– Para unir a la gata esquelética de Becca Townley-Young y a Brendan Power, ese que estaba en el bar bebiendo ginebra, ¿se fijaron?
… pero no se presentó y por eso todos descubrieron que había muerto.
– Muerto y tieso, con los labios ensangrentados y las mandíbulas bien apretadas.
– Un poco raro para tratarse de un envenenamiento a causa de la comida -observó St. James, dudoso-. Porque si la comida estaba pasada…
No fue un envenenamiento a causa de la comida, les informó Josie, mientras hacía una pausa para rascarse el culo a través de su fina falda. Fue un auténtico caso de comida envenenada.
– ¿Quiere decir que la comida estaba envenenada? -preguntó Deborah.
El veneno estaba en la comida. Chirivía silvestre recogida en el estanque cercano a Cotes Hall.
– Solo que no era chirivía silvestre, como pensaba la señora Spence. En absoluto. En-ab-so-lu-to.
– Oh, no -exclamó Deborah, cuando las circunstancias que rodeaban la muerte del vicario adquirieron mayor claridad-. Qué horror. Qué espanto.
– Era cicuta -dijo Josie sin aliento-. Como lo que Sócrates bebió con su té en Grecia. Ella pensó que era chirivía, la señora Spence, y también el vicario, comió y… -Se llevó las manos a la garganta, emitió sonidos agónicos y paseó una mirada furtiva a su alrededor-. No le digan a mamá que yo se lo conté, ¿eh? Me dará una paliza si se entera. Se ha convertido en una especie de broma macabra entre los tíos del pueblo: ci-cu-ta-ya y allá-que-vas.
– Ci ¿qué? -preguntó Deborah.
– Cicuta -dijo St. James-. El nombre latino de su género: Cicuta maculata. Cicuta virosa. Las especies dependen del hábitat.
Frunció el ceño y jugueteó distraído con el cuchillo que había utilizado para cortar una porción de Gloucester enriquecido. Clavó la punta en un fragmento del queso que quedaba en su plato. Pero en lugar de verlo, por algún motivo, se descubrió revisando un recuerdo surgido de su subconsciente. El profesor Ian Rutheford, de la universidad de Glasgow, que insistía en ir vestido de cirujano hasta a las clases, famoso por la frase: «No se puede sentir aversión hacia un cadáver, damas y caballeros». ¿De dónde coño había surgido, como un demonio escocés procedente del pasado?, se preguntó St. James.
– A la mañana siguiente, no apareció en la boda -continuó en tono afable Josie-. El señor Townley-Young aún se pone como una fiera cuando se acuerda. Hasta las dos y media no consiguieron otro vicario, y el banquete nupcial fue un desastre. Más de la mitad de los invitados ya se habían ido de la iglesia. Algunos piensan que lo hizo Brendan, porque fue un matrimonio a la fuerza, y nadie imagina a un tío condenado a estar casado toda la vida con Becca Townley-Young que no trate de hacer algo desesperado para evitarlo… Me estoy pasando otra vez y, si mamá se entera, me meteré en un buen lío. A mamá le caía bien el señor Sage.
– ¿Y a ti?
– También. A todo el mundo, menos al señor Townley-Young. Decía que el vicario era «progresista», porque el señor Sage no utilizaba incienso y no se vestía con raso y encaje. Si quieren saber mi opinión, para ser vicario se necesitan cosas más importantes, y el señor Sage sabía cuáles eran.
St. James apenas escuchaba la cháchara de la joven. Les sirvió café y tendió una decorativa bandeja de porcelana, sobre la cual reposaban seis petit fours, con una notable capa de azúcar coloreada, bastante discutible desde el punto de vista gastronómico.
Al vicario le gustaba visitar a sus feligreses, explicó Josie. Promovió un grupo juvenil -del que ella era miembro y vicepresidente- a propósito, procuraba fortalecer los lazos familiares e intentaba que la gente volviera a la iglesia. Sabía el nombre de todos los habitantes del pueblo. Los martes por la tarde, daba clase a los niños de la escuela primaria. Salía a recibir cuando estaba en casa. No se daba aires.
