Desde luego, conocía bien el parque. Londres era estupendo para cualquier persona de Drogheda, por sus copiosos y bien cuidados macizos de flores; pero Kew tenía algo especial. En los viejos tiempos, ella solía pasear por él desde abril hasta finales de octubre, pues cada mes le brindaba una exhibición floral distinta.
Mediados de abril era su tiempo predilecto, el período de los narcisos y las azaleas, y los árboles en flor. Y aquél era un sitio que ella creía que podía jactarse de ser uno de los más bellos del mundo, en una pequeña e íntima escala; y por esto se sentó en el húmedo suelo, para absorber el paisaje. Hasta donde alcanzaba la vista, se extendía una sábana de narcisos; a media distancia, la horda oscilante de campanillas amarillas se agrupaba alrededor de un gran almendro florido, cuyas ramas, grávidas de capullos Mancos, se inclinaba en cascadas arqueadas tan perfectas y quietas como una pintura japonesa. La paz. Esto tan difícil de conseguir.
Y entonces, cuando ella echaba la cabeza atrás para grabarse en la memoria la belleza absoluta del almendro cargado en medio de su rizado mar de oro, apareció algo mucho menos hermoso. Nada menos que Rainer Moerling Hartheim, andando cuidadosamente entre las matas de narcisos, protegiéndose de la fresca brisa con la inevitable chaqueta alemana de cuero, mientras el sol arrancaba destellos de sus cabellos de plata.
– Vas a enfriarte los ríñones -dijo, quitándose la chaqueta y extendiéndola en el suelo, con el forro hacia arriba, para que pudiesen sentarse en ella.
– ¿Cómo me has encontrado? -preguntó ella, deslizándose sobre un rinconcito de satén.
– La señora Kelly me dijo que habías ido a Kew. Lo demás ha sido fácil. Sólo tenía que andar hasta encontrarte.
– Supongo que debería dar saltos de satisfacción, ¿no crees?
– ¿Lo crees tú?
– El viejo Rain de siempre, contestando a la pregunta con otra pregunta. No, no me alegro de verte. Creía que había conseguido que te encerrases para siempre en tu madriguera.
– Es difícil que un buen hombre se resigne a vivir siempre encerrado. ¿Cómo estás?
– Muy bien.
– ¿Has lamido lo bastante tus heridas?
– No.
– Bueno, supongo que era de esperar. Pero observé que, desde que me despediste, tu orgullo no te permitió hacer el primer movimiento hacia la reconciliación. En cambio, yo, herzchen, soy lo bastante avisado para saber que el orgullo es un mal compañero de cama.
– Pues no pienses en echarle de una patada para hacer un sitio para ti, Rain; porque, te lo advierto, no te quiero para esto.
– Tampoco yo.
La rapidez de la respuesta la irritó, pero adoptó un aire de alivio y dijo:
– ¿De veras?
– Si no fuese así, ¿crees que habría podido estar tanto tiempo alejado de tí? En este aspecto, fuiste para mí una ilusión fugaz, pero todavía pienso en ti como en una amiga muy querida, y te añoro como a tal.
– ¡Oh, Rain! ¡A mí me pasa lo mismo!
– ¡Bravo! Entonces, ¿me aceptas como amigo?
– Naturalmente.
Él se tumbó de espaldas sobre la chaqueta, cruzó los brazos detrás de la cabeza y sonrió perezosamente.
– ¿Cuántos años tienes? ¿Treinta? Con esa horrible ropa que ilevas, pareces más bien una colegiala desharrapada. Si no para otras cosas, Justina, me necesitas al menos como tu personal arbitro de la elegancia.
Ella se echó a reír.
– Confieso que, cuando pensaba que podías presentarte en el momento menos pensado, cuidaba un poco más de mi apariencia. Tengo treinta años, pero tú tampoco eres un pollito. Al menos debes tener cuarenta. Pero esto ya no parece mucha diferencia, ¿verdad? Has perdido peso. ¿Te encuentras bien,
– Nunca fui gordo; sólo vigoroso. Por esto, al estar siempre sentado detrás de una mesa, me he encogido en vez de dilatarme.
