Se preguntó cómo había podido confiarse a un extraño. Deseo desesperadamente que alguien me defienda, pensó, busco un campeón que enarbole mi estandarte. Ni siquiera me importa quién sea ese campeón, en tanto comprenda mi punto de vista, me dé la razón, y luego me deje proseguir mi camino.
– No puedo evitar lo que siento -dijo con voz hueca.
– Querida mía, no estoy seguro de que alguien pueda. -El hombre aflojó el nudo de la bufanda y se desabrochó el abrigo, para introducir la mano en el bolsillo interior-. Yo diría que necesita un paseo al aire libre para pensar y aclarar sus ideas, pero necesita aire puro. Cielos amplios y amplias vistas. No encontrará eso en Londres. Si le apetece dar el paseo por el norte, en Lancashire será bienvenida. Le tendió su tarjeta.
«Robin Sage -rezaba-, Vicaría de Winslough.»
– Vic…
Deborah levantó la vista y vio lo que el abrigo y la bufanda habían ocultado hasta aquel momento, el alzacuellos blanco almidonado. Tendría que haberlo adivinado al instante por el color de sus ropas, la charla sobre san José, la reverencia con que había contemplado el cuadro de Da Vinci.
No era de extrañar que le hubiera resultado tan fácil revelarle sus problemas y aflicciones. Se había confesado con un clérigo de la Iglesia anglicana.
DICIEMBRE
La nieve
Brendan Power giró en redondo cuando la puerta se abrió con un crujido y su hermano menor Hogarth entró en el frío glacial de la sacristía de la iglesia de San Juan Bautista, en el pueblo de Winslough. Detrás de él, el organista, acompañado por una sola voz, trémula y, sin duda, espontánea, interpretaba All Ye Who Seek for Sure Relief, como propina a God Moves in a Mysterious Way [1].
Brendan no albergaba dudas de que ambas piezas constituían el comentario consolador, pero no solicitado, del organista sobre los incidentes de la mañana.
– Nada -anunció Hogarth-. Ni rastro del vicario. Todos los que están a su lado tiemblan como hojas, Bren. Su mamá lloriqueaba que el banquete nupcial iba a estropearse, ella siseaba algo sobre vengarse de una «puerca asquerosa», y su papá acaba de salir «a la caza de esa rata». Vaya gente, esos Townley-Young.
– Puede que aún te vayas a librar, Bren.
Tyrone, su hermano mayor, padrino de bodas y, por derecho propio, la única otra persona que podía estar en la sacristía, aparte del vicario, habló en tono esperanzado, mientras Hogarth cerraba la puerta a su espalda.
– No caerá esa breva -contestó Hogarth.
Hurgó en el bolsillo de la chaqueta de su levita alquilada que, pese a los esfuerzos del sastre, no lograba evitar que sus hombros parecieran la encarnación de las laderas del monte Pendle. Sacó un paquete de Silk Cut, rascó una cerilla sobre el frío suelo de piedra y encendió un cigarrillo.
– Lo tiene cogido por los huevos, Ty. No te engañes. Que te sirva de lección. Guárdalos en los pantalones hasta que les encuentres un hogar apropiado.
Brendan dio media vuelta. Los dos le querían, los dos intentaban consolarle, pero ni las bromas de Hogarth ni el optimismo de Tyrone iban a cambiar la realidad de aquel día. Se casaría con Rebecca Townley-Young contra viento y marea. Intentó no pensar en ello, cosa que no había dejado de hacer desde que Rebecca entró en su oficina de Clitheroe con el resultado de su prueba de embarazo.
– No sé cómo ocurrió -dijo-. Nunca he tenido el período regular. El médico llegó a decirme que debería medicarme para regularlo, si algún día quería tener descendencia. Y ahora… Mira dónde hemos ido a parar, Brendan.
«Mira lo que me has hecho», era el mensaje subliminal, al igual que: «¡Y tú, Brendan Power, el socio más joven de la firma legal de papá! Tsch, tsch. Sería una pena que te despidieran».
Pero no hacía falta que lo dijera. Lo único que necesitó decir, con la cabeza gacha como si hiciera penitencia, fue:
– Brendan, no sé qué voy a decirle a papá. ¿Qué haré?
