– ¡Mira! -murmuró Fee, levantando el rizo hasta un rayo de sol para que Paddy pudiese verlo.
El mechón era una masa de oro brillante bajo el sol, y al principio, Paddy no vio nada. Después, advirtió que un bichito caminaba por el dorso de la mano de Fee. Cogió él mismo otro rizo y, entre sus reflejos, vio más bichitos que iban de un lado a otro muy atareados. Unas cositas blancas aparecían arracimadas en los cabellos separados, y los bichitos producían eficazmente nuevos grumos de cositas blancas. Los cabellos de Meggie eran como una industriosa colmena.
– ¡Tiene piojos! dijo Paddy.
Bob, Jack, Hughie y Stu echaron un vistazo y como su padre, se apartaron a prudencial distancia; sólo Frank y Fee se quedaron mirando la cabellera de Meggie, como hipnotizados, mientras Meggie se encogía, compungida, preguntándose lo que había hecho. Paddy se sentó pesadamente en su silla Windsor, mirando el fuego y pestañeando con fuerza.
– ¡Ha sido esa maldita niña dago -dijo al fin, y se volvió a Fee echando chispas por los ojos-. Malditos bastardos! ¡Sucio hatajo de cerdos asquerosos!
– ¡Paddy! -jadeó Fee, escandalizada.
– Perdona mis palabrotas, mamá; pero, pensando que esa maldita dago ha llenado de piojos a Meggie, ¡soy capaz de ir a Wahine ahora mismo y destrozar su pringoso y sucio café! -estalló, golpeándose furiosamente las rodillas con los puños.
– ¿Qué es, mamá? -pudo preguntar Meggie al fin.
– ¡Mira, pequeña marrana! -respondió su madre, poniendo la mano delante de los ojos de Meggie-. Tus cabellos están llenos de estos bichos, ¡y te los ha regalado esa morenita a la que quieres tanto! ¿Qué voy a hacer ahora contigo?
Meggie miró boquiabierta el diminuto animalito que corría ciegamente sobre la piel de Fee buscando un territorio más hirsuto; después, se echó a llorar.
Sin que nadie se lo dijese, Frank fue a preparar el caldero, mientras Paddy paseaba arriba y abajo por la cocina, gruñendo y enfureciéndose más cada vez que miraba a Meggie. Por último, se acercó al colgadero de detrás de la puerta, se caló el sombrero y agarró el largo látigo allí colgado.
– Iré a Wahine, Fee, y le diré a ese maldito dago dónde puede meterse su puerco pescado y sus patatas fritas. Después, iré a ver a la hermana Agatha y le diré lo que pienso de ella, ¡por aceptar niños piojosos en su escuela!
– ¡Ten cuidado, Paddy! -suplicó Fee-. ¿Y si no fuera esa niña? Aunque tenga piojos, puede haberlos cogido de otra persona lo mismo que Meggie.
– ¡Y un cuerno! -declaró Paddy, despectivamente.
Bajó la escalera de atrás y, al cabo de unos minutos, todos pudieron oír las pezuñas de su caballo ruano repicando en el camino. Fee suspiró y miró a Frank, con resignación.
– Bueno, creo que tendremos suerte si no acaba en la cárcel. Frank, será mejor que traigas los niños aquí. Hoy no hay escuela.
Uno a uno, Fee examinó minuciosamente la pelambrera de sus hijos, y después, inspeccionó la cabeza de Frank y dijo a éste que hiciese lo propio con la de ella. No había señales de que nadie se hubiese contagiado de aquella plaga, pero Fee no quería correr el menor riesgo. Cuando hirvió el agua del caldero, Frank descolgó la artesa de lavar los platos, la llenó de agua hirviendo hasta la mitad y acabó de llenarla con agua fría. Después, fue al cobertizo y buscó una lata de petróleo de cinco galones sin abrir, cogió una pastilla de jabón del lavadero e inició su tarea, empezando por Bob. Cada cabeza era metida un momento en la artesa, rociaba después con varias tazas de petróleo y lavada finalmente con jabón. El petróleo y la lejía del jabón escocían, y los chicos aullaban y se frotaban los ojos, y se rascaban los enrojecidos cráneos y amenazaban a los dagos con las más terribles venganzas.
