Выбрать главу

Maggie agitó la botella y observó que el aceite se deslizaba sobre la superficie del vinagre. La mano de su madre se cerró sobre su muñeca. Maggie sintió el brusco entumecimiento de sus dedos.

– Me haces daño.

– Pues habla, Margaret. Dime que Nick Ware no ha estado aquí esta noche. Dime que no te has acostado con él. Porque apestas a sexo. ¿No lo notas? ¿No te has dado cuenta de que hueles como una puta?

– ¿Y qué? Tú también hueles a lo mismo.

Los dedos de su madre se contrajeron convulsivamente, y sus cortas uñas se clavaron en la muñeca de Maggie. Esta gritó y trató de soltarse, pero solo consiguió golpear con sus manos trabadas la botella de cristal, que cayó al fregadero. La mezcla formó un charco gelatinoso. Al derramarse, dejó cuentas rojas y doradas sobre la porcelana blanca.

– Piensas que me merezco ese comentario, supongo -dijo Juliet-. Has decidido que follar con Nick es la manera perfecta de practicar el ojo por ojo. Es eso lo que quieres, ¿verdad? ¿No es eso lo que deseas desde hace meses? Mamá se echa un amante y tú se lo harás pagar, aunque sea lo último que hagas.

– No tiene nada que ver contigo. Me da igual lo que hagas. Me da igual cómo lo hagas. Me da igual cuándo. Amo a Nick. Y él me ama.

– Entiendo. Cuando te deje embarazada y te enfrentes a la tesitura de tener un hijo suyo, ¿te seguirá amando? ¿Dejará el colegio para manteneros a los dos? ¿Qué te parecerá, Margaret Jane Spence, ser madre antes de cumplir catorce años?

Juliet la soltó y entró en la anticuada despensa. Maggie se frotó la muñeca y escuchó el airado sonido de recipientes herméticos que se abrían y cerraban sobre la agrietada encimera de mármol. Su madre volvió, llevó la tetera al fregadero y la puso a hervir sobre el fogón.

– Siéntate -ordenó.

Maggie vaciló y pasó los dedos por el aceite y vinagre que aún quedaban en el fregadero. Sabía lo que se avecinaba, exactamente lo que había ocurrido después de su primer escarceo con Nick en octubre, pero al contrario que en octubre, esta vez comprendió lo que aquella palabra presagiaba, y un escalofrío recorrió su espalda. Qué estúpida había sido, tres meses antes. ¿Qué había imaginado? Cada mañana, mamá le llevaba la taza de liquido espeso que pasaba por ser su té especial femenino. Maggie torcía el gesto y bebía obedientemente, creyendo a pies juntillas que era el complemento vitamínico que decía su madre, algo que todas las chicas necesitaban cuando se convertían en mujeres. Pero ahora, en combinación con las palabras pronunciadas por su madre momentos antes, recordó una conversación que su madre había mantenido en voz baja con la señora Rice, en esta misma cocina, casi dos años atrás, cuando la señora Rice suplicó algo para «matarlo, impedirlo, te lo ruego, Juliet», y mamá replicó: «No puedo hacerlo, Marion. Es un juramento privado, pero juramento a fin de cuentas, y quiero cumplirlo. Si quieres deshacerte de eso, ve a una clínica». Al oír aquello, la señora Rice se puso a llorar y dijo: «Ted no quiere ni oír hablar de ello. Me mataría si averiguara que he hecho algo…». Seis meses después, nacieron los gemelos.

– He dicho que te sientes -repitió Juliet.

Vertió agua sobre la raíz, seca y apergaminada. El vapor expandió su olor acre. Añadió dos cucharadas soperas de miel al brebaje, lo agitó enérgicamente y lo llevó a la mesa.

– Ven aquí.

Maggie recordó los violentos retortijones inútiles que provocaba el estimulante, un dolor fantasmal que brotaba de su memoria.

– No pienso beber eso.

– Lo harás.

– No. Quieres matar al niño, ¿eh? Mi niño, mamá. Mío y de Nick. Ya lo hiciste una vez, en octubre. Dijiste que eran vitaminas, para fortalecer mis huesos y darme más energías. Dijiste que las mujeres necesitaban más calcio que las niñas, y como yo ya no era una niña, necesitaba beberlo. Pero estabas mintiendo, ¿verdad? ¿Verdad, mamá? Querías asegurarte de que no tuviera un bebé.

– No te pongas histérica.