– Le conocí en Londres -dijo Deborah-. Me pareció muy amable.
– Lo era. En serio. Por eso, cuando la señora Spence aparece, las cosas se ponen un poco difíciles.
Josie se inclinó sobre la mesa y movió la servilleta de papel sobre la que descansaban los petit fours, hasta centrarlos en la bandeja. Empujó la bandeja hacia las lamparitas adornadas con borlas de la mesa, para que se destacara mejor la confección de las capas de azúcar.
– O sea -continuó Josie-, no sería lo mismo si otra persona hubiera cometido una equivocación; mamá, por ejemplo.
– Da igual quién cometiera la equivocación, porque todo el mundo miraría a esa persona con malos ojos durante un tiempo -observó Deborah-, teniendo en cuenta que el señor Sage era muy apreciado.
– No es eso -replicó Josie-. La señora Spence es una herbolaria, así que habría tenido que saber muy bien lo que arrancaba de la tierra antes de sacarlo a la maldita mesa. Eso es lo que la gente dice. En el pub. Ya saben. Se regodean en la historia y no la sueltan. Les importa un pimiento el resultado de la investigación.
– ¿Una herbolaria que no reconoció la cicuta? -preguntó Deborah.
– Eso es lo que les come el tarro.
St. James escuchaba en silencio, mientras contemplaba la superficie del queso, sembrada de cráteres. Ian Rutherford regresó de improviso. Alineó sobre la mesa de trabajo los tarros con muestras, que sacaba de un carrito con el cuidado de un experto, mientras el olor a formaldehído que emanaba de su persona todo el rato, como un perfume espectral, terminaba con las ganas de comer de todos los presentes. «Vamos a los primeros síntomas, queridos míos», anunciaba alegremente, en tanto extraía cada tarro con un movimiento elegante. «Dolor abrasador en el esófago, exceso de salivación, náuseas. A continuación, mareos antes de que se inicien las convulsiones. Estas son espasmódicas, y producen rigidez en la musculatura. El cierre convulsivo de la boca impide los vómitos.» Tabaleó con los dedos sobre la tapa metálica de un tarro, satisfecho, en el que daba la impresión de flotar un pulmón humano. «La muerte se produce al cabo de quince minutos, o en un máximo de ocho horas. Asfixia. Fallo cardíaco. Paro respiratorio total.» Otro tabaleo sobre la tapa. «¿Alguna pregunta? ¿No? Estupendo. Basta ya de cicutoxina. Vamos al curare. Primeros síntomas…»
Pero St. James sentía ya síntomas propios, pese al cotorreo de Josie: desasosiego al principio, una clara inquietud. «Aquí tenemos un caso apropiado», estaba diciendo Rutherford, pero la circunstancia y la naturaleza del caso eran escurridizos como anguilas. St. James dejó su cuchillo sobre la mesa y cogió un petit four. Tuvo la impresión de que Josie aprobaba su elección.
– Hice la capa yo misma -anunció-. Creo que los de color rosa y verde son los de mejor aspecto.
– ¿Qué clase de herbolaria? -preguntó St. James.
– ¿La señora Spence?
– Sí.
– Del tipo curandero. Coge hierbas en el bosque y las colinas, las mezcla y las machaca. Para fiebres, retortijones, resfriados y tal. Maggie, la señora Spence es su madre, es mi mejor amiga y una persona maravillosa, nunca ha ido a un médico, por lo que yo sé. Cuando le duele algo, su mamá le aplica un emplasto. Si tiene fiebre, su mamá prepara un poco de té. Un día que fui a visitarlas a la mansión, viven en Cotes Hall, me dolía la garganta. Me dio algo para hacer gárgaras, y por la noche ya estaba curada.