Era menos dificultoso caminar por la carretera de Clitheroe. Al parecer, más de una persona había abierto un sendero en la nieve para ir a la iglesia. Se cruzó con la pareja londinense a corta distancia de la escuela primaria. Caminaban poco a poco, con las cabezas juntas mientras conversaban. Solo levantaron un momento la vista cuando él pasó.
Al verles, sintió una punzada de tristeza. Hombres y mujeres juntos, que caminaban y se tocaban, prometían causarle incontables penas durante los años venideros. El objetivo era pasar de todo. No sabía si lo conseguiría sin buscar algún consuelo.
Por eso estaba ahora paseando, sin detenerse, y se decía que solo era para ir a echar un vistazo a la mansión. El ejercicio era bueno, el sol había salido, necesitaba aire puro. La capa de nieve era mucho más profunda al otro lado de la iglesia, y cuando llegó al pabellón tuvo que detenerse unos minutos para recuperar el aliento.
– Un poco de descanso -se mintió, y escudriñó las ventanas una tras otra, en busca de algún movimiento detrás de las cortinas.
Polly no había ido al pub las dos últimas noches. La había esperado hasta el último momento, cuando Ben Wragg anunciaba que ya era hora de cerrar y Dora se dedicaba a recoger vasos. Sabía que no solía aparecer después de las nueve y media, pero esperó y soñó.
Aún seguía soñando cuando la puerta principal se abrió y Polly salió. Se sobresaltó al verle. Brendan avanzó hacia la joven con decisión. Llevaba una cesta colgada del brazo e iba envuelta de pies a cabeza en lana y bufandas.
– ¿Vas al pueblo? -preguntó Brendan-. Acabo de estar en la mansión. ¿Te acompaño, Polly?
Ella se acercó y examinó la pista, cubierta de nieve prístina y traicionera.
– ¿Vienes de allí? -preguntó.
Brendan buscó en su bolsillo la bolsa del tabaco.
– En realidad, iba, no venía. A dar un paseo. Hermoso día.
Cayó un poco de tabaco sobre la nieve. Polly lo siguió con la mirada, como si lo estudiara. Brendan observó que se había dado un golpe en la cara. Una media luna púrpura destacaba sobre el tono cremoso de su piel, y comenzaba a amarillear en los bordes, como una señal de curación.
– No te he visto por el pub. ¿Ocupada?
Ella asintió, sin dejar de examinar la nieve.
– Te he echado de menos. Hablar contigo y todo eso. Tienes cosas que hacer, gente que ver. Lo comprendo. Una chica como tú. Me pregunté dónde podrías estar. Una tontería, pero es verdad.
La joven ajustó la cesta en su brazo.
– Me han dicho que se ha solucionado. Lo de Cotes Hall, la muerte del vicario. ¿Lo sabías? Estás a salvo. Una buena noticia, ¿verdad?, considerando cómo han ido las cosas.
Ella no contestó. Llevaba unos guantes negros, con un agujero en la muñeca. Deseó que se los quitara para poder ver sus manos. Calentarlas, incluso. Y a ella también.
– Pienso en ti, Polly -estalló de repente-. En todo momento. Día y noche. Lo sabes, ¿verdad? No sirvo para disimular. No puedo disimular esto. Ya sabes lo que siento. Lo sabes, ¿verdad? Lo has sabido desde el primer momento.
Polly había rodeado su cabeza con una bufanda púrpura, y la acercó más a su cara, como si quisiera ocultarla. Tenía la cabeza gacha. Recordó a Brendan la actitud de alguien que reza.
– Los dos estamos solos, ¿no? -prosiguió-. Los dos necesitamos a alguien. Te deseo, Polly. Sé que no puede ser perfecto, tal como están las cosas en mi vida, pero algo es algo. Será especial. Juro que me esforzaré por hacerte feliz, si me dejas.
Ella levantó la cabeza y le miró con curiosidad. Brendan notó que le sudaban las axilas.
– Lo he dicho mal, ¿verdad? Ha quedado un poco confuso. Empezaré por el principio. Estoy enamorado de ti, Polly.
– No lo has dicho mal. No hay confusión que valga.
Su corazón saltó de alegría.
– Entonces…
– No lo has dicho todo.
– ¿Qué más quieres que diga? Te quiero. Te deseo. Te haré feliz si…
– Olvidas el hecho de que tienes esposa. -Polly sacudió la cabeza-. Vete a casa, Brendan. Ocúpate de la señorita Becky. Métete en tu cama. Deja de rondar alrededor de la mía.
