– ¿Verdad que no vas a marcharte, Frank?
Apoyó las manos de uñas roídas sobre el muslo de él y se lo quedó mirando ansiosamente, con la boca abierta, porque las lágrimas que pugnaban por brotar le obstruían la nariz y no podía respirar bien.
– Es posible, Meggie -contestó él, amablemente.
– ¡Oh, Frank, no puedes hacerlo! ¡Mamá y yo te necesitamos*. En serio, no sé lo que haríamos sin ti.
Él sonrió a pesar de su aflicción, ante su inconsciente imitación de la manera de hablar de Fee.
– A veces, Meggie, las cosas no ocurren como uno quisiera. Ya deberías saberlo. A los Cleary, nos han enseñado a trabajar juntos por el bien de todos, y a no pensar antes que nada en uno mismo. Pero yo no estoy de acuerdo; creo que deberíamos poder pensar primero en nosotros mismos. Quiero marcharme, porque tengo diecisiete años y ya es hora de que empiece a labrarme un porvenir. Pero papá dice que no, que hago falta en casa, para el bien de toda la familia. Y, como no he cumplido los veintiún años, tengo que hacer lo que dice papá.
Meggie asintió gravemente con la cabeza, tratando de comprender la explicación de Frank.
– Bueno, Meggie, he pensado mucho en esto. Voy a marcharme, y se acabó. Sé que mamá y tú me echaréis en falta; pero Bob está creciendo de prisa, y papá y los pequeños no me añorarán en absoluto. A papá sólo le interesa el dinero que traigo a casa.
– ¿Ya no nos quieres, Frank?
Él se volvió para tomarla en brazos, apretándola y acariciándola con un afán torturado, mezcla de dolor, de angustia y de amor.
– ¡Oh, Meggie! Os quiero, a ti y a mamá, más que a todos los otros juntos. ¡Dios mío! Si fueses mayor, te llevaría conmigo. Pero tal vez es mejor que seas pequeña, tal vez es mejor…
La soltó bruscamente, luchando por dominarse, golpeando el leño con la cabeza, tragando saliva. Después, la miró.
– Cuando seas mayor, Meggie, lo entenderás mejor.
– Por favor, no te vayas, Frank -repitió ella.
y se echó a reír, y su risa casi era un sollozo.
– ¡Oh, Meggie! ¿No has oído nada de lo que he dicho? Bueno, en realidad no importa. Lo principal es que no cuentes a nadie que me has visto esta noche, ¿entendido? No quiero que piensen que eres mi cómplice.
– Te he oído, Frank; lo he oído todo -dijo Meggie-. No diré una palabra a nadie, te lo prometo. ¡Pero quisiera que no tuvieses que marcharte!
Era demasiado pequeña para poder contarle algo que no era más que un sentimiento irracional de su corazón: ¿a quién tendría, si Frank se marchaba? Frank era el único que le mostraba un cariño abierto, el único que la tomaba en brazos y la estrechaba. Cuando era más pequeña, papá solía hacerlo también; pero, desde que iba a la escuela, ya no la dejaba subirse a sus rodillas, ni echarle los brazos al cuello, y le decía «Ya eres una chica mayor, Meggie.» Y mamá estaba siempre tan atareada, tan atribulada con los hermanos y la casa… Era Frank quien estaba más cerca de su corazón, quien brillaba como una estrella en su limitado cielo. Era el único que parecía disfrutar hablando con ella, y que le explicaba cosas de manera que pudiese comprenderlas. Desde el día en que Agnes había perdido el cabello, Frank había estado con ella, y, a pesar de sus amargos contratiempos, nada había vuelto a herirla en lo más vivo. Ni la vara, ni la hermana Agatha, ni los piojos, porque Frank estaba allí para tranquilizarla y consolarla.
Pero se levantó y consiguió sonreír.
– Si tienes que marcharte, Frank, no hay más que hablar.
– Deberías estar en la cama, Meggie, y harás muy bien en volver a ella antes de que mamá se dé cuenta. Vamos, ¡de prisa!
Esta advertencia borró todo lo demás de su cabeza; se agachó, cogió el borde del camisón y lo pasó entre las piernas, sosteniéndolo como una cola del revés, y echó a correr, levantando astillas y piedre-citas con los pies descalzos.
