Rita siempre había considerado su vida en esos términos. Todas las dificultades, pruebas o desgracias podían redefinirse fácilmente como bendiciones disfrazadas. Las decepciones eran mensajes sin palabras de la Diosa. Los rechazos eran meras indicaciones de que el camino más deseado no era el mejor. Desde hacía mucho tiempo, Rita se había entregado, en mente, corazón y cuerpo, a la salvaguardia del Arte de la Sabiduría. Polly la admiraba por su confianza y devoción. Solo deseaba ser capaz de sentir lo mismo.
– Yo no soy como tú, Rita.
– Sí. Te pareces más a mí que yo. ¿Cuándo trazaste el círculo por última vez? Desde que estoy en casa no, seguro.
– Sí, lo he hecho. Desde entonces. Dos o tres veces. Su madre enarcó una ceja con expresión escéptica.
– Eres la discreción personificada, ¿eh? ¿Dónde lo has trazado?
– En Cotes Fell. Ya lo sabes, Rita.
– ¿Y el Rito?
Polly notó un hormigueo en la nuca. Habría preferido no contestar, pero el poder de su madre aumentaba a cada respuesta que daba. Lo percibía muy bien, como si manara de los dedos de Rita, como si se deslizara barandilla arriba y mojara la palma de la mano de Polly.
– Venus -dijo con vergüenza, y apartó la vista de la cara de Rita. Aguardó las burlas.
No se produjeron. Rita apartó la mano de la barandilla y examinó a su hija con aire pensativo.
– Venus -replicó-. No se trata de fabricar pociones amorosas, Polly.
– Ya lo sé.
– Entonces…
– Pero se trata de amor. Tú no quieres que lo sienta. Lo sé, mamá, pero es inútil y no puedo rechazarlo solo porque a ti te da la gana. Le quiero. ¿No crees que lo dejaría si pudiera? ¿Crees que no rezo para no sentir nada hacia él… o al menos para sentir por él lo que él siente por mí? ¿Crees que me gusta esta tortura?
– Creo que todos elegimos nuestras torturas.
Rita caminó hacia una antigua camarera de palo de rosa, inclinada por la ausencia de dos ruedas. Estaba apoyada contra una de las paredes de la entrada, bajo la escalera; Rita se agachó todo lo que le permitieron sus piernas y abrió el único cajón. Extrajo dos rectángulos de madera.
– Toma -dijo-. Cógelos.
Polly cogió las piezas, sin preguntas ni protestas. Percibió su olor inconfundible, penetrante pero agradable, un aroma embriagador.
– Cedro -dijo.
– Exacto -dijo Rita-. Quémalos en honor a Marte. Pide fuerza, muchacha. Deja el amor a los que no poseen tus dones.
3
La señora Wragg se marchó nada más anunciar lo ocurrido al vicario. Al afligido: «¿Qué pasó? ¿Cómo demonios murió?» de Deborah, contestó vagamente: «No estoy segura. ¿Era amiga de él?».
No. Por supuesto. No eran amigos. Solo habían compartido unos minutos de conversación en la Galería Nacional, un día de noviembre ventoso y lluvioso. Aun así, el recuerdo de la amabilidad y el preocupado interés de Robin Sage provocó que Deborah se sintiera abrumada, sacudida por una mezcla de sorpresa y pesar, al conocer la noticia de su muerte.
– Lo siento, amor -dijo St. James cuando la señora Wragg cerró la puerta.
Deborah observó la preocupación que nublaba sus ojos, y supo que estaba leyendo sus pensamientos como solo podía hacerlo un hombre que la conocía desde que nació. Calló lo que deseaba decir, adivinó: «No es por tu culpa, Deborah. No posees el don de causar la muerte, pienses lo que pienses…». En cambio, la abrazó.
Por fin, descendieron la escalera situada entre el bar y la oficina a las siete y media. En el pub se agolpaba la habitual multitud vespertina. Granjeros apoyados contra la barra, enzarzados en conversaciones. Amas de casa que disfrutaban de una noche libre reunidas en mesas. Dos parejas mayores comparaban bastones para caminar, mientras seis ruidosos adolescentes bromeaban a voz en grito en una esquina y fumaban cigarrillos.
