– José no está. Sí. Por supuesto. José no está.
Deborah se volvió al oír un susurro y vio que un hombre, cubierto con un amplio abrigo empapado, una bufanda alrededor del cuello, y un sombrero flexible en la cabeza, como si continuara en la calle, había entrado en la sala. Daba la impresión de que no había reparado en su presencia y, de no haber hablado, Deborah tampoco se habría fijado en él. Vestía completamente de negro, y se refugió en la parte más alejada de la sala.
– José no está -repitió, resignado.
Jugador de rugby, pensó Deborah, porque era alto y parecía robusto debajo del impermeable. Y sus manos, que aferraban un plano enrollado del museo frente a él, como un cirio apagado, eran grandes, de dedos romos, y muy capaces, imaginó, de empujar a un lado a otros jugadores mientras corría por el campo.
Ahora no corría, aunque se movió hacia delante, hasta un cono de luz. Sus pasos parecían reverentes. Con los ojos clavados en el Da Vinci, se quitó el sombrero, como hacen los hombres en la iglesia. Lo dejó caer sobre un banco. Se sentó.
Llevaba zapatos de suela gruesa -zapatos prácticos, zapatos de campo- y los balanceaba sobre sus bordes exteriores, mientras sus manos colgaban entre las rodillas. Al cabo de un momento, pasó la mano por su cabello ralo, del color grisáceo del hollín. Más que un gesto destinado a cuidar de su apariencia fue un gesto de meditación. Su rostro, alzado para estudiar el Da Vinci, sugería dolor y preocupación, con bolsas bajo los ojos y profundas arrugas en la frente.
Apretó los labios. El superior era grueso, delgado el inferior. Formaron un surco de aflicción en su cara, y dio la sensación de que intentaban contener sin éxito un torbellino interior. Un compañero de fatigas, pensó Deborah. Su sufrimiento la conmovió.
– Es una pintura muy hermosa, ¿verdad? -Habló en el tono semisusurrado que se adopta automáticamente en los sitios consagrados a la oración o la meditación-. Es la primera vez que la veo.
El hombre se volvió hacia ella. Era moreno, mayor de lo que parecía al principio, y dio la impresión de que le sorprendía ser abordado de repente por una desconocida.
– Y yo -respondió.
– En mi caso, es horrible, teniendo en cuenta que vivo en Londres desde hace dieciocho años. Me pregunto qué más me he perdido.
– José.
– ¿Perdón?
El hombre utilizó el plano del museo para indicar la obra.
– Falta José, y siempre faltará. ¿No se ha dado cuenta? Siempre, la Madonna y el Niño.
Deborah contempló de nuevo la obra.
– Nunca se me había ocurrido, la verdad.
– O la Virgen y el Niño. O la Madre y el Niño. O la Adoración de los Magos con la vaca, el asno y un par de ángeles. Pero muy pocas veces sale José. ¿Nunca se ha preguntado por qué?
– Tal vez… Bueno, en realidad no era su padre, ¿verdad?
El hombre cerró los ojos.
– Santo Dios -murmuró.
Parecía tan conmocionado que Deborah se apresuró a continuar.
– Quiero decir, nos han enseñado a creer que él no era el padre, pero no lo sabemos con certeza. ¿Cómo íbamos a saberlo? No estábamos allí. Ella no llevó un diario de su vida. Solo nos han dicho que el Espíritu Santo bajó con un ángel, o algo por el estilo, y… No sé cómo se lo montaron, desde luego, pero fue un milagro, ¿no? Un momento antes era virgen, y al siguiente ya estaba embarazada, y al cabo de nueve meses… ya tenía a su bebé, y lo abrazaba sin acabar de creer que era real, supongo. Era suyo, suyo de verdad, el niño que había anhelado desde… Bueno, si cree en milagros.
No se dio cuenta de que había empezado a llorar hasta que vio cambiar la expresión del desconocido. Después, tuvo ganas de reír, debido a lo absurdo de la situación. Aquel dolor psíquico era de lo más ridículo. Se lo estaban pasando como una pelota de tenis.
