Josie frunció el ceño.
– No entiendo cómo… Vamos, si iba vestida.
Pam alzó los ojos al techo, con expresión de paciencia martirizada. Dio una larga bocanada a su cigarrillo, exhaló e inhaló algo que ella llamaba franchute.
– La tenía en la boca -dijo-. B-o-c-a. ¿He de hacerte un dibujo, o ya lo has captado?
– En la… -Josie pareció confusa. Tocó su lengua con las yemas de los dedos, como si ese gesto la ayudara a comprender mejor-. ¿Quieres decir que tenía su cosa…?
– ¿Su cosa? Dios. Se llama pene, Josie. P-e-n-e. ¿Comprendido? -Pam rodó sobre su estómago y contempló con los ojos entornados la punta encendida del cigarrillo-. Solo puedo decir que ojalá obtuviera algo a cambio, cosa que dudo, estando vestida de pies a cabeza. -Otro movimiento perfecto de su cabello-. Todd sabe bien que no debe terminar antes de que yo me haya corrido, te lo aseguro.
Josie frunció el ceño. Era evidente que todavía estaba asimilando la información. Siempre alardeando de ser la autoridad viviente en materia de sexualidad femenina -cortesía de un sobado ejemplar de El animal sexual femenino desencadenado en casa, volumen I, que había sacado del cubo de la basura después de que su madre lo tirara, al cabo de dos meses de intentar, a instancias de su marido, «desarrollar la libido o algo por el estilo»-, y ahora la pillaban en fuera de juego.
– ¿Se…? -Dio la impresión de que luchaba por encontrar la palabra apropiada-. ¿Se movían o algo así, Maggie?
– Joder -dijo Pam-. ¿Es que no sabes nada? Nadie necesita moverse. Basta con que ella chupe.
– Con que ella… -Josie aplastó el cigarrillo en el antepecho de la ventana-. ¿La mamá de Maggie? ¿Con un tío? ¡Qué desagradable!
Pam lanzó una risita lánguida.
– No. Es «desencadenado». Justo y apropiado, si quieres saber mi opinión. ¿No mencionaba eso tu libro, Jo, o solo hablaba de meter tus tetas en nata montada y servirlas con fresas a la hora del té? Ya sabes, «haz de la vida de tu hombre una sorpresa constante».
– No tiene nada de malo que una mujer obedezca a su naturaleza sensual -replicó Josie con cierta dignidad. Bajó la cabeza y rascó una costra de su rodilla-. O a la de un hombre.
– Sí. Muy cierto. Una verdadera mujer ha de saber cómo y dónde provocar un hormigueo. ¿No crees, Maggie? -Pam utilizó su irritante habilidad de lograr que sus ojos parecieran inocentes y más azules de lo que eran-. ¿No crees que es importante?
Maggie cruzó las piernas al estilo indio y se pellizcó el canto de la mano. Era la forma de recordarse que no debía admitir nada. Sabía qué información deseaba extraerle Pam, y advirtió que Josie también lo sabía, pero nunca había hurgado en un alma, y no iba a empezar con la suya.
Josie acudió al rescate.
– ¿Dijiste algo? Después de verles, quiero decir.
No. Entonces no, al menos. Y cuando por fin se decidió, a modo de histérica acusación, expresada a gritos entre la ira y la autodefensa, la reacción de mamá había consistido en abofetearla. No una, sino dos veces, y con toda su fuerza. Un segundo después, tal vez al observar la expresión de sorpresa y conmoción que había aparecido en el rostro de Maggie, pues mamá jamás la había pegado, mamá lanzó un grito, como si hubiera recibido ella las bofetadas, atrajo a Maggie hacia sí y la abrazó con tal violencia que Maggie se quedó sin aliento. Aun así, no habían hablado del tema.
– Es asunto mío, Maggie -había dicho con firmeza mamá.
Estupendo, pensó Maggie. Yo también tengo un asunto.
Pero no era así, en realidad. Mamá no lo permitió. Después de la pelea, había llevado el té de la mañana a la habitación de Maggie durante quince días seguidos. Permanecía de pie y comprobaba que Maggie bebiera hasta la última gota. Ante sus protestas, decía: «Yo sé lo que es mejor». Cuando el dolor atenazaba el estómago de Maggie, y ella gemía, mamá decía: «Ya pasará, Maggie», y secaba su frente con un paño mojado y suave.
