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El corazón de Maggie se aceleró. Punkin saltó desde el antepecho y aterrizó sobre la raída alfombra. Salió por la puerta como un torbellino anaranjado antes de que Maggie comprendiera que alguien había trepado al árbol.

Y entonces, ya fue demasiado tarde. Oyó el golpe suave de un cuerpo al caer sobre el tejado de la casa. A continuación, pasos sigilosos. Después, un suave repiqueteo sobre el cristal.

Esto último era absurdo. Por lo que ella sabía, los revientapisos no se anunciaban. A menos, por supuesto, que intentaran averiguar si había alguien en casa, pero aun en ese caso, parecía más sensato pensar que se limitarían a llamar a la puerta con los nudillos, o a tocar el timbre y esperar.

Le entraron ganas de gritar: «Te has equivocado de sitio, seas quien seas, querías asaltar la mansión, ¿verdad?», pero en cambio dejó el álbum de recortes junto a la cama y se ocultó en las sombras. Sintió un hormigueo en las palmas de las manos. Su estómago se revolvió. Lo que más deseaba era llamar a su madre, pero no le serviría de nada. Un momento después, se alegró.

– ¿Estás ahí, Maggie? -le oyó llamar en voz baja-. Abre, ¿quieres? Se me está helando el culo.

¡Nick! Maggie atravesó la habitación como una flecha. Le vio, acuclillado en la pendiente del tejado, frente a la ventana del dormitorio, sonriente, su sedoso cabello negro acariciándole las mejillas, como alas de ave. Forcejeó con la cerradura. Nick, Nick, pensó cuando estaba a punto de abrir la ventana, y oyó a su madre decir: «No quiero que vuelvas a estar a solas con Nick Ware. ¿Está claro, Margaret Jane? Se acabó. Nunca más». Sus dedos la traicionaron.

– ¡Maggie! -susurró Nick-. ¡Déjame entrar! Hace frío.

Había dado su palabra. Mamá casi había llorado durante aquella discusión, y la visión de aquellos ojos enrojecidos por culpa del comportamiento y las palabras hirientes de Maggie le habían arrancado la promesa, sin detenerse a pensar en su auténtico significado.

– No puedo -dijo.

– ¿Qué?

– Nick, mamá no está en casa. Ha ido al pueblo con el señor Shepherd. Le prometí…

La sonrisa del joven se ensanchó.

– Estupendo. Fantástico. Vamos, Mag, déjame entrar.

Maggie tragó el nudo que se había formado en su garganta.

– No puedo. No puedo verte a solas. Lo prometí.

– ¿Por qué?

– Porque… Nick, ya lo sabes.

Nick, que tenía apoyada una mano contra la ventana, la dejó caer a un costado.

– Solo quería enseñarte… Oh, coño.

– ¿Qué?

– Nada. Olvídalo. Da igual.

– Dímelo, Nick.

El chico ladeó la cabeza. Llevaba el cabello muy corto, pero demasiado largo por arriba, como los demás chicos, aunque a él nunca le quedaba mal, sino al contrario, como si hubiera inventado el estilo.

– Nick.

– Solo una carta. Da igual. Olvídalo.

– ¿Una carta? ¿De quién?

– Carece de importancia.

– Pero si has venido hasta aquí… -Entonces, recordó-. Nick, ¿no será de Lester Piggott? ¿Es eso? ¿Ha contestado a tu carta?

Costaba creerlo, pero Nick escribía a los jockeys sin parar, y su colección de cartas aumentaba día a día. Había recibido contestación de Pat Eddery, Graham Starkey y Eddie Hide, pero Lester Piggott era un fuera de serie, sin duda.

Abrió la ventana. El viento frío se introdujo como una nube en la habitación.

– ¿Es eso? -preguntó.

Nick sacó un sobre de su vieja chaqueta de cuero, que afirmaba ser un regalo ofrecido a su tío abuelo por un piloto norteamericano, durante la Segunda Guerra Mundial.

– No es gran cosa -dijo Nick-. Solo «Gracias por tu carta, muchacho», pero está firmada por él. Nadie pensó que me contestaría, ¿te acuerdas, Mag? Quería que lo supieras.

Se le antojó una maldad dejarle fuera, cuando había venido con un propósito tan inocente. Ni siquiera mamá se opondría.