Ella se volvió sobre el estómago y, sonriendo, acercó más su cara a la de él.
– ¡Me alegro mucho de verte, Rain! Nadie más me lleva de paseo, si no es por mi dinero.
– ¡Pobre Justine! Y ahora tienes mucho, ¿no?
– ¿Dinero? -asintió con la cabeza-. Es extraño que el cardenal me dejase todo esto. Bueno, la mitad a mí y la mitad a Dane; pero como yo era la única heredera de Dane… -Su cara se contrajo a pesar suyo. Volvió la cara y fingió contemplar un narciso entre un mar de ellos, hasta que pudo dominar su voz lo suficiente para decir-Mira, Rain, daría los colmillos por saber lo que era el cardenal para mi familia. ¿Sólo un amigo? Era algo más, y algo misterioso. Pero no sé qué. Ojalá lo supiera.
– ¿Para qué? -Se puso en pie y le tendió una mano-. Vamos, herzchen, te llevaré a comer a algún sitio donde creas que habrá ojos que vean que el abismo entre la pelirroja actriz australiana y cierto miembro del gabinete alemán se ha cerrado. Mi fama de playboy se ha deteriorado mucho desde que tú me diste la patada.
– Cuidado con lo que dices, amigo mío. Ya no me llaman pelirroja actriz australiana; ahora sov la brillante y magnífica actriz británica, de cabellos dignos de Tiziano, gracias a mi inmortal interpretación de Cleopatra. No me digas que no sabes que los críticos me llaman la Cleo más exótica de los últimos tiempos -y torció los brazos y las manos en la actitud de un jeroglífico egipcio.
El pestañeó.
– ¿Exótica? -expuso, en tono de duda.
– Exótica, sí -afirmó ella, con firmeza.
El cardenal Vittorio había muerto, y por esto Rain no iba ya a Roma con frecuencia. En cambio, venía a Londres. Al principio, Justine estaba tan contenta que no buscaba más que la amistad que él le ofrecía; pero, al transcurrir los meses y no aludir nunca él, directa o indirectamente, a su relación pasada, su débil resentimiento se convirtió en algo más inquietante. Ella no quería reanudar aquella antigua relación, se decía constantemente; había terminado por completo con esta clase de cosa; no la necesitaba ni la deseaba. Ni permitía que su mente volviese a una imagen de Rain tan eficazmente enterrada que sólo aparecía en algunos sueños traidores.
Los primeros meses después de la muerte de Dane habían sido horribles, y ella había resistido su impulso de ir a Rain, de sentir su contacto corporal y esniritual, sabiendo muy bien que éste no dejaría de acudir si le dejaba. Pero no podía permitirlo, porque la cara de Dane se sobrepondría a la de él. Tenía que eliminarle, luchar por apagar la última chispa de deseo por él. Y, al pasar el tiempo y parecer que él iba a quedar definitivamente apartado de su vida, su cuerpo se sumió en una especie de letargo y su mente se impuso el deber de olvidar.
Pero, ahora que Rain había vuelto, la cosa se hacía mucho más difícil. Ella ardía en deseos de preguntarle si recordaba aquella otra relación, si había podido olvidarla. Cierto que ella había terminado en absoluto con esto, pero le habría gustado saber que no había terminado para él; es decir, siempre que la cosa se llamase Justine, y sólo Justine.
Sueños vanos. Rain no era hombre capaz de derrochar un amor no correspondido, fuese mental o físico, y nunca mostraba el menor deseo de reanudar aquella fase de sus vidas. La quería como amiga, y disfrutaba de ella como amigo. ¡Magnífico! Era precisamente lo que quería ella. Sólo que…, ¿podía él haberlo olvidado? No; era imposible… ¡y que Dios le confundiese si lo había hecho!
La noche en que los procesos mentales de Justine llegaron a este punto, su representación de Lady Macbeth tuvo una intensidad salvaje muy distinta de su interpretación acostumbrada. Después, durmió mal, y la mañana siguiente le trajo una carta de su madre que la llenó de vaga inquietud.