– ¿Qué pasó después?
– La hermana Ag le atizó de lo lindo y la envió a casa, castigada.
– Bueno, me parece que el castigo ha sido suficiente. Siento mucho respeto por las monjas y sé que no debemos discutir sus actos, pero quisiera que fuesen menos aficionadas a dar palos. Sé que la letra con sangre entra, sobre todo en nuestras duras cabezas irlandesas; pero, a fin de cuentas, era el primer día de Meggie en la escuela.
Frank miró a su padre, sorprendido. Nunca, hasta este momento, había hablado Paddy de hombre a hombre con su hijo mayor. Olvidando su perpetuo resentimiento, se dio cuenta de que, a pesar de su jactancia, Paddy quería a Meggie más que a sus otros hijos. Y casi sintió simpatía por su padre, y sonrió sin desconfianza.
– Pero es una niña valiente, ¿no? -preguntó.
Paddy asintió distraídamente, absorto en su contemplación de la chiquilla. El caballo resopló; Meggie se agitó, dio media vuelta y abrió los ojos. Cuando vio a su padre al lado de Frank, se incorporó de un salto y palideció de miedo.
– Bueno, pequeña Meggie, has tenido un mal día, ¿no?
Paddy se acercó a ella, la levantó y dio un respingo al percibir el olor que despedía. Pero en seguida se encogió de hombros y la estrechó con fuerza.
– Me han pegado, papá -confesó ella.
– Bueno, conociendo, a la hermana Agatha, no será la última vez -rió él, subiéndosela al hombro-. Vamos a ver si mamá tiene agua caliente en el caldero para darte un baño. Hueles peor que las vacas de Jarman.
Frank se asomó a la puerta y observó las dos erguidas cabezas bamboleándose camino arriba. Al volverse, los ojos dulces de la yegua baya le miraban fijamente.
– Vamos, vieja zorra. Voy a llevarte a casa -le dijo, cogiendo el ronzal.
La vomitona de Meggie resultó beneficiosa en definitiva. La hermana Agatha siguió pegándole con regularidad, pero siempre desde la distancia conveniente para no pagar las consecuencias, v ésto reducía la fuerza de su brazo y alteraba su puntería.
La niña morena que se sentaba a su lado era la hija menor del italiano dueño del brillante café azul de Wahine. Se llamaba Teresa Annunzio, y era lo bastante torpe para escapar a la atención de la hermana Agatha, pero no lo suficiente para convertirse en el blanco de sus iras. Cuando le salieron los dientes, resultó ser sumamente linda, y Meggie la adoraba. Durante los ratos de recreo, paseaban cogidas de la cintura, señal de que eran «las mejores amigas» y de que nadie debía entremeterse. Y hablaban, hablaban, hablaban.
Un día, a la hora de almorzar, Teresa la llevó al café para que conociese a sus padres y a sus hermanos y hermanas mayores. Su cabello rubio dorado les encantó tanto como le agradó a ella su tez morena, y, cuando les miró con sus grandes ojos grises y bellamente estriados, la compararon a un ángel. Además, había heredado de su madre un aire indefinible de distinción que todos percibían inmediatamente y que también notó ía familia Annunzio. Tan deseosos como Teresa de complacerla, le dieron patatas fritas en grasa de cordero y un trozo de pescado delicioso, rebozado y frito en el mismo líquido grasiento que las patatas, pero en un recipiente de alambre separado. Meggie no había comido nunca una cosa tan deliciosa, y deseó fervientemente poder comer en el café más a menudo. Pero esto era un acontecimiento especial, que requería el permiso de su madre y de las monjas.
En sus conversaciones en casa, todo era «Teresa dice» y «¿Sabéis lo que ha hecho Teresa?», hasta que Paddy declaró que ya estaba harto de Teresa.
– Creo que no te conviene hacer demasiada amistad con los dagos -murmuró, cediendo a la instintiva desconfianza de la comunidad británica por los morenos del Mediterráneo-. Los dagos son sucios, Meggie; no se lavan a menudo -explicó, débilmente, bajo la mirada de ofendido reproche de Meggie.
Dominado por los celos, Frank le dio la razón. Por consiguiente, Meggie habló menos de su amiga cuando estaba en casa. Pero la desaprobación familiar no podía menguar una amistad limitada por la distancia a los días y horas de escuela; en cuanto a Bob y los pequeños, les complacía que se entretuviese tanto con Teresa, porque así podían correr a sus anchas por el patio de recreo, como si su hermana no existiese.
