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Después, comprendió que el proceso había empezado cuando levantó la mano contra Polly. Ahora, de pie ante la ventana, viéndola pasar, se preguntó si no llevaría años de agonía.

Detrás, el tictac del reloj señalaba la progresión del día. Los ojos del gato se movían al compás del péndulo de su cola. Cómo había reído ella al verlo. Es precioso, Col, dijo, ha de ser mío. Y él se lo había regalado para su cumpleaños, envuelto en papel de periódico porque había olvidado el papel de regalo y el lazo, abandonados en el porche delantero. Tocó el timbre. Cómo había reído ella, ¡cómo había aplaudido!, cuélgalo ahora mismo, dijo, ahora mismo.

Lo bajó de la pared y lo dejó sobre la encimera. Le dio la vuelta. La cola siguió meneándose. Presintió que los ojos también se movían. Incluso pudo oír su tictac.

Intentó abrir el compartimiento que albergaba la maquinaria, pero no logró hacerlo con los dedos. Lo intentó tres veces, abandonó y abrió un cajón situado bajo la encimera. Buscó un cuchillo.

El reloj continuaba su tictac. La cola del gato se movía.

Deslizó el cuchillo entre la tapa y el cuerpo y tiró hacia arriba con fuerza. Una segunda vez. El plástico cedió con un chasquido, parte de la tapa se rompió. Salió despedida y cayó al suelo. Alzó el reloj y lo estrelló una sola vez contra la encimera. La cola y los ojos se inmovilizaron. El leve tictac cesó.

Rompió la cola. Utilizó el mango de madera del cuchillo para triturar los ojos. Tiró el reloj a la basura. Una lata de sopa se ladeó a causa del impacto y empezó a verter tomate diluido sobre la esfera del aparato.

¿Cómo le llamaremos, Col?, había preguntado ella, cogiéndole del brazo. Necesita un nombre. A mí me gusta Tigre. Escucha cómo suena: Tigre dicta el tiempo. ¿Seré poeta, Col?

– Quizá lo eras -dijo él.

Se puso la chaqueta. Leo salió como una exhalación de la sala de estar, dispuesto a correr. Colin oyó su gemido ansioso y acarició la cabeza del perro con los nudillos, pero cuando se fue de casa, lo hizo solo.

El vapor de su aliento le informó de que el aire era helado, pero no sintió nada, ni frío ni calor.

Cruzó la carretera y entró en el cementerio. Observó que alguien había entrado antes que él, porque vio una rama de enebro sobre una tumba. Las demás estaban desnudas, heladas bajo la nieve, y sus lápidas se alzaban como chimeneas hacia las nubes.

Caminó hacia el muro y el castaño donde Annie reposaba, muerta desde hacía seis años. Imprimió una senda nueva en la nieve, y notó que los montones cedían ante la presión de sus espinillas, como se rompe el mar al caminar por él.

El cielo estaba tan azul como el lino que ella había plantado un año junto a la puerta. Una telaraña de hielo y nieve reluciente se había formado entre las ramas sin hojas del castaño. Las ramas arrojaban una red de sombras sobre la tierra. Enviaban dedos sin piel hacia la tumba de Annie.

Tendría que haber traído algo, pensó. Una rama de hiedra y acebo, una guirnalda de pino. Al menos, tendría que haber ido preparado para limpiar la lápida, para impedir que los líquenes crecieran. Debía evitar que las letras se borraran. De momento, necesitaba leer su nombre.

La nieve sepultaba en parte la lápida, y empezó a limpiarla con las manos; primero, limpió la superficie, luego los lados, y después se dispuso a utilizar los dedos para despejar las letras grabadas.

Entonces, la vio. Primero, captó el color, rosa brillante sobre blanco puro. Después, distinguió las formas, dos óvalos entrelazados. Era una pequeña piedra plana, pulida por mil años de río, y yacía sobre la cabecera de la tumba, tangente a la lápida.

Extendió la mano, después la retiró. Se arrodilló en la nieve.

Quemé cedro por ti, Colin. Coloqué cenizas sobre su tumba, y también la piedra anular. Di a Annie la piedra anular.

Extendió un brazo. Su mano cogió la piedra. Sus dedos se cerraron a su alrededor.

– Annie -susurró-. Oh, Dios, Annie.

Sintió el aire frío procedente de los páramos. Sintió el frígido e implacable abrazo de la nieve. Sintió la pequeña piedra acomodarse en su palma. La sintió dura y suave.

Elizabeth George

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