Fee se dirigió a su cesta de costura y tomó las tijeras grandes. Volvió junto a Meggie, que no se había atrevido a moverse de su taburete, a pesar de que había pasado más de una hora, y se quedó mirando un momento la hermosa mata de pelo, con las tijeras en la mano. Después, empezó a cortar -¡zas!, ¡zas!-, hasta que los largos rizos formaron brillantes montoncitos en el suelo y la blanca piel de Meggie empezó a aparecer, en manchas irregulares, por toda su cabeza. Se volvió a Frank y le dirigió una mirada vacilante.
– ¿Debería afeitarle la cabeza? -preguntó, apretando los labios.
Frank levantó una mano, en ademán de protesta.
– ¡Oh, no, mamá! ¡Claro que no! Con una buena dosis de petróleo, será suficiente. Por favor, no la afeites.
Por consiguiente, Meggie fue llevada a la mesa auxiliar y sujetada sobre la artesa, donde vertieron varias tazas de petróleo sobre su cabeza, frotando después con el jabón corrosivo lo que quedaba de su pelo. Cuando al fin quedaron satisfechos, la niña estaba casi ciega de tanto frotarse los irritados ojos, y habían aparecido hileras de diminutas ampollas en su cara y en su cráneo. Frank barrió los rizos cortados, amontonándolos en una hoja de papel y arrojándolos al horno. Después, cogió la escoba y la sumergió en un cubo lleno de petróleo. Tanto él como Fee se lavaron los cabellos, boqueando por el escozor de la lejía, y, por último, Frank tomó un cubo y fregó el suelo con agua y líquido insecticida.
Cuando la cocina estuvo tan esterilizada como un hospital, pasaron a los dormitorios, quitaron las sábañas y las mantas de todas las camas, y pasaron el resto del día hirviendo, restregando y poniendo a secar la ropa blanca de la familia. Los colchones y las almohadas fueron colocados sobre la valla de atrás y rociados con petróleo, y las alfombras fueron batidas hasta casi deshacerlas. Todos los chicos tuvieron que ayudar, a excepción de Meggie, que quedó exenta para vergüenza suya. La niña se deslizó hasta detrás del henil, y lloró. Le dolía la cabeza a causa del frotamiento, de las quemaduras y de las ampollas, y estaba tan avergonzada que ni siquiera pudo mirar a Frank cuando éste fue a buscarla, negándose rotundamente a entrar en la casa.
Al final, su hermano tuvo que arrastrarla al interior a viva fuerza, mientras la pequeña pataleaba y se debatía. Cuando Paddy regresó de Wahine, a última hora de la tarde, la encontró acurrucada en un rincón. Miró la cabeza rapada de Meggie y no pudo contener las lágrimas; se meció en su silla Windsor, cubriéndose la cara con las manos, mientras su familia se agitaba inquieta, deseando encontrarse en cualquier otra parte. Fee preparó té y sirvió una taza a Paddy, al empezar éste a recobrarse.
– ¿Qué ha pasado en Wahine? -preguntó-. Has estado fuera mucho tiempo.
– Para empezar, la emprendí a latigazos con el maldito dago y lo arrojé al abrevadero. Después, vi que MacLeod estaba observando desde la puerta de su tienda, y le conté lo que había pasado. MacLeod llamó a unos muchachos que estaban en la taberna, y entre todos metimos a los otros dagos en el abrevadero, incluidas las mujeres, y echamos allí unos cuantos galones de insecticida. Después me fui a la escuela y hablé con la hermana Agatha, y podéis creerme si os digo que juró que ella no había visto nada. Sacó a la niña dago de su pupitre, le miró los cabellos, y los tenía llenos de piojos. En vista de lo cual, mandó la chica a casa y le dijo que no volviese hasta que tuviera limpia la cabeza. Ella, la hermana Declan y la hermana Catherine examinaron las cabezas de todos los alumnos de la escuela, y resultó que tenían piojos muchos de ellos. Las tres monjas se rascaban como locas, cuando creían que nadie las miraba. -Sonrió al recordar aquello, pero, al ver de nuevo la cabeza de Meggie, se puso serio y la miró tristemente-. En cuanto a ti, jovencita, se acabaron los dagos y todos los demás, a excepción de tus hermanos. Si no te basta con ellos, tanto peor. Bob, tú te encargarás de que Meggie no se reúna con nadie en la escuela, salvo contigo y tus hermanos, ¿lo entiendes?