Un hombre en otra tesitura habría contestado: «Deshazte de él, Rebecca», y habría reanudado su trabajo. Un tipo de hombre diferente, en la misma tesitura de Brendan, habría dicho lo mismo, pero faltaban dieciocho meses para que St. John Andrew Townley-Young decidiera cuál de sus abogados se encargaría de sus negocios y su fortuna cuando el actual socio mayoritario se jubilara, y las consecuencias secundarias de aquella decisión no eran del tipo que Brendan podía tomarse a la ligera: introducirse en la sociedad, una promesa de más clientes pertenecientes a la clase de los Townley-Young, y un avance meteórico en su carrera.
Las oportunidades que prometía la protección de Townley-Young habían impulsado a Brendan a relacionarse con su hija de veintiocho años. Llevaba en la firma apenas un año. Ardía en deseos de hacerse un lugar en el mundo. Por lo tanto, cuando por mediación del socio mayoritario, St. John Andrew Townley-Young había cursado una invitación a Brendan para que acompañara a la señorita Townley-Young a la subasta de caballos y ponis de la feria de Cowper Day, Brendan había pensado que era un golpe de suerte demasiado tentador para rechazarlo.
En aquella época, no le había hecho ascos a la idea. Si bien era cierto que, aun en las mejores condiciones -después de una buena noche de sueño, una hora y media entregada de lleno a sus maquillajes y rizadores de pelo, y vestida con sus mejores ropas-, Rebecca todavía tendía a parecerse a la reina Victoria en sus años de decadencia, Brendan había considerado que podía tolerar uno o dos encuentros de buen grado, bajo el disfraz de la camaradería. Confiaba ciegamente en su capacidad de disimulo, consciente de que todo abogado decente llevaba varias gotas de hipocresía en la sangre. Sin embargo, no contaba con la capacidad de Rebecca para decidir, dominar y dirigir el curso de su relación desde el primer momento. La segunda vez que estuvo con ella, Rebecca le llevó a la cama y le cabalgó como el jefe de la cacería cuando avista el zorro. La tercera vez que estuvo con ella, Rebecca le sobó, acarició, pasó por la piedra y se quedó embarazada.
Brendan quería echarle la culpa, pero no podía ocultar el hecho de que, cuando ella jadeaba, brincaba y se aplastaba contra él, con sus extraños y escuálidos pechos colgando sobre su cara, había cerrado los ojos, sonreído y exclamado Dios-qué-pedazo-de-mujer-eres-Becky, sin dejar de pensar ni un momento en su futura carrera.
Así que hoy iban a casarse, sin remisión. Ni siquiera el retraso del reverendo Sage iba a impedir que el futuro de Brendan Power avanzara hacia su objetivo.
– ¿Cuánto se ha retrasado? -preguntó Hogarth.
Su hermano consultó el reloj.
– Media hora.
– ¿Nadie se ha ido de la iglesia?
Hogarth meneó la cabeza.
– Pero se susurra e insinúa que eres tú quien no ha aparecido. He hecho lo posible por salvar tu reputación, muchacho, pero deberías asomar la cabeza al coro y tranquilizar a las masas. No sé si será suficiente para tranquilizar a tu novia, sin embargo. ¿Quién es esa puerca a la que odia? ¿Ya te has montado alguna historia? No te culpo. Que Becky te la ponga tiesa debe de ser realmente difícil, pero a ti siempre te ha atraído la aventura, ¿eh?
– Vale ya, Hogie -dijo Tyrone-. Y apaga el cigarrillo. Estamos en una iglesia, por el amor de Dios.
Brendan se acercó a la única ventana de la sacristía, una ventana ojival hundida en la pared. Los cristales estaban tan polvorientos como la habitación, y limpió una parte para echar un vistazo al día. Vio el cementerio, las losas como impresiones de pulgar deformes color pizarra recortadas contra la nieve, y a lo lejos, las laderas de Cotes Fell, que se alzaban hacia el cielo gris.
– Vuelve a nevar.
Contó, distraído, cuántas tumbas estaban coronadas por ramas de acebo, típicas de la estación; sus bayas rojas brillaban sobre las hojas verdes y puntiagudas. Distinguió siete. Las habrían traído los invitados, porque las guirnaldas y ramas solo se veían levemente salpicadas de nieve.