Cabeceó con brusquedad -adiós, buenos días, como él quisiera entenderlo- y se encaminó hacia el pueblo.
– ¡Polly!
Ella se volvió, el rostro impenetrable. No quería conmoverse, pero él lo lograría. Encontraría su corazón. Pediría, suplicaría, lo que hiciera falta.
– Te quiero -dijo-. Te necesito, Polly.
– Todos necesitamos algo.
Polly se alejó.
Colin la vio pasar, como una caprichosa visión colorida que se destacaba contra un fondo blanco. Bufanda púrpura, chaquetón marinero, pantalones rojos, botas marrones. Llevaba una cesta y caminaba con decisión por el otro lado de la carretera. No miró en su dirección. En otro tiempo, lo habría hecho. Habría dirigido una mirada subrepticia hacia su casa, y si por casualidad le hubiera visto trabajando en el jardín delantero o limpiando el coche, habría cruzado la carretera con cualquier excusa. ¿Sabes lo de las carreras de galgos en Lancaster, Colin? ¿Cómo está tu papá? ¿Qué dijo el veterinario sobre los ojos de Leo?
Ahora, se había emperrado en mirar hacia delante. El otro lado de la carretera, las casas que la bordeaban, y esta en particular, no existían. Ya estaba bien así. Les estaba salvando a los dos. Si hubiera vuelto la cabeza, si hubiera visto que él la estaba observando desde la ventana de la cocina, tal vez Colin habría sentido algo. Hasta el momento, había conseguido no sentir nada en absoluto.
Había cumplido los rituales matutinos: preparar café, afeitarse, dar de comer al perro, servirse un cuenco de cereales, cortar un plátano, espolvorearlo de azúcar y regar la mezcla con leche. Hasta se había sentado a la mesa con el cuenco delante. Incluso había llegado a hundir la cuchara. Incluso se había llevado la cuchara a los labios. Dos veces. Pero no pudo comer.
Había cogido su mano, un peso muerto en la suya. Había dicho su nombre. No sabía muy bien cómo llamarla, aquella Juliet-Susanna que el detective londinense afirmaba ser, pero necesitaba llamarla de alguna forma, en un esfuerzo por recuperarla.
En realidad, descubrió que no estaba con él. Su cascara, el cuerpo que había reverenciado con el suyo, sí, pero su sustancia interior viajaba en el otro Range Rover, trataba de calmar los temores de su hija e invocaba la valentía necesaria para decir adiós.
Aumentó la presión de su mano.
– El elefante -dijo ella, con una voz sin el menor timbre.
Colin se esforzó por comprender. El elefante. ¿Por qué? ¿Por qué aquí? ¿Por qué ahora? ¿Qué le estaba diciendo? ¿Qué debía saber sobre elefantes? ¿Que nunca olvidaban? ¿Que ella tampoco? ¿Que la salvara de las arenas movedizas de su desesperación? El elefante.
Y entonces, como si se comunicaran en un inglés que solo significaba algo para ellos, el inspector Lynley contestó.
– ¿Está en el Opel?
– Le dije que Punkin o el elefante. Has de decidir, querida.
– Me ocuparé de que lo recupere, señora Spence.
Y eso fue todo. Colin deseó que ella respondiera a la presión de sus dedos. La mano de Juliet no se movió en ningún momento, no apretó la suya. Se había hundido en su dolor.
Ahora, lo comprendía. A él también le había pasado. Al principio, tuvo la impresión de que el proceso se había iniciado cuando Lynley expuso los hechos. Al principio, tuvo la impresión de que se iba degenerando a medida que transcurría la noche interminable. Dejó de oír sus voces. Se desgajó de su cuerpo y les observó desde lo alto de las cosas. Lo observó todo con curiosidad, lo desechó, y pensó que tal vez lo investigaría más tarde. Cómo hablaba Lynley, no como un oficial de policía, sino como si deseara consolarla o tranquilizarla, cómo la ayudaba a subir al coche, cómo la sostenía con el brazo alrededor de sus hombros y ella apoyaba la cabeza contra el pecho del detective cuando oyeron el último grito de Maggie. Era curioso que en ningún momento expresara satisfacción por haber demostrado sus conjeturas. En cambio, parecía desgarrado. El tullido dijo algo acerca del funcionamiento de la justicia, pero Lynley lanzó una carcajada amarga. Odio todo esto, dijo, la vida, la muerte, todo este lío asqueroso. Y aunque Colin escuchaba desde el lejano lugar al que se había retirado, descubrió que no odiaba nada. Cuando alguien está sumido en el proceso de morir, no puede odiar.