Maggie estudió las negras sombras de su dormitorio y escuchó de nuevo. Se concentró para distinguir el sonido de pasos del viento que empujaba una vieja botella de plástico sobre la grava. No había encendido las luces de arriba, pero caminó de puntillas hacia la ventana y escudriñó la noche, con la tranquilidad de poder mirar sin ser vista. En el patio, las sombras que arrojaba el ala este de Cotes Hall creaban grandes cavernas de oscuridad. Proyectadas desde los tímpanos de la mansión, bostezaban como pozos y ofrecían más que amplia protección a cualquiera que deseara ocultarse. Los escrutó de uno en uno y trató de distinguir si una forma voluminosa pegada a una pared lejana era tan solo un arbusto de tejo que necesitaba una poda o un merodeador forzando una ventana. No llegó a ninguna conclusión. Deseó que mamá y el señor Shepherd regresaran.
En el pasado, nunca había temido quedarse sola, pero poco después de su llegada a Lancashire, había desarrollado cierto rechazo a estar sola en la casa, tanto de día como de noche. Quizá era una reacción infantil, pero en cuanto mamá salía con el señor Shepherd, en cuanto entraba en el Opel para irse, o se encaminaba al sendero peatonal, o se internaba en el robledal para buscar plantas, Maggie experimentaba la sensación de que las paredes se cerraban sobre ella, milímetro a milímetro. Solo era consciente de estar sola en el terreno de Cotes Hall, y aunque Polly Yarkin vivía al final del camino, las separaba más de un kilómetro, y por más que chillara, si en algún momento necesitaba su ayuda, no la oiría.
A Maggie le daba igual saber dónde guardaba mamá su pistola. Aunque la hubiera utilizado antes para tirar al blanco, cosa que jamás había hecho, no se podía imaginar apuntando a alguien, y mucho menos apretando el gatillo. Por lo tanto, cuando estaba sola, se refugiaba en su dormitorio como un topo. Si era de noche, mantenía las luces apagadas y esperaba a escuchar el sonido de un coche que se acercara o la llave de mamá al introducirse en la cerradura de la puerta principal. Y mientras aguardaba, escuchaba los ronquidos felinos de Punkin, que surgían como nubes de humo audible del centro de la cama. Apretaba su álbum de recortes contra el pecho, con la vista clavada en la pequeña librería de abedul, sobre la cual descansaba el viejo elefante Bozo, rodeado de los demás animales de peluche con donaire tranquilizador. Pensó en su padre.
Eddie Spence existió en su infancia, fallecido antes de cumplir los treinta, su cuerpo retorcido entre los restos de su coche de carreras siniestrado, en Montecarlo. Era el héroe de una historia secreta que mamá solo había insinuado una vez, al decir: «Papá murió en un accidente automovilístico, querida», y «Por favor, Maggie, no puedo hablar de eso con nadie», y sus ojos se anegaron de lágrimas cuando Maggie intentó saber más. A menudo, Maggie intentaba conjurar en su memoria el rostro de su padre, pero el esfuerzo era en vano. Acunaba en sus brazos lo que quedaba de papá: las fotos de coches de Fórmula 1 que recortaba y atesoraba, y que pegaba en su Libro de Acontecimientos Importantes, junto con cuidadosas anotaciones sobre todos los Grand Prix.
Se dejó caer sobre la cama, y Punkin se removió. Levantó la cabeza, bostezó y estiró las orejas. Se movieron como un radar en dirección a la ventana; se incorporó de un único y ágil movimiento, y saltó en silencio desde la cama al antepecho, donde se agazapó y agitó la cola ante sus patas delanteras.
Maggie vio desde la cama que el animal inspeccionaba el patio al igual que ella unos minutos antes; sus ojos parpadeaban lentamente, sin dejar de remover la cola. Sabía, por haber estudiado el tema en su niñez, que los gatos son hipersensibles a los cambios que se producen en el entorno, por lo cual experimentó cierto alivio, segura de que Punkin la avisaría en cuanto ocurriera algo que pudiera avivar sus temores.
Un viejo tilo se erguía ante la ventana, y sus ramas crujieron. Maggie aguzó el oído. Ramas diminutas arañaron el cristal. Algo rozó el arrugado tronco del árbol. Solo era el viento, se dijo Maggie, pero en aquel momento, Punkin dio la señal de que algo no iba bien. Se incorporó con el lomo arqueado.