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Bob asintió con la cabeza.

– Sí, papá.

A la mañana siguiente, Meggie se horrorizó al enterarse de que tenía que ir a la escuela como de costumbre.

– ¡No, no… no puedo ir! -gimió, llevándose las manos a la cabeza-. Mamá, mamá, no puedo ir así a la escuela, y menos estando allí la hermana Agatha.

– Sí que puedes -respondió su madre, haciendo caso omiso de la mirada suplicante de Frank-. Esto te servirá de lección.

Y Meggie fue a la escuela, arrastrando los pies y cubierta la cabeza con un pañuelo. La hermana Agatha no le hizo el menor caso; pero, a la hora del recreo, otras niñas la sorprendieron y le arrancaron el pañuelo para ver lo que parecía. Su cara estaba sólo ligeramente desfigurada, pero su cabeza, una vez descubierta, era horrible de mirar, pringosa e irritada. En cuanto vio lo que pabasa, Bob se acercó corriendo y se llevó a su hermana a un apartado rincón del campo de criquet.

– No les hagas caso, Meggie -dijo bruscamente, atándole con poca maña el pañuelo a la cabeza y dándole palmadas en la rígida espalda-. ¡Son unas sabandijas! Ojalá se me hubiese ocurrido guardar alguno de aquellos bichitos de tu cabeza; seguro que se habrían conservado. Y, cuando todos lo hubiesen olvidado, habría rociado unas cuantas cabezas con ellos.

Los otros chicos Cleary se colocaron a su alrededor y montaron guardia hasta que sonó la campana.

Teresa Annunzio llegó a la escuela a la hora de almorzar, con la cabeza afeitada. Trató de atacar a Meggie, pero los chicos la tuvieron fácilmente a raya. Al retirarse, levantó el brazo derecho, con el puño cerrado, y se golpeó el bíceps con la mano izquierda, en un fascinador y misterioso ademán que nadie comprendió, pero del que tomaron ávida nota los muchachos para su ulterior empleo.

– ¡Te odió! -chilló Teresa-. ¡Mi papá tendrá que mudarse de barrio, por culpa de lo que le hizo el tuyo!

Dio media vuelta y se alejó del patio de recreo, corriendo y aullando.

Meggie mantuvo la cabeza erguida y los ojos secos. Estaba aprendiendo. No importaba lo que pensasen los demás, ¡no importaba en absoluto! Las otras niñas se apartaban de ella, en parte porque les tenían miedo a Bob y a Jack, y en parte porque sus padres se habían enterado de lo ocurrido y les habían dicho que se mantuviesen alejadas; meterse con los Cleary solía acarrear disgustos. Por consiguiente, Meggie pasó sus últimos días de escuela «en Coventry», según decían ellos, lo cual significaba que la tenían totalmente aislada. Incluso la hermana Agatha respetaba la nueva política y prefería descargar sus iras en Stuart.

Como solía hacerse cuando el cumpleaños de los pequeños caía en día de escuela, la celebración del de Meggie se trasladó al domingo, día en que recibió el ansiado juego de de porcelana pintada al estilo chino. Lo habían colocado en una hermosa mesa azul ultramar, confeccionada por Frank en sus ratos libres, junto con un par de sillas, en una de las cuales estaba sentada Agnes, con un nuevo vestido azul que le había hecho Fee en sus inexistentes ratos de ocio. Meggie contempló lúgubremente los dibujos azules y blancos distribuidos alrededor de las pequeñas piezas: los árboles fantásticos con sus graciosas e hinchadas flores; la pequeña pagoda adornada; la extraña pareja de pájaros y las diminutas figuras que cruzaban eternamente el puente curvo. Había perdido todo su encanto. Pero ella comprendió vagamente por qué se había preocupado tanto su familia en satisfacer el que creían su mayor anhelo. Por consiguiente, hizo té para Agnes en la pequeña tetera cuadrada y siguió todo el rito como extasiada. Y continuó haciéndolo durante años, sin romper ni descantillar una sola pieza. Nadie sospechó jamás que odiaba aquel juego de té, la mesa y las sillas azules, y el vestido azul de Agnes.