Por la mañana, Frank se había marchado. Cuando entró Fee para levantar a Meggie, estaba triste y nerviosa; Meggie saltó de la cama como un gato escaldado y se vistió sin pedir siquiera ayuda para abrocharse todos los botoncitos.
En la cocina, los chicos estaban sentados alrededor de la mesa con aspecto malhumorado, y la silla de Paddy aparecía vacía. También lo estaba la de Frank. Meggie ocupó su sitio y se sentó, castañetean-de los dientes de miedo. Después del desayuno, Fee les echó fuera bruscamente, y, detrás del henil, Bob dio la noticia a Meggie.
– Frank se ha escapado -susurró.
– Tal vez sólo ha ido a Wahine -dijo Meggie.
– ¡No seas tonta! Ha ido a alistarse en el Ejército. ¡Ojalá fuese yo lo bastante mayor para irme con él! ¡Es un pillo con suerte!
– Bueno, yo preferiría que se hubiese quedado en casa.
Bob se encogió de hombros.
– No eres más que una niña, y era de esperar que una niña dijese esto.
Meggie hizo caso omiso de la normalmente incendiaria observación y entró en la casa para hablar con su madre y ver lo que podía hacer.
– ¿Dónde está papá? -preguntó a Fee, que le había mandado planchar unos pañuelos.
– Ha ido a Wahine.
– ¿Traerá a Frank con él?
– En esta familia, es imposible guardar un secreto -gruñó Fee-. No… no alcanzará a Frank en Wahine, y él lo sabe. Ha ido a telegrafiar a la Policía y al Ejército en Wanganui. Ellos nos lo traerán.
– ¡Óh, mamá! ¡Espero que lo encuentren! ¡No quiero que Frank se marche!
Fee extendió el contenido de la batidora de mantequilla encima de la mesa y atacó la blanda masa amarilla con dos paletas de madera.
– Nadie quiere que Frank se marche. Por eso va a procurar papá que nos lo devuelvan. -Su boca tembló ligeramente, atacó con más fuerza la mantequilla-. ¡Pobre Frank! ¡Pobre, pobre Frank! -suspiró, no para Meggie, sino para sí misma-. No sé por qué tienen los hijos que pagar nuestros pecados. Mi pobre Frank, que no toca de pies en el suelo…
Entonces advirtió que Meggie había dejado de planchar, y apretó los labios y no dijo más.
Tres días después, la Policía trajo a Frank. Según dijo a Paddy el sargento de guardia de Wanganui, había opuesto una feroz resistencia.
– ¡Tiene usted un buen luchador! Cuando vio que los chicos del Ejército habían sido alertados, salió disparado como una flecha por la escalera y calle abajo, perseguido por dos soldados. Si no hubiese tenido la mala suerte de tropezar con un guardia que estaba patrullando, creo que se habría escapado. Y se resistió como un diablo; se necesitaron cinco hombres para ponerle las esposas.
Dicho lo cual, quitó las pesadas cadenas a Frank y le empujó rudamente, haciéndole entrar; Frank tropezó con Paddy y se echó atrás, como si el contacto le lastimase.
Los niños remoloneaban junto a la casa, a seis o siete metros detrás de los adultos, observando y esperando. Bob, Jack y Hughie permanecían rígidos, aguardando a que Frank iniciase una nueva pelea; Stuart no hacía más que mirar con sus ojos tranquilos y llenos de bondad; Meggie se apretaba las mejillas con las manos, temerosa de que alguien quisiera lastimar a Frank.
Él miró primero a su madre, fijando sus ojos negros en los grises de ella, en una amarga comunión que nunca había sido expresada ni lo sería jamás. La fiera mirada azul de Paddy cayó sobre él, desdeñosa e hiriente, y, como si lo hubiese estado esperando, Frank bajó los ojos, reconociendo su derecho a sentirse enojado. A partir de aquel día, Paddy no volvió a hablar con su hijo mayor más de lo requerido por la urbanidad corriente. Pero más difícil le resultaba a Frank enfrentarse con los niños, avergonzado y confuso, como un brillante pájaro traído a casa con las alas recortadas y ahogado su canto en el silencio.
Meggie espero a que Fee hubiese hecho su ronda nocturna, y, entonces, se deslizó por la ventana abierta y cruzó el patio de atrás. Sabía dónde estaba Frank; en el henil, a salvo de su padre y de las miradas curiosas.