– Frank, Frank, ¿dónde estás? -preguntó, en un apagado murmullo, penetrando en la silenciosa oscuridad del henil y tanteando con las puntas de los pies el suelo desconocido, como un animal sensitivo.
– Estoy aquí, Meggie -respondió él con voz cansada, con una voz que no parecía la de Frank, carente de vida y de pasión.
Ella se orientó por el sonido y se acercó al lugar donde se hallaba su hermano, tendido sobre el heno, y se acurrucó a su lado, rodeándole el pecho con los bracitos, hasta donde éstos alcanzaban.
– ¡ Oh, Frank! ¡Me alegro tanto de que hayas vuelto! -le dijo.
Él gruñó y se deslizó sobre la paja, hasta que es tuvo más bajo que ella, y reclinó la cabeza en su cuer-pecito. Meggie le acaricio los tupidos y lacios cabellos. Estaba demasiado oscuro para que él pudiese verla, y la sustancia invisible de su simpatía le destrozó. Empezó a llorar, encogido el cuerpo por lentas y lacerantes oleadas de dolor, mojando con sus lágrimas el camisón de la niña. Meggie no lloraba. Había en su almita algo lo bastante viejo y femenino para infundirle el irresistible y egoísta gozo de sentirse necesaria; y siguió sentada, meciendo la cabeza de su hermano, una y otra vez, hasta que el dolor de él se consumió en el vacío.
DOS
RALPH
3
El camino de Drogheda no le traía recuerdos de su juventud, pensó el padre Ralph de Bricassart, entornados los párpados bajo el fulgor del sol, mientras su nuevo «Daimler» se bamboleaba siguiendo las rodadas marcadas entre altas hierbas plateadas. Nada se parecía aquí a la adorable, brumosa y verde Irlanda. ¿Y Drogheda? No era un campo de batalla, ni una sede de poder. ¿O era estrictamente así? Más disciplinado en estos días, pero agudo como siempre, su sentido del humor evocó mentalmente la imagen de una Mary Carson cromwelliana, ejercitando su marca particular de malicia imperial. Y la comparación no era tan desacertada; la dama ostentaba sin duda tanto poder y gobernaba tantos individuos como cualquier poderoso señor de la guerra de tiempos pasados.
La última verja se irguió entre unas matas de bojes y unas plantas fibrosas; el coche se detuvo, jadeando. Calándose un raído sombrero gris de ala ancha para resguardarse del sol, el padre Ralph se apeó, descorrió el cerrojo de acero de su armella de madera, tiró de la manija y abrió la puerta con cansada impaciencia. Había veintisiete puertas desde la casa parroquial de Gillanbone hasta la mansión de Drogheda, y cada una de ellas significaba que tenía que pararse, bajar del coche, abrir la puerta, subir al automóvil, detenerse, apearse, cerrar la puerta, subir de nuevo al automóvil y continuar su camino hasta la puerta siguíente. Muchísimas veces había pensado en saltarse al menos la mitad del ritual y seguir adelante dejando las puertas abiertas a su espalda, como una serie de bocas asombradas, pero ni siquiera la aureola imponente de su estado habría impedido que los dueños de las verjas se le echasen encima y le emplumasen. Lamentaba que los caballos no fuesen tan veloces como los automóviles, pues las puertas podían abrirse y cerrarse sin apearse de la montura.
– Nada se nos da de balde -dijo, dando unas palmadas en el tablero del «Daimler» nuevo y poniendo éste en marcha, después de haber cerrado bien la puerta a su espalda, para recorrer el último kilómetro a través del herboso prado desnudo de árboles.
Incluso para un irlandés acostumbrado a los castillos y palacios, aquella mansión australiana era imponente. Drogheda era la finca más grande y antigua del distrito, y su último y amante dueño la había dotado de una residencia adecuada. Construida de bloques de piedra arenisca amarilla, tallados a mano en unas canteras situadas a una distancia de ciento cincuenta kilómetros al Este, la casa tenía dos pisos y había sido edificada siguiendo un severo estilo georgiano, con grandes ventanales y una galería con pilares alrededor del piso bajo. Todas las ventanas tenían negros postigos de madera, no sólo ornamentales, sino también útiles; en el calor del verano, se cerraban para mantener fresco el interior.