– Piensas que ha ocurrido, ¿verdad? Crees que llevo un bebé en mi interior, ¿eh? Por eso quieres que beba eso.

– Si ha ocurrido, nos aseguraremos de que no siga adelante, eso es todo.

– ¿A un bebé? ¿A mi bebé? ¡No!

El borde de la encimera se clavó en la espalda de Maggie cuando esta retrocedió.

Juliet dejó la taza sobre la mesa y apoyó una mano en su cadera. Se masajeó la frente con la otra mano. A la luz de la cocina, parecía demacrada. Las hebras grises de su cabello se veían más deslustradas y abundantes.

– Entonces, ¿qué pensabas hacer con el aceite y el vinagre, sino intentar, aunque fuera ineficaz, detener la concepción de un niño?

– Eso es…

Maggie se volvió hacia el fregadero, derrotada.

– ¿Diferente? ¿Por qué? ¿Porque es fácil? ¿Porque lo destruye sin dolor, interrumpe el proceso antes de que empiece? Muy conveniente para ti, Maggie. Por desgracia, no va a ser así. Ven aquí. Siéntate.

Maggie acercó hacia ella el aceite y el vinagre, en un gesto protector e inútil. Su madre continuó.

– Aun en el caso de que el aceite y el vinagre fueran anticonceptivos eficaces, cosa que no son, por cierto, una aspersión es completamente inútil si se realiza pasados cinco minutos del coito.

– Me da igual. No los iba a utilizar para eso. Solo quería lavarme. Como tú has dicho.

– Entiendo. Muy bien. Como quieras. Bien, ¿vas a beber esto, o vamos a discutir, negar y jugar con la realidad toda la noche? Porque ninguna de ambas saldrá de esta cocina hasta que lo hayas bebido, Maggie, tenlo por seguro.

– No beberé. No me puedes obligar. Tendré el niño. Es mío. Lo tendré. Lo querré.

– No sabes lo más importante de querer a alguien.

– ¡Si!

– ¿De veras? Entonces, ¿qué significa hacer una promesa a alguien que quieres? ¿Simples palabras? ¿Algo que se dice para salir del paso? ¿Algo que se dice para aplacar los sentimientos? ¿Algo que te ayuda a conseguir lo que deseas?

Maggie sintió que las lágrimas se agolpaban detrás de sus ojos, de su nariz. Todas las cosas esparcidas sobre la encimera -una tostadora mellada, cuatro latas, un mortero con su majadero, siete tarros de cristal- brillaron cuando empezó a llorar.

– Me hiciste una promesa, Maggie. Llegamos a un acuerdo. ¿Debo recordártelo?

Maggie agarró el grifo del fregadero y lo movió de un lado a otro, sin otro propósito que experimentar la certidumbre del contacto con algo que podía controlar. Punkin saltó a la encimera y se acercó a ella. Se movió entre las botellas y tarros, y se detuvo para olfatear las migas que quedaban en la tostadora. Emitió un maullido quejumbroso y se frotó contra su brazo. Maggie extendió la mano sin verlo y apoyó la cabeza sobre el cuello del animal, que olía a heno mojado. Su pelaje se adhirió a la senda que las lágrimas estaban dejando en las mejillas de la muchacha.

– Si no nos marchábamos del pueblo, si yo accedía a no irnos esta vez, tú te encargarías de que yo nunca lo lamentara. Me harías sentir orgullosa. ¿Te acuerdas? ¿Recuerdas que me diste tu palabra solemne? Estabas sentada a esta misma mesa, en agosto pasado, llorando y suplicando que nos quedáramos en Winslough. «Solo por esta vez, mamá. No volvamos a marcharnos, por favor. Aquí tengo muy buenas amigas, amigas especiales, mamá. Quiero terminar el colegio. Haré cualquier cosa. Por favor, quedémonos.»

– Era la verdad. Mis amigas. Josie y Pam.

– Era una variación sobre la verdad, menos que la verdad a medias, si quieres. Por eso, sin duda, antes de dos meses te estabas revolcando en el suelo, y Dios sabe qué más, con un palurdo de quince años.

– ¡Eso no es verdad!

– ¿Qué parte, Maggie? ¿Qué te revolcabas con Nick, o que te bajabas las bragas con cualquier patán que quería echarte un polvo?

– ¡Te odio!

– Sí. Desde que esto empezó, lo has dejado bien claro. Y lo lamento, porque yo no te odio.