El desconocido sacó un pañuelo del bolsillo del impermeable. Lo oprimió, arrugado, contra su mano.
– Por favor -dijo con gran seriedad-. Está limpio. Solo lo he utilizado una vez, para secarme la lluvia de la cara.
Deborah lanzó una carcajada temblorosa. Apretó el pañuelo debajo de sus ojos y se lo devolvió.
– Los pensamientos se encadenan así, ¿verdad? Te pillan desprevenida. Crees que estás muy protegida, y de repente, dices algo que, en apariencia, es razonable y neutro, pero nunca estás a salvo de lo que intentas no sentir.
El hombre sonrió. El resto de su persona se veía cansada y envejecida, con arrugas en los ojos y un inicio de papada, pero su sonrisa era cálida.
– A mí me pasa lo mismo. Entré aquí en busca de un refugio de la lluvia, y me topé con este cuadro.
– ¿Y pensó en san José, cuando en realidad no lo deseaba?
– No. En cierto modo, había pensado en él. -Devolvió su pañuelo al bolsillo y prosiguió, en un tono más ligero-. De hecho, me habría gustado pasear por un parque. Me dirigía al de St. James cuando volvió a llover. Por lo general, me gusta pensar al aire libre. Soy un campesino de corazón, y si alguna vez he de pensar o decidir algo, siempre procuro hacerlo al aire libre. Una buena caminata despeja la cabeza, y también el corazón. Aclara los pros y los contras de la vida.
– Puede que los aclare, pero no los soluciona. Yo no puedo, al menos. No puedo decir que sí solo porque la gente quiere que lo haga, por mucha razón que tenga.
El hombre desvió la vista hacia el cuadro. Apretó con más fuerza el plano del museo.
– A mí también me cuesta, en ocasiones -dijo-. Por eso salí a tomar el aire. Me disponía a dar de comer a los gorriones en el puente del parque de St. James. Quería verlos picotear en mi palma, mientras todos los problemas se iban solucionando. -Se encogió de hombros y sonrió con tristeza-. Entonces, se puso a llover.
– Y vino aquí. Y vio que san José no estaba.
El hombre se puso el sombrero. El ala arrojó una sombra triangular sobre su cara.
– Y usted, imagino que vio al Niño.
– Sí.
Deborah forzó una breve y tensa sonrisa. Miró a su alrededor, como si ella también tuviera que recoger algunas cosas antes de marcharse.
– Dígame, ¿se trata de un niño que desea, uno que murió, o uno del que quiere deshacerse?
– ¿Deshacerme?
El hombre se apresuró a levantar la mano.
– Uno que desea -dijo-. Lo lamento. Tendría que haberlo comprendido. Tendría que haber reconocido el anhelo. Dios de los cielos, ¿por qué son tan ciegos los hombres?
– Quiere que adoptemos uno. Yo quiero un hijo mío, su hijo, una familia real, una que nosotros crearemos, en lugar de una solicitud. Ha traído los papeles a casa. Descansan sobre su escritorio. Solo tengo que rellenar mi parte y firmar, pero no puedo hacerlo. No sería mío, le digo. No saldría de mí. No saldría de nosotros. No podría quererle de la misma manera si no fuera mío.
– No. Eso es cierto. No le querría de la misma forma.
Deborah le cogió del brazo. La lana del abrigo estaba mojada, y el tacto era áspero.
– Usted comprende. El no. Dice que existen relaciones que trascienden los lazos de sangre, pero a mí no me pasa. Y no entiendo por qué le pasa a él.
– Quizá sabe que los hombres deseamos aquello que nos cuesta conseguir, algo por lo que abandonamos todo lo demás, con mucha mayor fuerza que las cosas que caen en nuestro poder por casualidad.
Deborah le soltó el brazo. Su mano cayó con un golpe sordo sobre el banco, en el espacio que les separaba. Sin saberlo, el hombre había repetido las palabras de Simon. Era como si su marido estuviera en la sala con ella.