El tráfico se detuvo en la calle Craven, y ocho personas más aprovecharon para subir al autobús. Empezó a llover. Como en respuesta a aquellos tres acontecimientos, la mujer con aspecto de abuela exhaló un tremendo suspiro, y Traje de Agua se apoyó con más fuerza en el mango del paraguas. Deborah trató de contener la respiración y empezó a sentirse débil.
Cualquier cosa -viento, lluvia, truenos o un encuentro con los Cuatro Jinetes del Apocalipsis- sería mejor que aquello. Otra entrevista con Richie Rica sería mejor. Cuando el autobús avanzó unos centímetros en dirección a Trafalgar Square, Deborah se abrió paso entre cinco rapados, dos rockeros punk, media docena de amas de casa y un alegre grupo de turistas norteamericanos que charlaban por los codos. Llegó a la puerta justo cuando la Columna de Nelson aparecía ante su vista. Saltó con decisión y el viento la acogió. La lluvia repiqueteó sobre su cara.
Sabía que era inútil abrir el paraguas. El viento lo rasgaría como papel de seda y lo arrastraría por la calle. En consecuencia, buscó refugio. La plaza estaba desierta, una amplia extensión de hormigón, fuentes y leones acuclillados. La plaza, desprovista por una vez de sus habituales palomas, y de los vagabundos que se apostaban junto a las fuentes, trepaban a los leones y animaban a los turistas a dar de comer a las palomas, parecía el monumento al héroe que en teoría era. Sin embargo, en mitad de la tormenta, no prometía el menor cobijo. Al otro lado se alzaba la Galería Nacional, donde algunas personas se atrincheraban en sus abrigos, luchaban con los paraguas y corrían como ratas escaleras arriba. Allí había refugio, y aún más. Comida, si quería. Arte, si lo necesitaba. Y la perspectiva de distraerse, lo cual anhelaba desde hacía ocho meses.
Cuando el agua empezó a resbalar desde su pelo hasta la nuca, Deborah bajó a toda prisa los peldaños del metro, recorrió el túnel peatonal y salió a la plaza al cabo de pocos momentos. La cruzó a buen paso, con la carpeta apretada contra el pecho, mientras el viento tironeaba de su abrigo y constantes oleadas de lluvia se abatían sobre ella. Cuando llegó a la puerta de la galería, tenía los zapatos encharcados, las medias sucias, y notaba el cabello como si fuera una gorra de lana mojada.
¿Adonde ir? Hacía eones que no entraba en la galería. Qué vergüenza, pensó. Se supone que soy una artista.
La verdad era que siempre se sentía abrumada en los museos, y víctima indefensa de la saturación estética al cabo de un cuarto de hora. Otras personas podían caminar, mirar y comentar las pinceladas con la nariz a solo diez centímetros de la tela, pero Deborah, al décimo cuadro, ya había olvidado el primero.
Dejó sus cosas en la consigna, cogió un plano del museo y empezó a vagar, satisfecha de haber huido del frío y alentada por la idea de que la galería contenía una amplísima gama de atractivos, suficientes para proporcionarle un respiro temporal. Aunque se hubiera quedado sin el trabajo, las exposiciones de la galería bastarían para que olvidara el tema durante unas horas. Con un poco de suerte, el trabajo de Simon le retendría aquella noche en Cambridge. La discusión no se reanudaría. Compraría un poco más de tiempo.
Echó un vistazo al plano del museo, en busca de algo que la interesara. Primitivos italianos, Italianos del siglo XV, Holandeses del siglo XVII, Ingleses del siglo XVIII. Solo un artista era mencionado por su nombre: Leonardo, Dibujo, Sala 7.
Encontró la sala con facilidad, encerrada en sí misma, no más grande que el estudio de Simon en Chelsea. Al contrario que las salas de exposición por las que había pasado, la Sala 7 solo contenía una pieza, la composición a gran escala de la Virgen y el Niño, con santa Ana y san Juan Bautista niño, obra de Leonardo da Vinci. También al contrario que las otras salas, la Sala 7 era como una capilla, apenas iluminada por tenues luces protectoras enfocadas sobre la obra, y estaba amueblada con una serie de bancos, para que los admiradores pudieran contemplar lo que el plano del museo llamaba una de las obras más hermosas de Leonardo. En aquel momento, no había ningún otro admirador.
