– Mamá y yo hemos llegado a un acuerdo -dijo, con las escasas fuerzas que le quedaban, y notó que él sonreía contra su boca. Era un chico listo, Nick. Era muy probable que no la hubiera creído ni por un momento.
– Te he echado de menos -susurró el muchacho, y la apretó contra él-. Dios, Mag. Haz algo.
Sabía lo que él quería. Y ella quería hacerlo. Quería sentir de nuevo Aquello a través de sus téjanos, que se ponía rígido y grande gracias a ella. Apretó la mano contra Aquello. Nick movió los dedos de Maggie arriba, abajo y alrededor.
– Jesús -susurró-. Jesús, Mag.
Movió los dedos de Maggie sobre Aquello, hasta la misma punta. Los enroscó a Su alrededor. Estaba bien tieso. Ella lo apretó con suavidad, y después con más fuerza, cuando él gruñó.
– Maggie -dijo-. Mag.
Su respiración era agitada. Nick le quitó el jersey. Maggie sintió la caricia del viento nocturno sobre su piel. Y luego, solo sintió las manos de Nick sobre sus pechos. Y luego, solo su boca, cuando los besó.
Estaba húmeda. Estaba flotando. Los dedos posados sobre los téjanos de Nick ni siquiera eran suyos. No era ella quien bajaba la cremallera. No era ella quien le desnudaba.
– Espera, Mag. Si tu mamá llega…
Ella le calló a besos. Acarició sus partes más tiernas, y Nick la ayudó a cerrar los dedos sobre sus globos de carne. Gimió, deslizó las manos bajo la camisa de la muchacha, y sus dedos dibujaron círculos incandescentes entre las piernas de Maggie.
Y de repente, se encontraron en la cama, el cuerpo de Nick sobre ella, como un árbol pálido, su propio cuerpo ya preparado, las caderas alzadas, las piernas abiertas. Nada más importaba.
– Dime cuándo he de parar -dijo Nick-. ¿De acuerdo, Maggie? Esta vez, no lo haremos. Tú solo dime cuándo he de parar. -Apretó Aquello contra ella. Frotó Aquello contra ella. La punta de Aquello, toda la longitud de Aquello-. Dime cuándo he de parar.
Solo una vez más. Solo esta vez. No podía ser un pecado tan horrible. Ella le apretó contra sí, deseosa de su proximidad.
– Maggie. Mag, ¿no crees que deberíamos parar?
Maggie estrujó Aquello en su mano.
– Mag, en serio. No puedo aguantarme.
Ella alzó la boca para besarle.
– Si llega tu madre…
Lenta, incesantemente, ella movió sus caderas.
– Maggie. No podemos. Hundió Aquello en sus entrañas.
Guarra, pensó. Guarra, pendón, puta. Estaba tendida en la cama, con la vista fija en el techo. Las lágrimas nublaban su visión, resbalaban por sus sienes y caían hacia las orejas.
No soy nada, pensó. Soy un pendón. Una puta. Lo haré con cualquiera. Ahora solo es Nick, pero si otro tío me Lo quiere meter mañana, probablemente le dejaré. Soy una guarra. Una puta.
Se incorporó y pasó las piernas por el borde de la cama. Miró al otro lado de la habitación. El elefante Bozo exhibía su habitual expresión de confusión paquidérmica, pero daba la impresión de que aquella noche había algo más en su cara. Disgusto, sin duda. Había decepcionado a Bozo, pero no tenía comparación con lo que se había hecho a ella misma.
Saltó de la cama y se arrodilló en el suelo. Notó los surcos de la raída alfombra en sus rodillas. Enlazó las manos en actitud de rezar y trató de pensar en las palabras que la conducirían a obtener el perdón.
– Lo siento -susurró-. No quería que pasara. Dios, pensé para mí, si me besa, sabré que todo sigue igual entre nosotros, pese a la promesa que le hice a mamá, solo que cuando me besa de aquella manera no quiero que pare, y después hace otras cosas y yo quiero que las haga, y después quiero más. No quiero que termine, y sé que está mal. Lo sé, pero no puedo evitar la tentación. Lo siento, Dios, lo siento. No permitas que ocurra algo malo por culpa de esto, por favor. No volverá a pasar. No le dejaré. Lo siento.