Ahora corría el otoño y la enredadera de largos tallos aparecía verde; pero, en primavera, la wistaria, plantada el mismo día que se terminó la casa, cincuenta años atrás, era una sólida masa de plumas de color lila, que cubría todas las paredes exteriores de la vivienda y el techo de la galería. Varios acres de césped meticulosamente segado rodeaban la mansión, alternando con jardines que, incluso ahora, resplandecían con los colores de las rosas, los alhelíes, las dalias y las caléndulas. Una serie de eucaliptos de blancos troncos y finas hojas colgantes alzaban sus copas a veinte metros del suelo y resguardaban la casa del implacable sol, adornadas sus ramas con flores de color magenta en aquellos puntos donde las bugan-villas se entrelazaban con ellas. Incluso los monstruosos depósitos de agua del exterior aparecían revestidos de enredaderas indígenas, rosales y wistarias, y con ello parecían más decorativos que funcionales. Dada su pasión por la mansión de Drogheda, el difunto Michael Carson se había mostrado pródigo en los depósitos de agua; según rumores, Drogheda podía conservar sus prados verdes y sus macizos floridos, aunque no lloviese en diez años.
Al acercarse uno por el prado, lo primero que llamaba la atención era la casa y sus eucaliptos; pero, después advertía la existencia de otras muchas casas de piedra arenisca, de un solo piso, que se levantaban detrás y a ambos lados de aquélla, enlazadas con la estructura principal mediante pasadizos cubiertos y adornados con plantas trepadoras. Un ancho paseo enarenado sucedía a las rodadas del camino, desviándose hacia una zona circular de aparcamiento, a un lado de la mansión, pero continuando hasta perderse de vista en dirección al lugar donde estaba el verdadero negocio de Drogheda: los corrales, el cobertizo de esquilar los corderos y los heniles. Aunque no lo decía, el padre Ralph prefería los pimenteros gigantes que daban sombra a estos edificios exteriores y sus actividades, a los eucaliptos de la casa principal. Los pimenteros tenían tupidas hojas de un verde pálido, y en ellos zumbaban las abejas; exactamente el follaje que convenía a una instalación en pleno campo.
Mientras el padre Ralph estacionaba su coche y avanzaba sobre el verde césped, la doncella esperaba en la galería delantera, deshecha en sonrisas su cara pecosa.
– Buenos días, Minnie -saludó él.
– ¡Oh, padre, cuánto me alegro de verle en esta espléndida mañana! -contestó ella, con fuerte acento irlandés, manteniendo la puerta abierta con una mano y estirando la otra para coger el raído y poco clerical sombrero del sacerdote.
Este esperó en el oscuro vestíbulo, embaldosado de mármol, con su gran escalera de barandillas metálicas, hasta que Minnie le indicó con un ademán que podía pasar al salón.
Mary Carson estaba sentada en su poltrona, junto al ventanal abierto, por lo visto indiferente al aire frío que entraba por él. Su mata de cabellos rojos era casi tan brillante como lo había sido en su juventud, y, aunque la edad había añadido nuevas manchas a su tosca piel pecosa, tenía, en cambio, pocas arrugas para una mujer de sesenta y cinco años; era más bien una finísima cuadrícula de surcos diminutos que daban a su piel el aspecto de un cobertor acolchado. Los únicos signos de su intratable carácter eran dos profundas fisuras que descendían desde los lados de su nariz romana hasta las comisuras de los labios, y la mirada fría de sus pálidos ojos azules.
El padre Ralph avanzó en silencio sobre la alfombra «Aubusson» y besó la mano de la dama; este ademán resultó muy adecuado en un hombre alto y bien plantado como él, y más vistiendo una sotana negra que le daba cierto aire cortesano. Súbitamente dulcificados y animados sus ojos inexpresivos, Mary Car-son casi sonrió.
– ¿Tomará un poco de té, padre? -preguntó.