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– Depende de si quiere usted oír misa -dijo él, sentándose en un sillón delante de ella y cruzando las piernas, de modo que la sotana se alzó lo suficiente para mostrar que, debajo de ella, llevaba pantalones de montar y botas altas hasta la rodilla, como concesión al carácter rural de su parroquia-. Le traigo la Eucaristía, pero si desea oír misa, puedo decirla dentro de un momento. No me importa ayunar un poco más.

– Es usted demasiado bueno para mí, padre -dijo ella, taimadamente, sabiendo muy bien que, como todos los demás, él no la apreciaba por sí misma, sino por su dinero-. Tome té, por favor -siguió diciendo-. Me basta con la Comunión.

Él consiguió que el resentimiento no se reflejase en su cara; esta parroquia le había enseñado a dominarse.

Si una vez había desdeñado la oportunidad de salir de la oscuridad en que le había sumido su mal genio, no volvería a cometer el mismo error. Y, si jugaba bien sus cartas, aquella vieja podía ser la respuesta a sus oraciones.

– Debo confesar, padre, que en este último año ha sido muy agradable -declaró ella-. Es usted un sacerdote mucho más satisfactorio que el viejo padre Kelly, a quien Dios confunda.

Al pronunciar la última frase, su voz se había vuelto súbitamente dura, vengativa.

Él la miró a la cara, pestañeando.

– ¡Mi querida señora Carson! Ese sentimiento no es muy cristiano.

– Es la pura verdad. Era un viejo borrachín, y estoy segura de que Dios castigará su alma tanto como el alcohol castigó su cuerpo. ^Se inclinó hacia delante-. Ahora le conozco a usted muy bien, y creo que tengo derecho a hacerle algunas preguntas, ¿no? A fin de cuentas, puede usted emplear Drogheda como su campo de juego particular, aparte de aprender ganadería, mejorar su equitación y escapar a las vicisitudes de la vida en Gilly. Todo por invitación mía, desde luego; p"ero me creo autorizada a preguntarle, ¿no?

A él no le gustaba que le recordasen que debía sentirse agradecido, pero sabía, desde hacía tiempo, que llegaría un día en que ella se creería con derecho a pedirle algo.

– Desde luego, señora Carson. Jamás podré agradecerle bastante que me abra las puertas de Drogheda, además de todos sus regalos…, mis caballos, mi coche.

– ¿Cuántos años tiene? -preguntó ella, sin más preámbulos.

– Veintiocho -respondió él.

– Más joven de lo que pensaba. Pero aun así, no suelen enviar sacerdotes como usted a sitios como Gilly. ¿Qué hizo usted, para que le enviasen a este último rincón del mundo?

– Insulté al obispo -declaró' él, sonriendo tranquilamente.

– ¡Sin duda tenía sus razones! Pero no comprendo que un sacerdote de su talento pueda sentirse dichoso en un lugar como Gillanbone.

– Es la voluntad de Dios.

– ¡Tonterías! Usted está aquí por culpa de las flaquezas humanas, las suyas propias y las del obispo. Sólo el Papa es infalible. Todos sabemos que está usted completamente fuera de su ambiente natural en Gilly, y no es que no nos alegremos de tener a alguien como usted, para variar, en vez de los parásitos que suelen enviarnos. Pero su elemento natural está en algún sector del poder eclesiástico, no aquí, entre caballos y ovejas. La púrpura cardenalicia le sentaría magníficamente.

– No es probable que la obtenga. Greo que Gillanbone no es exactamente el epicentro del mapa del arzobispo legado del Papa. Y podría ser peor. Aquí, la tengo a usted y a Drogheda.

Ella aceptó la deliberadamente ostensible adulación en el sentido en que él la había pronunciado, gozando en su apostura, de su cortesía, de su mentalidad afilada y sutil; ciertamente, sería un estupendo cardenal. No recordaba haber visto en toda su vida un hombre tan guapo y que emplease su apostura como lo hacía él. Por fuerza tenía que saber cuál era su aspecto: la estatura y las perfectas proporciones de su cuerpo, las finas y aristocráticas facciones, la manera en que habían sido combinados todos sus elementos físicos para lograr un resultado perfecto y acabado que Dios no solía prodigar en Sus criaturas. Desde el cabello negro y ondulado y el azul sorprendente de sus ojos, hasta la delicada pequenez de sus manos y sus pies, todo era perfecto en él. Sí; no podía ignorar cómo era realmente. Y, sin embargo, había algo en él que respiraba indiferencia, que daba la impresión de que jamás se había dejado esclavizar por su belleza, ni nunca se dejaría dominar por ella. La emplearía sin remilgos, si le ayudaba a obtener lo que quería, pero no como si estuviese enamorado de ella; más bien como si desdeñase a sus inferiores por dejarse influir por ello. Y ella habría dado cualquier cosa por saber qué cosas del pasado de su vida le habían hecho así.