– Entra.

– No quiero causarte problemas con tu mamá.

– No pasa nada.

El muchacho introdujo su larguirucho cuerpo por la ventana y se abstuvo de cerrarla.

– Pensaba que ya te habrías acostado. Estuve observando las ventanas.

– Pues yo pensé que eras un merodeador.

– ¿Por qué no has encendido las luces?

Ella bajó los ojos.

– Estaba asustada. Sola.

Cogió el sobre y admiró la dirección: «Señor Nick Ware, Skelshaw Farmu». Estaba escrito con mano firme y decidida. La devolvió a Nick.

– Me alegro de que te respondiera. Imaginaba que lo haría.

– Me acordé. Por eso quería verte.

Se apartó el pelo de la cara y paseó la vista por la habitación. Maggie le observó, temerosa. Repararía en todos los animales de peluche y en sus muñecas, sentadas en la silla de mimbre. Se acercaría a los estantes y vería Los chicos del tren entre sus demás libros favoritos de la infancia. Se daría cuenta de lo niña que era. Entonces, no querría salir con ella. Ni tan solo saludarla, probablemente. ¿Por qué no lo había pensado mejor antes de dejarle entrar?

– Nunca había estado en tu dormitorio -dijo Nick-. Es muy bonito, Mag.

Ella notó que sus temores se disipaban. Sonrió.

– Sí.

– Hoyuelos -dijo Nick, y acarició con el dedo índice la pequeña depresión de su mejilla-. Me gusta cuando sonríes.

Bajó la mano hasta su brazo, a modo de prueba. Ella sintió sus dedos fríos, incluso a través del jersey.

– Estás helado -dijo.

– Hace frío fuera.

Maggie era muy consciente de haberse adentrado en territorio prohibido, y en plena oscuridad. Con él a su lado, la habitación se le antojó más pequeña, y reconoció que lo más apropiado sería conducirle a la planta baja para que saliera por la puerta. Solo que estaba con ella y no deseaba que se marchara, no sin darle alguna señal, como mínimo, de que seguía presente en sus pensamientos, pese a todo lo que había ocurrido en sus vidas desde octubre. No era suficiente saber que a Nick le gustaba su sonrisa y tocar el hoyuelo de su mejilla. Siempre se decía que a la gente le gustaba las sonrisas de los niños. Ella no era una niña.

– ¿Cuándo volverá tu madre? -preguntó Nick.

«De un momento a otro» era la verdad. Pasaban de las nueve. Pero si decía la verdad, Nick se iría al instante. Quizá lo haría por su bien, o para evitarle problemas, pero lo haría de todos modos.

– No lo sé -contestó-. Se fue con el señor Shepherd.

Nick sabía lo de mamá y el señor Shepherd, de modo que debía comprender lo que significaba aquella frase. Lo demás era asunto suyo.

Maggie hizo ademán de cerrar la ventana, pero la mano de Nick seguía apoyada en su brazo, así que fue fácil para él impedírselo. No fue brusco. Se limitó a besarla, apretó la lengua contra sus labios como una promesa, y ella le recibió.

– Tardará un rato, entonces. -La boca de Nick descendió hacia su cuello. Maggie sintió escalofríos-. Ya llevan tiempo saliendo.

La conciencia de Maggie le dijo que debía defender a su mamá de la interpretación que Nick había hecho de las habladurías, pero los escalofríos recorrían sus brazos y piernas cada vez que él la besaba, impidiendo que pensara con lucidez. Aun así, tomó la decisión de responder con firmeza cuando la mano de Nick se desplazó hasta su pecho y sus dedos empezaron a juguetear con el pezón. Lo movió con suavidad de un lado a otro, hasta que ella lanzó un gemido, a causa del dolor, y el calor hormigueante. El disminuyó la presión y empezó el proceso desde el principio. Era una sensación estupenda. Más que estupenda.

Sabía que debería hablar de mamá, que debería explicar ciertas cosas, pero solo podía aferrarse a ese pensamiento cuando los dedos de Nick la liberaban. En cuanto empezaban a acariciarla de nuevo, solo podía pensar en el hecho de que no quería suscitar una discusión que estropeara su buen entendimiento.