Josie Wragg emergió de este último grupo, en cuyo centro, jaleada por los comentarios obscenos de sus compañeros, una pareja se magreaba frenéticamente, con alguna pausa ocasional que la chica aprovechaba para echar un trago de la botella y el chico para dar caladas a un cigarrillo. Josie se había cambiado y llevaba lo que parecía ser un uniforme de trabajo, pero el reborde de su falda negra sobresalía en parte, su corbata de lazo roja estaba irremisiblemente torcida, y un largo hilo caía sobre la verde extensión de su pecho.
Pasó por debajo de la barra, cogió al vuelo dos cartas y se encaminó hacia los recién llegados.
– Buenas noches, señores. ¿Se encuentran a gusto? -preguntó en tono formal, sin dejar de mirar con cautela al hombre calvo que manejaba las espitas del pub con aire de autoridad, y que no podía ser otro que el propietario, el señor Wragg.
– Perfectamente -contestó St. James.
– En ése caso, supongo que querrán echar una ojeada a la carta. Recuerden lo que les dije sobre el buey -añadió en voz baja.
Pasaron junto a los granjeros, uno de los cuales, congestionado, agitaba un dedo admonitorio y hablaba de «decirle que es un sendero público… público, ¿me ha oído?», se abrieron paso entre las mesas hasta la chimenea, donde las llamas estaban dando cuenta con rapidez de una pela de abedul plateado, en forma de cono. Miradas de curiosidad les siguieron mientras cruzaban la sala (no solían ir turistas a Lancashire en aquella época del año), pero a sus educados «buenas noches» los hombres respondían con bruscos cabeceos y las mujeres inclinaban la cabeza. Si bien los adolescentes no se movieron de su rincón, como indiferentes a los demás, no parecía tanto egocentrismo de grupo como interés en aprovechar la diversión que les brindaban la rubia y su acompañante, que en aquel momento había deslizado la mano bajo la sudadera amarillo rabioso de la joven. La tela onduló cuando su puño se elevó como un tercer pecho móvil.
Deborah se sentó en un banco, bajo una reproducción en punto de aguja, desteñida y nada puntillista, de Una tarde de domingo en la Grand Jatte. St. James ocupó un taburete frente a su mujer. Pidieron jerez y whisky, y cuando Josie llevó las bebidas a su mesa, colocó el cuerpo de manera que ocultara a los amantes entrelazados.
– Lo lamento -dijo, mientras dejaba el jerez delante de Deborah y lo centraba. Hizo lo mismo con el whisky-. Pam Rice, que se dedica a putear por las noches. No me pregunten por qué. No es mala, solo cuando se junta con Todd. Tiene diecisiete.
Lo dijo como si la edad del muchacho lo explicara todo, pero luego continuó, tal vez pensando que no era suficiente.
– Trece. Pam, quiero decir. Catorce el mes que viene.
– Y treinta y cinco el año que viene, sin duda -replicó con sequedad St. James.
Josie echó un vistazo a la pareja. Pese a su anterior mirada despreciativa, su pecho huesudo se alzó temblorosamente.
– Sí. Bueno… -Se volvió hacia ellos como si le costara cierto esfuerzo-. ¿Qué tomarán? Dejando aparte el buey. El salmón está muy bueno. Y el pato. La ternera está… -La puerta del pub se abrió, y penetró una ráfaga de aire frío que sopló alrededor de sus tobillos como seda al moverse-… cocinada con tomates y setas, y esta noche hemos preparado un lenguado con alcaparras y…
El recitado de Josie se interrumpió cuando, detrás de ella, las conversaciones de los clientes enmudecieron con sorprendente rapidez.
Un hombre y una mujer se habían detenido en la puerta. Una luz colgada del techo dio cuenta del contraste que formaban. Primero, el cabello: el de él, color jengibre; el de ella, negro y veteado de gris, espeso, lacio y cortado a la altura de los hombros. Después, la cara: la de él, juvenil y hermosa, pero de mandíbula y mentón demasiado prominentes; la de ella, fuerte y enérgica, sin maquillaje que disimulara su edad. Y la ropa: él, con chaqueta y pantalones barbour; ella, con una desgastada chaqueta de marinero y téjanos descoloridos, con un parche sobre una rodilla.