La hermana Agatha ganó la batalla. Una mañana, al pasar lista, ató el brazo izquierdo de Meggie a su cuerpo con un cuerda y no lo desató hasta que la campana dio las tres de la tarde. Incluso tuvo que comer, pasear y jugar, con el brazo izquierdo inmovilizado. Esto duró tres meses, pero, al fin, aprendió a escribir correctamente según las normas de la hermana Agatha, aunque su caligrafía no fue nunca buena. Para asegurarse de que nunca volvería a emplearlo, la hermana Agatha siguió atándole el brazo izquierdo durante otros dos meses; después de lo cual, reunió a toda la escuela para rezar un rosario de gracias al Todopoderoso, por haber hecho, en Su sabiduría, comprender a Meggie el error de que se había librado. Los niños buenos empleaban la derecha; los zurdos eran hijos del demonio, sobre todo si eran pelirrojos.
Aquel primer año de escuela, Meggie perdió su lozanía de niña pequeña y adelgazó mucho, aunque creció un poco. Empezó a roerse las uñas hasta la carne, y tuvo que soportar que la hermana Agatha la hiciese desfilar delante de todos los pupitres de la escuela y mostrar las manos, para que todos los niños viesen lo feas que eran las uñas mordidas. Y esto, aunque la mitad de los niños de cinco a quince años se mordían las uñas igual que Meggie.
Fee sacó el frasco de acíbar y untó las puntas de los dedos de Meggie con el horrible producto. Todos los miembros de la familia se comprometieron a no darle la menor oportunidad de quitarse el acíbar, y, cuando las otras niñas de la escuela advirtieron las delatoras manchas pardas en los dedos, se burlaron de ella. Si se llevaba los dedos a la boca el sabor era verdaderamente horripilante; entonces, desesperada, escupía en el pañuelo y se frotaba las puntas de los dedos hasta casi despellejarlas, para que supiesen menos amargas. Paddy sacó su varilla, un instrumento mucho menos cruel que el palo de la hermana Aga-tha, y la persiguió alrededor de la cocina. Era enemigo de pegar a los niños en las manos, en la cara o en las nalgas; sólo en las piernas. Las piernas dolían igual que otras partes del cuerpo, decía, y no se lesionaban. Sin embargo, a pesar del acíbar, de las burlas, de la hermana Agatha y de la varilla de Paddy, Meggie siguió royéndose las uñas.
Su amistad con Teresa Annunzio era el gozo de su vida, lo único que le hacía la escuela llevadera. Durante la clase, ansiaba que llegase la hora del recreo para sentarse con Teresa al pie de la gran higuera, enlazadas las dos por la cintura, y hablar y hablar y hablar. Hablaban de la extraordinaria y exótica familia de Teresa, de sus numerosas muñecas, de su juego de té de auténtica porcelana con dibujos chinos.
Cuando Meggie vio aquel juego de té, se quedó pasmada. Se componía de ciento ocho piezas, tazas y platos y fuentes diminutos, una tetera y una azucarera y una jarrita de leche y una jarrita de crema, con cuchillos y cucharas y tenedores de tamaño proporcionado a una muñeca. Teresa tenía innumerables juguetes; además de ser mucho menor que la hermana que la precedía en edad, pertenecía a una familia italiana, lo cual significaba que la querían apasionadamente y que la mimaban con todos los recursos monetarios de su padre. Cada niña miraba a la otra con respeto y envidia, aunque Teresa nunca ambicionó la educación estoica y calvinista de Meggie. ¿No podía correr hacia su madre y abrazarla y cubrirla de besos? ¡Pobre Meggie!
En cuanto a Meggie, no podía comparar la cortés y distinguida madrecita de Teresa con la suya, siempre erguida y seria; por lo que nunca pensó: Quisiera que mamá me besara y abrazara. En cambio, sí que pensó: Quisiera que la mamá de Teresa me abrazase y me besase. Aunque las imágenes de besos y abrazos estaban mucho menos en su mente que las del juego de té de porcelana. ¡Tan delicado, tan fino y transparente, tan hermoso! ¡Oh, si ella pudiese tener un juego como aquél y servirle el té a Agnes en una tacHa azul y blanca, colocada sobre un platito azul y blanco!
