Permanecieron inmóviles un momento en la entrada, la mano del hombre apoyada sobre el brazo de la mujer. Aquel llevaba gafas de concha, cuyos cristales capturaban la luz y ocultaban sus ojos y su reacción al silencio que había recibido su aparición. La mujer, no obstante, paseó la vista a su alrededor poco a poco y efectuó un contacto deliberado con todas las caras que tuvieron la valentía de sostener su mirada.
– … alcaparras y… y…
Daba la impresión de que Josie había olvidado el resto de su recitado ensayado. Introdujo el lápiz en su cabello y se rascó el cráneo con él.
El señor Wragg habló desde detrás de la barra, mientras eliminaba la espuma de una jarra de Guinness.
– Buenas noches, agente. Buenas noches, señora Spence. Menudo frío hace esta noche, ¿eh? Esto es el principio de una ola de frío, si quieren saber mi opinión. Tú, Frank Fowler, ¿otra ronda?
Por fin, uno de los granjeros se volvió. Los demás empezaron a imitarle.
– No diré que no, Ben -contestó Frank Fowler, y empujó su jarra hacia el otro lado de la barra.
Ben bajó la espita.
– ¿Tienes tabaco, Billy? -preguntó alguien.
Una silla arañó el suelo como el aullido de un animal. El doble timbre del teléfono sonó en la oficina. Poco a poco, el pub recobró la normalidad.
El policía se acercó a la barra.
– Black Bush y una limonada, Ben -dijo, mientras la señora Spence se encaminaba a una mesa apartada de las demás. Caminó con parsimonia, una mujer muy alta, con la cabeza erguida y los hombros rectos, pero en lugar de sentarse en el banco apoyado contra la pared eligió un taburete para dar la espalda a la sala. Se quitó la chaqueta y dejó al descubierto un jersey de lana color marfil de cuello alto.
– ¿Cómo va todo, agente? -preguntó Ben Wragg-. ¿Su padre ya se ha instalado en la residencia de pensionistas?
El policía contó unas monedas y las dejó sobre la barra.
– La semana pasada -contestó.
– Su padre fue un gran hombre en su tiempo, Colin. Un gran policía.
El agente empujó las monedas hacia Wragg.
– Sí, una gran persona -dijo-. Todos tardamos unos años en darnos cuenta, ¿no?
Cogió los vasos y fue a reunirse con su acompañante.
Se sentó en el banco, de cara a la sala. Paseó la mirada desde la barra a las mesas, una a una. Y los clientes, uno a uno, desviaron la vista. El murmullo de las conversaciones era tan apagado que se oía a la perfección el tintineo metálico de los cacharros en la cocina.
– Creo que esta noche me voy a retirar ya, Ben -dijo un granjero, al cabo de un momento.
– Voy a ver a mi viejo -dijo un segundo.
Un tercero se limitó a tirar un billete de cinco libras sobre la barra y esperó el cambio. Cuando solo habían transcurrido unos minutos desde la llegada del agente y la señora Spence, casi todos los clientes del Crofters Inn habían desaparecido. Solo quedaba un hombre solitario vestido de tweed que daba vueltas a su vaso de ginebra, derrumbado contra la pared, y el grupo de adolescentes, que se habían trasladado a una máquina tragaperras y ponían a prueba su suerte.
Josie había permanecido de pie junto a la mesa todo el rato, con los labios distendidos y los ojos abiertos de par en par. Solo el ladrido de Ben Wragg («Muévete, Josephine») la arrancó de su contemplación.
– ¿Qué van a… cenar? -logró articular, pero no les dio tiempo a elegir-. El comedor está por ahí. Síganme -dijo.
Les guió por una puerta baja contigua a la chimenea, hasta un salón donde la temperatura bajaba en picado sus buenos diez grados y el olor predominante era a pan horneado, en lugar de la mezcla de humo de cigarrillo y cerveza que impregnaba el pub. Les acomodó al lado de un radiador.
– Esta noche tendrán la sala solo para ustedes. Nadie se quedará. Iré a la cocina para encargar lo que han… -Por fin, se dio cuenta de que aún no podía encargar nada. Se mordió el labio-. Lo siento. Tengo la cabeza hecha un lío. Ni siquiera han elegido.
– ¿Pasa algo anormal? -preguntó Deborah.
– ¿Anormal?
El lápiz volvió a su cabello, esta vez con la punta por delante, y lo removió, como si la joven estuviera dibujando en su cráneo.
