Sin embargo, el trabajo en la fragua le había dado un vigor desproporcionado a su estatura; Paddy no había podido elegir una profesión mejor para un chico del temperamento de Frank. Con toda la fuerza concentrada en su pequeña estructura, nadie le había vencido en una pelea a sus diecisiete años, y era ya famoso por ello en toda la península de Ta-ranaki. Toda su ira, su frustración y sus sentimientos de inferioridad, participaban en la lucha, y esto era más de lo que podían resistir los más corpulentos y vigorosos mozos del lugar, tanto más cuanto que se aliaba a una condición física soberbia, a una excelente inteligencia, a un frío rencor y a una voluntad indomable.
Cuanto más voluminosos y rudos eran sus rivales, más deseaba él humillarles en el polvo. Los mozos daban un rodeo para no tropezarse con él, pues su agresividad era famosa. Últimamente, había desdeñado las filas de los más jóvenes, buscando otros rivales, y los hombres del lugar hablaban todavía de una vez que había hecho papilla a Jim Collins, a pesar de que Jim tenía veintidós años, medía un metro noventa sin zapatos y era capaz de levantar un caballo. Con el brazo izquierdo roto y varias costillas hundidas, Frank había seguido luchando hasta que Jim Collins quedó convertido en un montón de carne sangrante a sus píes, y todavía tuvieron que sujetarle para que no le chafase la cara a patadas. En cuanto le hubo sanado el brazo y le hubieron quitado el vendaje de las costillas, Frank bajó aJ pueblo y levantó un caballo, para demostrar que Jim no era el único que podía nacerlo y que esto no dependía del tamaño del hombre.
Como progenitor de este fenómeno, Paddy conocía muy bien la reputación de Frank y comprendía que éste luchara por hacerse respetar, aunque esto no impedía que se enfadara cuando la pelea entorpecía el trabajo de la fragua. Como él era también bajito, Paddy había peleado igualmente para demostrar su valor; pero, en su Irlanda natal, no se le podía llamar enano, y, cuando llegó a Nueva Zelanda, donde los hombres eran más altos, era ya un varón adulto. Por esto, el problema de su estatura no le había obsesionado nunca como a Frank.
Ahora observaba atentamente al chico, tratando de comprenderle, pero sin conseguirlo; nunca le había querido tanto como á los otros, aunque se había esforzado en no establecer diferencias entre sus hijos. Sabía que esto disgustaba a Fee, que ella se preocupaba por el tácito antagonismo existente entre ellos, pero ni siquiera su amor por Fee podía vencer la irritación que Frank le producía.
Frank tenía las cortas y finas manos extendidas sobre el periódico abierto, en actitud defensiva, y miraba a Paddy a la cara con una curiosa mezcla de súplica y orgullo, aunque su orgullo era demasiado fuerte para hacerle suplicar. Su cara parecía la de un extraño. No tenía nada de los Cleary ni de los Armstrong, salvo, quizás, un pequeño parecido en los ojos con Tos de Fee, si Fee los hubiese tenido negros y hubiese podido echar por ellos rayos y centellas, como hacía Frank a la menor provocación. Porque, si carecía de algo, no era precisamente de valor.
La discusión terminó bruscamente con la observación de Paddy sobre la estatura de Frank. La familia comió conejo estofado en un desacostumbrado silencio, e incluso Hughie y Jack andaban con pies de plomo en una lenta y deliberada conversación puntuada con risitas entre dientes. Meggie no quiso comer y mantuvo la mirada fija en Frank, como si éste fuese a desaparecer en el momento menos pensado. Frank consumió su yantar en un tiempo prudencial y, en cuanto pudo, se excusó y se levantó de la mesa. Un minuto más tarde, oyeron los sordos golpes del hacha en la leñera: Frank estaba partiendo los troncos que había traído Paddy como reserva para el invierno.