Era curioso que muchos sacerdotes fuesen bellos como Adonis y tuviesen el magnetismo sexual de Don Juan. ¿Abrazaban el celibato como refugio contra las consecuencias?

– ¿Cómo puede soportar Gillanbone? -preguntó ella-. ¿Por qué no abandona el sacerdocio, en vez de seguir aguantando? Con su talento, podría hacerse rico y poderoso en muchos campos, y no me diga que no le atrae la idea del poder.

Él arqueó la ceja izquierda.

– Mi querida señora Carson, usted es católica. Sabe que mis votos son sagrados. Seré sacerdote hasta la muerte. No puedo renegar de mi estado.

Ella lanzó una carcajada burlona.

– ¡Oh, vamos! ¿Cree que, si renunciase a sus votos, le perseguirían con rayos y centellas, y le echarían los perros?

– Claro que no. Y también la creo a usted lo bastante inteligente para no pensar que es el miedo al castigo lo que me mantiene dentro del sacerdocio.

– ¡Oh, no sea petulante, padre De Bricassart! Entonces, ¿qué le mantiene atado? ¿Qué le obliga a soportar el polvo, el calor y las moscas de Gilly? Por lo que sé, la sentencia puede ser a perpetuidad.

Una sombra oscureció un momento los ojos azules del hombre, pero sonrió con aire compasivo.

– Me sirve usted de gran consuelo, ¿eh? -Abrió los labios, miró al techo y suspiró-. Yo fui destinado al sacerdocio desde la cuna, pero hay mucho más. ¿Cómo podría explicarlo a una mujer? Soy como un vaso, señora Carson, y a veces estoy lleno de Dios. Si fuese un sacerdote mejor, no pasaría por períodos de vacío. Pero aquella plenitud, aquella unión con Dios, no está en función del lugar. Se produce, tanto si se está en Gillanbone como en un palacio episcopal. Pero es algo difícil de definir, porque incluso para los sacerdotes constituye un gran misterio. Es decir, quizás. ¿Abandonarlo? No podría.

– Entonces, es una fuerza, ¿no? Pero, por qué les es concedida a los sacerdotes? ¿Qué les hace pensar que la simple unción con el crisma, durante una ceremonia insoportablemente larga, confiere al hombre aquella fuerza?

Él meneó la cabeza.

– Escuche: tienen que pasar muchos años antes de que uno esté preparado para la ordenación. Es el cuidadoso desarrollo de un estado mental lo que hace que el vaso se abra para Dios. ¡Es algo ganadol Que se gana todos los días. ¿No comprende cuál es el objeto de los votos? Que las cosas terrenas no se interpongan entre el sacerdote y su estado mental; ni el amor a una mujer, ni el amor al dinero, ni la resistencia a obedecer los dictados de otros hombres. La pobreza no es nueva para mí, porque no procedo de familia rica. Acepto la castidad, y no me resulta difícil mantenerla. Para mí, la obediencia es lo más difícil. Pero obedezco, porque, si me considero más importante que mi función como receptáculo de Dios, estoy perdido. Obedezco. Y, si no hay más remedio, estoy dispuesto a soportar Gillanbone como una sentencia a cadena perpetua.

– Entonces, es usted tonto -dijo ella-. También yo creo que hay cosas más importantes que los amantes, pero ser un receptáculo de Dios no es una de ellas. Es raro. No me había dado cuenta de que creía usted tan ardientemente en Dios. Pensaba que tal vez tenía dudas.

– Y las tengo. ¿Qué hombre que piense no las tiene? Por esto a veces estoy vacío. -Miró a lo lejos, a algo que ella no podía ver-. Creo que renunciaría a todas mis ambiciones, a todos mis deseos, por una posibilidad de ser un sacerdote perfecto.