Pero ¿cuántas veces perdonaría Dios, cuando ella sabía que estaba mal y Él sabía que ella lo sabía y ella lo hacía de todos modos, porque quería tener cerca a Nick? Era imposible hacer tratos incesantes con Dios sin que él se preguntara sobre la naturaleza del acuerdo que estaba llevando a cabo. Iba a pagar un precio muy elevado por sus pecados, y solo era cuestión de tiempo que Dios se decidiera a pasar cuentas.
– Dios no se comporta de esa forma, querida. No lleva las cuentas. Es capaz de infinitos actos de perdón. Por eso es nuestro Ser Supremo, el modelo que debemos seguir. No podemos aspirar a alcanzar su nivel de perfección, desde luego, y tampoco lo espera de nosotros. Se limita a pedir que intentemos mejorar, que aprendamos de nuestros errores, y que comprendamos los de los demás.
Con qué sencillez lo había expuesto el señor Sage cuando la había encontrado en la iglesia, aquella noche del pasado octubre. Maggie estaba arrodillada en el segundo banco, frente al crucifijo, con la frente apoyada sobre sus manos enlazadas. Sus oraciones eran muy similares a la de esta noche, solo que entonces había sido la primera vez, sobre un montón de arrugadas telas alquitranadas, rígidas por la pintura, en un rincón de la trascocina de Cotes Hall, cuando Nick la desnudó, la tendió en el suelo, la puso a punto a punto a punto.
– No lo haremos -había dicho, como esta noche-. Dime cuándo he de parar, Mag.
Y no cesó de repetir «dime cuándo he de parar Maggie, dime dime», mientras le cubría la boca con la suya y sus dedos obraban efectos mágicos entre sus piernas y ella se apretaba y apretaba contra su mano. Deseaba calor y proximidad. Necesitaba que la abrazaran. Ansiaba ser parte de algo más que ella misma. El era la promesa viviente de todo cuanto deseaba, allí en la trascocina. Solo tenía que acceder.
Lo inesperado fue la reacción posterior, el momento en que «las chicas buenas no lo hacen» inundó su conciencia como el diluvio de Noé: los chicos no respetan a las chicas que… Se lo cuentan a todos sus amigos… Basta con que digas no, tú puedes hacerlo… Solo quieren una cosa, solo piensan en una cosa… ¿Quieres pillar una enfermedad?… Si te quedas embarazada, ¿crees que él seguirá mostrándose tan ardiente?… Te has entregado una vez, has cruzado una barrera con él, ahora te perseguirá una y otra vez… No te quiere, si lo hiciera, no habría…
Y por eso había ido a San Juan Bautista para asistir a las vísperas. Apenas había escuchado la lectura. Apenas había escuchado los himnos. Casi todo el rato había clavado la vista en el crucifijo y el altar que se alzaba al otro lado. En él, los Diez Mandamientos, grabados en ominosas tablas de bronce individuales, ocupaban los retablos, y la atención de Maggie se centró, sin que pudiera evitarlo, en el sexto mandamiento. Era la fiesta de la cosecha. Los peldaños del altar estaban sembrados de ofrendas. Gavillas de trigo, calabacines amarillos y verdes, cestas de patatas nuevas y varios kilos de judías llenaban la iglesia con el potente aroma del otoño. Sin embargo, Maggie apenas era consciente de lo que la rodeaba, al igual que de los rezos y el órgano. La luz de la araña principal, situada en el coro, parecía iluminar directamente los retablos de bronce, y la palabra «adulterio» oscilaba ante sus ojos. Daba la impresión de aumentar de tamaño, daba la impresión de señalar y acusar.
Intentó convencerse de que cometer adulterio significaba que una de las partes, como mínimo, estaba unida por votos matrimoniales que iba a quebrantar, pero sabía que toda una secuela de comportamientos detestables acechaba bajo aquella simple palabra, y ella los había perpetrado casi todos: pensamientos impuros sobre Nick, deseo infernal, fantasías sexuales, y ahora fornicación, el peor pecado. Estaba negra y corrompida, destinada a la condenación.
Si pudiera renunciar a su comportamiento, retorcerse de asco por el acto en sí y lo que sentía cuando lo realizaba, tal vez Dios la perdonaría. Si después del acto se hubiera sentido sucia, tal vez El pasaría por alto aquel pequeño lapso. Si no lo deseara -y a Nick, y al indescriptible calor de sus cuerpos entrelazados-, una y otra vez, entonces, allí mismo, en la iglesia.