Cuando todos se imaginaban que estaba acostada, Meggie se deslizó por la ventana de su habitación y se escabulló hasta la leñera. Era ésta una zona muy importante para la vida de la casa; unos mil quinientos palmos cuadrados de tierra apisonada y cubierta con una gruesa capa de astillas y cortezas; grandes montones de troncos a un lado, en espera de ser reducidos de tamaño, y, al otro lado, unas paredes que parecían de mosaico, formadas de leños ya cortados al tamaño adecuado para el horno de la cocina. En medio del espacio abierto, tres tocones, todavía arraigados en el suelo, servían de tajos para cortar leña de diferentes tamaños.
Frank no estaba en uno de los tajos, sino que trabajaba en un macizo tronco de eucalipto, cortándolo para reducirlo lo bastante y poder colocarlo en el tocón más ancho y más bajo. Ahora el tronco se hallaba en el suelo, con sus sesenta centímetros de diámetro, inmovilizado por un clavo largo de hierro en cada extremo, y Frank estaba en pie encima de él cortándolo por la mitad entre sus pies separados. El hacha se movía con tal rapidez que silbaba en el aire, y el mango susurraba, a su vez, al deslizarse por las resbaladizas palmas de las manos. Resplandecía sobre su cabeza y caía como una opaca lámina de plata, produciendo un corte angulado en la dura madera, con la misma facilidad que si hubiese sido de pino o de un árbol caduco. Saltaban astillas en todas direcciones; el sudor corría a raudales sobre el pecho y la espalda desnudos de Frank, que se había atado un pañuelo a la frente para que el sudor no le cegase. Este trabajo era peligroso, pues un golpe a destiempo o mal dirigido podía costarle un pie. Llevaba muñequeras de cuero para atajar el sudor de los brazos, pero no guantes en las manos, que agarraban el mango del hacha con delicadeza y excelente puntería.
Meggie se acurrucó junto a la camisa y la camiseta tiradas en el suelo, y observó, asombrada. Había allí tres hachas de repuesto, pues la madera de eucalipto mellaba el hacha más afilada en un santiamén. Cogió una de ellas por el mango y se la puso sobre las rodillas, lamentando no poder cortar madera como Frank. El hacha era tan pesada que casi no podía levantarla. Las hachas coloniales sólo tenían una hoja, sumamente afilada, pues las de doble hoja eran demasiado ligeras para los eucaliptos. La cabeza era pesada y de dos centímetros y medio de grueso, y el mango pasaba a través de ella, firmemente sujeto con cuñas de madera. Si se soltaba la cabeza de un hacha, podía volar por el aire como una bala de cañón y matar a alguien.
Frank trabajaba casi instintivamente a la luz menguante de la tarde; Meggie cazaba las astillas con facilidad de una larga práctica y esperaba pacientemente a que Frank se fijase en ella. El tronco estaba ya medio cortado, y el joven volvió del otro lado, jadeando; después, levantó de nuevo el hacha y empezó a cortar el lado opuesto. Abría una hendidura profunda y estrecha, para ahorrar madera y acelerar la operación; cuando se aproximó al centro del tronco, la cabeza del hacha desapareció enteramente en la hendidura, y las grandes astillas saltaron más cerca de su cuerpo. Pero no reparaba en ellas, sino que seguía golpeando con rapidez creciente. El tronco se partió de pronto, y, en el mismo momento, él dio un salto en el aire, comprendiendo lo que iba a pasar casi antes de que el hacha diese el último golpe. Al doblarse el madero hacia dentro, Frank se dejó caer a un lado, sonriendo, pero su sonrisa no era alegre.
Se volvió para coger otra hacha y vio a su hermana apaciblemente sentada, con su limpio camisón de dormir, abrochado de arriba abajo. Todavía le extrañaba ver su cabello convertido en una masa de cortos ricitos, en vez de la acostumbrada mata de pelo, pero decidió que aquel estilo «a lo chico» le sentaba bien, y deseó que continuara así. Se acercó a ella y se agachó, con el hacha cruzada sobre las rodillas.
– ¿Cómo has salido, picaruela?
– Salté por la ventana cuando Stu se hubo dormido.
– Si no andas con cuidado, te volverás como un chico.
– No me importa. Prefiero jugar con chicos a tener que hacerlo sola.
– Supongo que sí. -Se sentó, apoyando la espalda en un leño y volviendo cansadamente la cabeza hacia ella-. Bueno, ¿qué pasa, Meggie?