Durante la bendición del viernes en la vieja iglesia, con sus deliciosas y grotescas tallas maoríes y su techo pintado al estilo maorí, Meggie se arrodillo y pidió un juego de té de porcelana pintada que fue-sp sólo suyo. Cuando el padre Hayes levantó la custodia, la Hostia miró a través de la ventanita de cristal, circundada de rayos con gemas incrustadas, y bendijo las cabezas inclinadas de la congregación. Todas, menos la de Meggie, pues ésta no vio siquiera la Eucaristía; tan enfrascada estaba tratando de recordar el número de platos que había en el juego de té de Teresa. Y, cuando los maoríes del coro entonaron un cántico de gloria, a Meggie le rodaba la cabeza en una bruma azul de ultramar, que nada tenía que ver con el catolicismo ni con Polinesia.
El año escolar estaba tocando a su fin, y diciembre y el cumpleaños de Meggie empezaba a anunciar los rigores del verano, cuando Meggie aprendió lo caros que pueden costar los más grandes deseos. Estaba sentada en un alto taburete, cerca del horno, mientras Fee la peinaba como de costumbre antes de ir a la escuela; era un asunto complicado. El cabello de Meggie tendía naturalmente a rizarse, lo cual consideraba su madre como una gran suerte. Las niñas que tenían el pelo lacio las pasaban moradas cuando se hacían mayores y trataban de obtener una ondula-lada mata de cabellos de linas hebras débiles y lisas. Por la noche, Meggie dormía con sus largos mechones que casi le llegaban a las rodillas enrollados doloro-samente en pedazos de tela blanca arrancados de sábanas viejas, y todas las mañanas tenía que encaramarse en ej taburete para que Fee deshiciese los nudos y le peinase los rizos.
Fee empleaba para esto un viejo cepillo Masón Pearson; tomaba un largo y enmarañado mechón en la mano izquierda y cepillaba hábilmente los cabellos alrededor del dedo índice, hasta que quedaban enrollados como una gruesa y brillante salchicha; entonces, extraía cuidadosamente el dedo del centro del rollo y sacudía éste, que formaba un grueso, largo y envidiable rizo. Esta maniobra se repetía una docena de veces, y los rizos de la frente eran entonces recogidos sobre la coronilla de Meggie y sujetados con una cinta blanca de tafetán recién planchada, y la niña quedaba lista para el día. Todas las demás niñas llevaban trenzas para ir a la escuela, reservando los rizos para ocasiones especiales, pero Fee era inflexible en esta cuestión: Meggie llevaría siempre rizos, aunque ella tuviese que perder unos minutos preciosos todas las mañanas, Fee no se daba cuenta de que su cuidado era inútil, pues los cabellos de su hija eran, con mucho, los más hermosos de toda la escuela. Añadir a esto los rizos diarios, valía a Meggie mucha envidia y muchas burlas.
La operación le dolía, pero Meggie estaba tan acostumbrada que ya no lo advertía; en realidad, no recordaba un solo día en que no hubiese sido practicada. El brazo musculoso de Fee tiró implacablemente del cepillo, deshaciendo nudos y marañas, hasta que a Meggie se le humedecieron los ojos y tuvo que agarrarse con ambas manos al taburete para no caerse. Era el lunes de la última semana de escuela, y sólo faltaban dos días para su cumpleaños; agarrada al taburete, soñó en el juego de té de porcelana pintada. Había uno en el almacén general de Wahine, pero sabía lo bastante de precios para comprender que su coste estaba muy lejos del alcance de los escasos medios de su padre.
De pronto, Fee emitió un sonido tan extraño que hizo salir a Meggie de su ensimismamiento y volver la cabeza con curiosidad a los varones sentados alrededor de la mesa del desayuno.
– ¡Santo Dios! -exclamó Fee.
Paddy se puso en pie de un salto, con rostro estupefacto; jamás había oído a Fee tomar el nombre de Dios en vano. Ella se había quedado inmóvil, con un rizo de Meggie en una mano, quieto el cepillo y contraídas las facciones en una expresión de horror y de asco. Paddy y los chicos se agruparon a su alrededor; Meggie trató de ver lo que pasaba y se ganó un revés con el lado de las cerdas del cepillo, que hizo que se le humedecieran los ojos.