Las cosas ininteligibles que la hermana Agatha escribía en la pizarra empezaron gradualmente a cobrar sentido, y Meggie aprendió que un «+» significaba que se contaban todos los números para hacer un total, mientras que un «-» quería decir que se quitaban los números de abajo a los de arriba y se obtenía menos de lo que se tenía al principio. Era lista, y habría sido una alumna excelente, si no brillante, si hubiese podido dominar el miedo que sentía por la hermana Agatha. Pero, en el momento en que aquellos ojos taladrantes se volvían a ella y aquella voz seca formulaba una breve pregunta, vacilaba, tartamudeaba y era incapaz de pensar. La aritmética le parecía fácil, pero, cuando tenía que demostrar yer-balmente su habilidad, no podía recordar siquiera que dos y dos son cuatro. La lectura significaba la entrada en un mundo tan fascinante que nunca se cansaba de ella; pero, cuando la hermana Agatha la hacía ponerse en pie y leer un pasaje, apenas si podía pronunciar «gato» y, mucho menos, «miau». Tenía la impresión de estar siempre temblando bajo los sar-cásticos comentarios de la hermana Agatha, o de ruborizarse intensamente porque el resto de la clase se reía de ella. Porque era siempre su pizarra la que exhibía la hermana Agatha para burlarse de ella, o sus hojas de papel laboriosamente escritas, para demostrar la fealdad de un trabajo descuidado. Algunos niños ricos tenían la suerte de poseer gomas de borrar, pero Meggie no tenía más goma que la punta del dedo, que lamía y frotaba sobre sus errores, hasta que la escritura se convertía en un borrón y el papel se deshacía en diminutas morcillas. Como esto agujereaba el papel, estaba severamente prohibido, pero ella era capaz de todo para evitar las reprimendas de la hermana Agatha.
Hasta su ingreso, Stuart había sido el blanco principal de la vara y del veneno de la hermana Agatha. Pero Meggie era un blanco mucho mejor, porque la serena tranquilidad de Stuart y su imperturbabilidad de santurrón eran unos huesos duros de roer, incluso para la hermana Agatha. Por otra parte, Meggie temblaba y se ponía colorada como un tomate, a pesar de sus esfuerzos de seguir enérgicamente la línea de comportamiento de los Cleary, tal como la había definido Frank. Stuart compadecía muchísimo a Meggie y trataba de facilitarle las cosas, atrayendo deliberadamente las iras de la monja sobre su propia cabeza. Ella comprendía en seguida el truco y se enfadaba aún más, al ver que el espíritu de clan de los Cleary era tan manifiesto con la niña como lo había sido entre los chicos. Si alguien le hubiese preguntado por qué se ensañaba tanto con los Cleary, no habría sabido qué decir. Pero, para una monja vieja y amargada por el rumbo de su vida como la hermana Agatha, una familia orgullosa y susceptible como la de los Cleary no era fácil de tragar.
El peor pecado de Meggie era que era zurda. Cuando cogió cuidadosamente el pizarrín para su primera lección de escritura, la hermana Agatha se le echó encima como César sobre los galos.
– Meghann Cleary, ¡suelta el pizarrín! -tronó.
Así empezó la gran batalla. Meggie era irremediablemente zurda. Cuando la hermana Agatha le doblaba como era debido los dedos de la mano derecha sobre el pizarrín y apoyaba éste en la pizarra, a Meggie empezaba a darle vueltas la cabeza y no tenía la menor idea de lo que había que hacer para que el miembro inútil se moviese como decía la hermana Agatha que podía hacerlo. Se volvía mentalmente sorda, muda y ciega; aquel apéndice inservible estaba tan poco ligado a sus procesos mentales como los dedos de los pies. Trazaba una linea recta hasta salirse de la pizarra, porque no podía desviarla; soltaba el pizarrín, como paralizada; por más que se empeñase la hermana Agatha, la mano derecha de Meggie era incapaz de dibujar una A. Después, disimuladamente, pasaba el pizarrín a su mano izquierda y, doblando extrañamente ésta sobre tres lados de la pizarra, escribía una hilera de aes que parecían de molde.