Deborah se sentó ante el cuadro. Notó que su espalda se ponía rígida y un núcleo de tensión se formaba en su nuca. No era inmune a la magnífica ironía de su elección.
Era a causa de la expresión de la Virgen, aquella máscara de devoción y amor abnegado. Era a causa de los ojos de santa Ana -profunda comprensión en un rostro feliz-, que miraban en dirección a la Virgen. Pues ¿quién podría comprender mejor que santa Ana, que contemplaba a su amada hija, sosteniendo amorosa al maravilloso niño que había dado a luz? Y al niño, que se removía en los brazos de su madre y extendía las manos hacia su primo el Bautista, y que en aquel mismo momento ya empezaba a alejarse de su madre…
En eso haría hincapié Simon, en el alejamiento. Era el científico quien hablaba, sereno, analítico, proclive a contemplar el mundo en términos prácticos y objetivos, derivados de las estadísticas. Su visión del mundo (su propio mundo, en realidad) era diferente del de ella. Simon podía decir: «Escucha, Deborah, existen otros vínculos, además de los de sangre…», porque era fácil para él poseer aquella inclinación filosófica en particular. Para ella, la vida era definida por términos muy distintos.
Conjuró sin el menor esfuerzo la imagen de la fotografía que la silla de Rica había rasgado y destrozado: la brisa primaveral que agitaba el escaso cabello de su padre, la sombra similar al ala de un ave que arrojaba la rama de un árbol sobre la losa de la tumba de su madre, el brillo del sol sobre los narcisos que estaba colocando en un jarrón, como pequeñas trompetas, la propia mano, que sostenía las flores con los dedos cerrados con fuerza alrededor de los tallos, como se habían cerrado cada cinco de abril de los últimos dieciocho años. Su padre tenía cincuenta y ocho años. Era su único vínculo de carne y hueso.
Deborah contempló el cuadro. Las dos figuras femeninas habrían comprendido lo que su marido no podía: el poder, la bendición, la inefable admiración de la vida creada y surgida de la propia.
– Quiero que concedas a tu cuerpo un descanso de un año, como mínimo -había dicho el médico-. Llevas seis abortos, cuatro espontáneos solo en los últimos nueve meses. Hemos detectado estrés físico, una pérdida de sangre peligrosa, desequilibrio hormonal y…
– Probemos fármacos para la fertilidad -dijo ella.
– No me has escuchado. En este momento, está fuera de toda consideración.
– In vitro, pues.
– Ya sabes que la fecundación no es el problema, Deborah, sino la gestación.
– Me quedaré los nueve meses en la cama. No me moveré. Haré cualquier cosa.
– Entonces, ponte en una lista de adopción, empieza a utilizar anticonceptivos y vuelve a probar el año que viene por esta época. Porque si sigues quedándote embarazada de esta manera, antes de los treinta te verás abocada a una histerectomía.
Escribió la receta.
– Pero tiene que haber un medio -le dijo ella, en tono sereno. No debía aparentar disgusto. El paciente no debe transparentar jamás tensión mental o emocional, porque el médico lo apuntaría en su expediente, y podría ser utilizado contra ella.
El médico no dejaba de comprenderla.
– Lo hay -dijo- el año que viene. Cuando tu cuerpo haya tenido la oportunidad de curar. Entonces, estudiaremos todas las posibilidades. In vitro, fármacos para la fertilidad, lo que sea. Haremos todas las pruebas posibles. Dentro de un año.
Y, obediente, empezó a tomar la píldora, pero cuando Simon llegó a casa con los formularios de adopción, se negó a colaborar.
Era absurdo pensar en ello ahora. Se obligó a clavar la vista en el cuadro. Los rostros eran serenos, decidió. Parecían bien definidos. El resto de la obra era, sobre todo, una impresión, plasmada como una serie de interrogantes que jamás recibirían contestación. ¿La Virgen levantaría o bajaría el pie? ¿Continuaría señalando hacia el cielo santa Ana? ¿Acariciaría la mano regordeta del Niño la barbilla del Bautista? Y al fondo, ¿se veía el Gólgota, o quizá se trataba de un futuro demasiado amargo para aquel momento de tranquilidad, que era mejor no ver ni anunciar?