Dos días antes de la Navidad de 1917, Paddy trajo a casa su semanario y un nuevo montón de libros de la biblioteca. Sin embargo, por una vez, el periódico fue preferido a los libros. Sus directores habían concebido una nueva idea, fundada en las lujosas revistas americanas que llegaban ocasionalmente a Nueva Zelanda; toda la sección central estaba dedicada a la guerra; había borrosas fotografías de los anzacs tomando por asalto los terribles riscos de Gallípoli; largos artículos ensalzando la bravura del soldado de los antípodas; listas de todos los australianos y neocelandeses que habían ganado la Victoria Cross desde su creación, y un magnífico dibujo a toda página de un soldado australiano de caballería ligera, con el sable desenvainado y las sedosas plumas de su sombrero ondeando al viento.

A la primera oportunidad, Frank agarró el periódico y leyó con ansiedad el artículo de fondo, paladeando su agresiva prosa y bollándole febrilmente los ojos.

– Papá, ¡yo quiero ir! -dijo, dejando respetuosamente ¿periódico sobre la mesa.

Fee giró en redondo, derramando salsa del estofado sobre el horno, y Paddy se irguió en su silla Windsor, olvidando su libro.

– Eres demasiado joven, Frank -replicó.

– ¡No! Tengo diecisiete años, papá, ¡soy un hombre! Mientras los hunos y los turcos matan a nuestros hombres como cerdos, ¿puedo estarme aquí sentado tan tranquilo? Ya es hora de que un Cleary haga algo.

– No tienes edad, Frank; no te admitirían.

– Me admitirán si tú no te opones -replicó inmediatamente Frank, fijos sus negros ojos en la cara de Paddy.

– Pero me opongo. Tú eres el único que trabaja en este momento, y necesitamos el dinero que traes a casa, ya lo sabes.

– ¡También me pagarán en el Ejército!

Paddy se echó a reír.

– El «chelín del soldado», ¿eh? Hacer de herrero en Wahine rinde más que ser soldado en Europa.

– Pero, si voy allí, tal vez tendré ocasión de ser algo mejor que herrero. Es mi única salida, papá.

– ¡Tonterías! ¡Dios mío, chico, no sabes lo que estás diciendo! La guerra es terrible. Yo vengo de un país que ha estado en guerra desde hace mil años; por consiguiente, sé lo que me digo. ¿No has oído hablar a los muchachos de la guerra de los Bóers? Como vas con frecuencia a Wahine, la próxima vez, escucha. Y, de todos modos, me huelo que los malditos ingleses emplean a los anzacs como carne de cañón, colocándolos en lugares donde no quieren malgastar sus preciosas tropas. ¡Mira cómo ese belicoso Chur-chill envió a nuestros hombres a una empresa tan inútil como la de Gallípoli! Diez mil muertos, de cincuenta mil. El doble del diez por ciento.

¿Por qué tienes que ir a luchar por la madre Inglaterra? ¿Qué ha hecho ella por ti, salvo chupar la sangre de sus colonias? Si fueses a Inglaterra, te mirarían de arriba abajo, porque eres un colonial. En Zed no hay peligro; ni en Australia. No le vendría mal una derrota a la madre Inglaterra; ya es hora de que alguien le haga pagar todo lo que le hizo a Irlanda. Yo no me echaría a llorar si el Kaiser acabase desfilando por el Strand.

– Pero, papá, ¡yo quiero alistarme!

– Puedes querer lo que te parezca, Frank, pero no vas a ir; por consiguiente, puedes quitarte esa idea de la cabeza. No has crecido lo bastante para ser sol* dado.

Frank enrojeció y apretó los labios; su pequeña estatura era su punto más doloroso. En la escuela, siempre había sido el más bajito de la clase, y había reñido el doble que los otros a causa de ello. Recientemente, le había asaltado una terrible duda, pues a los dieciséis años tenía la misma estatura que a los catorce: tal vez había dejado de crecer. Sólo él sabía los tormentos que imponía a su cuerpo y a su alma, los estirones, los ejercicios, las vanas esperanzas.