– Por lo tanto, entiende de plantas.
Josie cabeceó.
– Por eso, cuando murió el señor Sage, las cosas se le pusieron mal. Cómo no iba a saberlo, se preguntaba la gente. O sea, yo no distinguiría la chirivía del heno, pero la señora Spence…
Su voz enmudeció y extendió las manos en un gesto muy expresivo.
– Supongo que la investigación esclareció todo eso -dijo Deborah.
– Oh, sí. Justo encima de la escalera, en el Tribunal de la Magistratura. ¿Aún no lo han visto? Vayan a echar un vistazo antes de ir a la cama.
– ¿Quién declaró? -preguntó St. James. La respuesta prometía la renovación de su inquietud, y estaba seguro de cuál sería-. Aparte de la señora Spence.
– El agente de policía.
– ¿El hombre que la acompañaba esta noche?
– Exacto. El señor Shepherd. Él encontró al señor Sage, quiero decir, el cadáver, en el sendero peatonal que va a Cotes Hall y el páramo, el sábado por la mañana.
– ¿Se encargó de la investigación solo?
– Sí, por lo que yo sé. Es nuestro policía, ¿no?
St. James vio que su mujer se volvía hacia él, impulsada por la curiosidad, mientras levantaba un dedo para juguetear con un rizo de su cabello. No dijo nada, pero le conocía lo bastante como para comprender la dirección de sus pensamientos.
No era problema suyo, pensó St. James. Habían venido al pueblo de vacaciones. Lejos de Londres y lejos de su hogar, donde no habría distracciones profesionales o domésticas que impidieran iniciar el diálogo tan necesario.
Sin embargo, no era tan fácil alejarse de las dos docenas de preguntas científicas y procesales que eran como una segunda naturaleza para él y pedían a gritos una respuesta. Aún era menos fácil alejarse del insistente monólogo de Ian Rutherford. Incluso ahora, tocaba una pegadiza y oscura melodía en el interior de su cráneo. «Tenéis que fijaros en la parte más gruesa de la planta, queridos míos. Muy peculiar esta pequeña belleza, tallo y raíz. El tallo es grueso, como observaréis, y lleva no una, sino varias raíces. Cuando efectuamos un corte en la superficie del tallo, así, obtenemos el auténtico olor de la cicuta sin depurar. Ahora, para repasar… ¿Quién hará los honores?» Y bajo unas cejas que parecían plantas silvestres, los ojos azules de Rutherford escudriñaban el laboratorio, siempre a la búsqueda del estudiante desafortunado que aparentaba haber asimilado hasta la menor información. Poseía un don especial para detectar la confusión y el aburrimiento, y cualquiera que experimentara una de ambas reacciones ante la disertación de Rutherford tenía todos los números para ser convocado a repasar el material, al final de la clase. «Señor Allcourt-St. James. Ilumínenos, por favor. ¿O acaso le pedimos demasiado en esta bella mañana?»
St. James oyó las palabras como si todavía se encontrara en aquella habitación de Glasgow, todos con veintiún años y sin pensar en toxinas orgánicas, sino en la joven que por fin se había llevado a la cama durante su última estancia en casa. Turbado su ensueño, llevó a cabo un valiente intento de improvisar una respuesta a la petición del profesor. Cicuta virosa, dijo, y carraspeó en un esfuerzo por conseguir tiempo, «principio tóxico cicutoxina, que actúa directamente sobre el sistema nervioso central, un violento convulsivo y…». El resto era un misterio.
«¿Y, señor St. James? ¿Y? ¿Y?»
Ay. Sus pensamientos estaban demasiado apegados al dormitorio. No recordaba nada más.
Pero aquí en Lancashire, más de quince años después, Josephine Eugenia Wragg dio la respuesta.
– Ella siempre guarda raíces en el sótano. Patatas, zanahorias, chirivías y todo eso, cada una en un cubo distinto, y corrió el rumor de que, si no había envenenado al vicario a propósito, alguien tenía que haber entrado y mezclado la cicuta con las otras chirivías, a la espera de que la cocinaran y comieran, pero ella afirmó en la encuesta que eso no era posible, puesto que el sótano siempre estaba cerrado con llave. Y todo el mundo dijo, muy bien, aceptamos que ese es el caso, pero ella tendría que haber sabido que no era chirivía, para empezar, porque…
Por supuesto que tendría que haberlo sabido. Por la raíz. Y ese había sido el punto principal de Ian Rutherford. Esa era la respuesta que esperaba, impaciente, de su alumno soñador y negligente.
