a sus sueños de futuro, tan absurda como los propios sueños. Y al cerrarse la puerta, experimentó claustrofobia. Necesitaba huir. Si no podía escapar del matrimonio, al menos sí de la casa. Y salió a la escarchada mañana.
– ¿Adonde vas, Bren?
Josie Wragg estaba subida sobre uno de los dos pilares de piedra que señalaban el acceso al aparcamiento de Crofters Inn. Lo había limpiado de nieve, balanceaba las piernas y parecía tan desolada como se sentía Brendan. Era la apatía personificada, en su espalda, brazos, piernas y pies. Hasta su cara parecía hundida, con la piel colgando alrededor de su boca y ojos.
– A dar un paseo -dijo-. ¿Quieres venir conmigo? -añadió, al verla tan deprimida, porque sabía perfectamente que aquella sensación ensombrecía las vidas.
– No puedo. Estas no van bien en la nieve.
«Estas» eran las botas de agua, que extendió hacia él. Eran enormes. Casi doblaban en tamaño a sus pies. Debajo, llevaba tres pares de calcetines largos hasta la rodilla, como mínimo.
– ¿No tienes botas adecuadas?
Josie meneó la cabeza y se bajó la gorra hasta las cejas.
– Las mías ya me venían pequeñas en noviembre, y si le digo a mamá que necesito unas nuevas, le dará un soponcio. «¿Cuándo vas a dejar de crecer, Josephine Eugenia?» Ya sabes. Estas son del señor Wragg. Tampoco es que le importe mucho.
Golpeteó con las piernas las piedras heladas.
– ¿Por qué le llamas señor Wragg?
Josie estaba manoseando un paquete de cigarrillos. Intentaba sacar el envoltorio del celofán sin quitarse los guantes. Brendan cruzó la carretera, cogió el paquete e hizo los honores, para ofrecerle fuego a continuación. La muchacha fumó sin contestar, intentó hacer un anillo y fracasó, y expulsó tanto vapor como humo.
– Pura farsa -dijo por fin-. Una estupidez, lo sé. No hace falta que me lo digas. Mamá se pone como una furia, pero al señor Wragg no le importa. Si no es mi verdadero papá, puedo imaginar que mi mamá vivió una gran pasión y yo soy el producto de su amor fatal. Finjo que ese tío pasó por Winslough y conoció a mamá. Estaban locos el uno por el otro, pero no pudieron casarse, claro, porque mamá no quiso marcharse de Lancashire, pero fue el gran amor de su vida y la ponía a cien, como dicen que los hombres ponen a las mujeres. Y yo soy como ella le recuerda ahora. -Josie tiró ceniza en dirección a Brendan-. Por eso le llamo señor Wragg. Qué chorrada. No sé por qué te lo he dicho. No sé por qué digo cosas a la gente. Siempre es culpa mía, y todo el mundo acaba sabiéndolo. Hablo demasiado.
Su labio tembló. Se pasó el dedo bajo la nariz y tiró el cigarrillo, que siseó levemente al entrar en contacto con la nieve.
– Hablar no es ningún crimen, Josie.
– Maggie Spence era mi mejor amiga, y se ha marchado. El señor Wragg dice que no volverá. Y estaba enamorada de Nick. ¿Lo sabías? Verdadero amor. No volverán a verse. Me parece injusto.
Brendan asintió.
– La vida es así, ¿no?
– Y a Pam la han encerrado de por vida porque su mamá la sorprendió anoche en la sala de estar con Todd. Lo estaban haciendo. Allí mismo. Su mamá encendió las luces y empezó a chillar. Fue como en una película, dijo Pam. Así que ya no queda nadie. Nadie especial. Siento como un hueco, aquí. -Señaló su estómago-. Mamá dice que necesito comer, pero yo no tengo hambre, ¿sabes?
Brendan sabía. Era un experto en huecos. A veces, pensaba que era el vacío personificado.
– No puedo pensar en el vicario -siguió Josie-. No puedo pensar en nada. -Miró hacia la carretera-. Al menos, tenemos la nieve. Vale la pena mirarla, de momento.
– Pues sí.
Brendan asintió, palmeó su rodilla y siguió su camino. Se desvió por la carretera de Clitheroe, absorto en el paseo, sus energías concentradas en aquel esfuerzo, más que en pensar.