– ¿Algún problema?
– ¿Problema?
– ¿Se ha metido alguien en líos?
– ¿Líos?
St. James puso fin al juego de repeticiones.
– Creo que jamás había visto a un policía local evacuar un local público con tanta rapidez. Antes de la hora reglamentaria, por supuesto.
– Oh, no -dijo Josie-. No es por el señor Shepherd. Quiero decir… La verdad es… No es que… Han pasado cosas aquí, y ya saben cómo son los pueblos y… Caramba, será mejor que tome su nota. El señor Wragg se pone como una moto si hablo demasiado con los huéspedes. «No han venido a Winslough para que les dé la barrila gente como tú, señorita Josephine.» Eso dice el señor Wragg. Ya saben.
– ¿Es por la mujer que acompaña al policía? -preguntó Deborah.
Josie lanzó una rápida ojeada hacia una puerta giratoria que parecía dar acceso a la cocina.
– No debería hablar.
– Es muy comprensible -dijo St. James, y consultó la carta-. Para mí, champiñones rellenos de primero y el lenguado. ¿Qué quieres, Deborah?
Deborah no tenía el menor deseo de interrumpir su indagación. Decidió que si Josie vacilaba en hablar de un tema, un cambio a otro tal vez soltaría su lengua.
– Josie -dijo-, ¿puedes contarnos algo sobre el vicario, el señor Sage?
– Josie levantó la cabeza de su cuaderno.
– ¿Cómo lo sabe?
La joven extendió el brazo en dirección al pub.
– Lo de ahí fuera. ¿Cómo lo sabe?
– No sabemos nada, excepto que ha muerto. En parte, vinimos a Winslough para verle. ¿Puedes decirnos qué ocurrió? ¿Su muerte fue inesperada? ¿Estaba enfermo?
– No. -Josie clavó la mirada en el cuaderno y dedicó toda su concentración a escribir «champiñones rellenos y lenguado»-. Enfermo, no exactamente. Por poco tiempo, quiero decir.
– ¿Una enfermedad repentina?
– Repentina, sí. Exacto.
– ¿Padecía del corazón? ¿Un infarto, o algo por el estilo?
– Algo… rápido. Ocurrió rápido.
– ¿Una infección? ¿Un virus?
Josie parecía atormentada, desgarrada entre el deseo de hablar y la prudencia de callar. De nuevo garrapateó nerviosamente algo en su cuaderno.
– No fue asesinado, ¿verdad? -preguntó St. James.
– ¡No! -graznó la chica-. Nada de eso. Fue un accidente. De veras. Lo juro. Ella no quería… No pudo… Quiero decir que la conozco. Todos la conocemos. No tenía la intención de hacerle daño.
– ¿Quién? -preguntó St. James.
Los ojos de Josie se desviaron hacia la puerta.
– Es esa mujer -dijo Deborah-. Es la señora Spence, ¿no es cierto?
– ¡No fue un asesinato! -gritó Josie.
Les contó la historia a trancas y barrancas, mientras servía la cena, vertía el vino, traía la tabla de quesos y presentaba el café.
Comida envenenada, dijo. En diciembre. Costó arrancarle la historia, y no dejaba de mirar en dirección a la cocina, como para asegurarse de que nadie la sorprendería in fraganti. El señor Sage hacía sus rondas por la parroquia, visitaba a todas las familias para tomar el té o cenar…
– Según el señor Wragg, labraba su camino hacia la rectitud y la gloria, pero no deben hacerle caso, si saben a qué me refiero, porque nunca va a la iglesia, como no sea por Navidad o para asistir a un funeral.
… y fue a casa de la señora Spence un viernes por la noche. Estaban los dos solos, porque la hija de la señora Spence…
– Maggie es mi mejor amiga.
… estaba pasando la noche con Josie, en el hostal. La señora Spence siempre había dejado claro a cuantos la interrogaban al respecto que no pensaba mucho en ir a la iglesia como regla general, pese a que era el único acontecimiento social del pueblo, pero no iba a ser grosera con el vicario, de modo que cuando el señor Sage quiso hablar con ella para convencerla de que concediera otra oportunidad a la Iglesia anglicana, se prestó a escucharle. Siempre era educada, y el vicario fue aquella noche a su casa, con el libro de oraciones en la mano, dispuesto a recuperarla para la religión. Debía celebrar una boda a la mañana siguiente…