«Las oraciones no sirven para nada en la ciencia, querido.» Sí. Bien. Ya se ocuparían de eso.
4
Otra vez aquel ruido. Sonaba como pasos vacilantes sobre la grava. Al principio, pensó que procedía del patio, y aunque sabía que la idea no era tranquilizadora, sus temores se calmaron en parte al pensar que, quienquiera que caminara en la oscuridad, no parecía dirigirse a la casa del vigilante, sino a Cotes Hall. Y tenía que ser un hombre, decidió Maggie Spence. Acechar de noche en la cercanía de edificios antiguos no era un comportamiento propio de mujeres.
Maggie sabía que debía estar alerta, teniendo en cuenta todo lo sucedido en la mansión durante los últimos meses, teniendo en cuenta sobre todo el estropicio perpetrado en aquella extravagante alfombra la semana pasada. Estar alerta era, a fin de cuentas, lo único que le había pedido su mamá, aparte de hacer los deberes, antes de marcharse con el señor Shepherd aquella noche.
– Solo estaré fuera unas horas, querida -le dijo mamá-. Si oyes algo, no salgas. Solo telefonea. ¿Entendido?
Cosa que debería hacer ahora, como Maggie bien sabía. Al fin y al cabo, tenía los números. Estaban abajo, junto al teléfono de la cocina. La casa del señor Shepherd, Crofters Inn y el hogar de los Townley-Young, por si acaso. Les había echado un vistazo cuando mamá se marchó, y quiso decir con burlona inocencia: «Pero solo vas al hostal, ¿verdad, mamá? ¿Por qué me das también el teléfono del señor Shepherd?». Pero Maggie ya sabía la respuesta a esa pregunta, y si la formulaba, solo conseguiría violentar a ambos.
Sin embargo, en ocasiones, deseaba violentarles. Quería gritar ¡veintitrés de marzo! Sé lo que pasó, sé que ese día lo hicisteis, incluso sé dónde, y cómo. Pero nunca lo hacía. Aunque no les hubiera visto juntos en la sala de estar -por llegar demasiado temprano a casa después de una discusión en el pueblo con Josie y Pam-, y aunque no hubiera escapado por la ventana, con las piernas temblorosas al ver a mamá y lo que estaba haciendo, y aunque no se hubiera sentado a reflexionar sobre ello en la terraza invadida por las malas hierbas de Cotes Hall, con Punkin aovillado a sus pies como una bola de color naranja atigrada, aun en ese caso lo habría sabido. Era obvio, cuando el señor Shepherd, desde aquella ocasión, miraba a mamá con ojos de cordero degollado y la boca entreabierta, y mamá procuraba por todos los medios no mirarle.
– ¿Lo estaban haciendo? -había susurrado Josie Wragg, sin aliento-. ¿Y tú les viste hacerlo, en realidad, de veras, sin el menor asomo de duda? ¿Desnudos y tal? ¿En la sala de estar? ¡Maggie!
Encendió un Gauloise y se tendió en la cama. Todas las ventanas estaban abiertas para que el humo escapara y su madre no supiera lo que estaba haciendo, si bien Maggie opinaba que ni toda la brisa del mundo lograría eliminar el asqueroso olor que desprendían los cigarrillos franceses favoritos de Josie. Encajó el suyo entre los labios y se llenó la boca de humo. Lo exhaló. Aún no dominaba el arte de inhalarlo, y tampoco estaba segura de desearlo.
– No se habían quitado toda la ropa -dijo-. Mamá, no, al menos. Quiero decir, no se había quitado ni una prenda. No era necesario.
– ¿Que no era necesario…? Entonces, ¿qué estaban haciendo? -preguntó Josie.
– Por Dios, Josephine. -Pam Rice bostezó. Agitó la cabeza, y su espléndida cabellera de bucles dorados quedó, como siempre, inmaculada, cada pelo en su sitio-. Piensa por una vez en tu vida, ¿quieres? ¿Qué crees que estaban haciendo? Se supone que tú eres la experta por estos andurriales.