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– La perfección, en lo que sea -dijo ella-, es terriblemente aburrida. Yo prefiero un matiz de imperfección.

Él se rió, mirándola con una admiración teñida de envidia. Era una mujer notable.

Llevaba treinta y tres años de viuda, y su único hijo, un varón, había muerto en la infancia. Debido a su peculiar posición en la comunidad de Gillanbone había rechazado todas las insinuaciones de los más ambiciosos varones del círculo de sus amistades; como viuda de Michael Carson, era una reina indiscutible, pero, como esposa de cualquiera, habría tenido que pasar a este cualquiera la administración de todo lo que poseía. Y Mary Carson no estaba dispuesta a representar un segundo papel. Por consiguiente, había renunciado a la carne, prefiriendo el poder; en cuanto a tener un amante, habría sido inconcebible, a que Gillanbone era tan sensible a los chismes como un alambre a una corriente eléctrica. Mostrarse humana y débil, no era precisamente su obsesión.

Pero ahora era lo bastante vieja para estar oficialmente al margen de los impulsos del cuerpo. Si el nuevo y joven sacerdote se mostraba asiduo en sus deberes con respecto a ella, y si ella le recompensaba con pequeños regalos, tales como un coche, esto no era ninguna incongruencia. Firme pilar de la Iglesia durante toda su vida, Mary Carson había ayudado a la parroquia y a su jefe espiritual como era debido, incluso cuando el padre Kelly hipaba durante la misa. Y no era la única que se sentía piadosamente inclinada en favor del sucesor del padre Kelly; el padre Ralph de Bricassart era merecidamente popular entre todos los miembros de su rebaño, ricos o pobres. Si sus feligreses más alejados no podían ir a Gilly para verle, él iba a verlos a ellos, y, antes de que Mary Carson le regalara un coche, lo hacía a caballo. Su paciencia y su amabilidad le habían granjeado el aprecio de todos y el amor sincero de algunos; Martin King, de Bugela, había equipado pródigamente la parroquia, y Dominic O'Rourke, de Dibban-Dibban, pagaba el salario de una buena ama de llaves.

Así, desde el pedestal de su edad y de su posición, Mary Carson se sentía completamente segura en compañía del padre Ralph; le agradaba medir su ingenio contra un cerebro tan inteligente como el suyo propio, y le gustaba superarle, porque nunca estaba se gura de haberle superado.

– Volviendo a lo que decía sobre que Gilly no es el epicentro del mapa del arzobispo legado del Papa -dijo ella, arrellanándose en su sillón-, ¿qué cree usted que haría falta para que ese reverendo caballero convirtiese a Gilly en el eje de su mundo?

el cura sonrió con tristeza.

– Imposible saberlo. ¿Un acontecimiento extraordinario? La súbita salvación de un millar de almas, la súbita facultad de curar a los inválidos o a los ciegos… Pero el tiempo de los milagros ha pasado.

– ¡Oh, vamos! ¡Lo dudo! Más bien es que Él ha cambiado Su técnica. Actualmente, emplea el dinero.

– ¡Qué cínica es usted! Tal vez por eso la aprecio tanto, señora Carson.

– Mi nombre es Mary. Llámeme Mary, por favor.

Minnie entró con el carrito del té en el momento en que el padre De Bricassart decía:

– Gracias, Mary.

Después de comer unas tortitas recién tostadas con anchoas, Mary Carson suspiró.

– Mi querido padre, quiero que esta mañana rece por mí con un fervor especial.

– Llámeme Ralph -dijo él, y prosiguió, con picardía-: Dudo de que me sea posible rezar por usted con más fervor del que empleo normalmente, pero lo intentaré.

– ¡Oh, es usted encantador! ¿Oh ha sido su observación una indirecta? Por lo general, me gustan las cosas claras, pero, con usted, nunca estoy segura de si la claridad es-una capa que oculta algo más profundo. Como una zanahoria delante de un borrico.

¿Qué piensa usted exactamente de mí, padre De Bri-cassart? No puedo saberlo, porque nunca será lo bastante descortés para decírmelo, ¿verdad? Fascinante, fascinante… Pero debe usted rezar por mí. Soy vieja, y he pecado mucho.

– La edad es un mal que nos ataca a todos, y también yo he pecado.

Ella soltó una risita seca.

– ¡Daría cualquier cosa por saber cuáles fueron sus pecados! Sí, daría cualquier cosa. -Guardó un momento de silencio y cambió de tema-. En este momento, me falta un mayoral para el ganado.

– ¿Otra vez?

– Cinco en el pasado año. Se está haciendo muy difícil encontrar un hombre decente.

– Bueno, según dicen los rumores, no es usted precisamente un patrono muy generoso y considerado.

– ¡Habráse visto! -gritó ella, y se echó a reír-. ¿Quién le compró a usted un «Daimler» nuevo, para que no tuviese que cabalgar?

– Sí, ¡pero ya ve lo caro que lo estoy pagando!

– Si Michael hubiese tenido la mitad de su ingenio y de su carácter, podría haberle querido -declaró bruscamente. Su semblante cambió y se hizo desdeñoso-. Cree usted que no tengo parientes y que debo dejar mi dinero y mis tierras a la madre Iglesia, ¿no?

– No tengo la menor idea -replicó él, tranquilamente, sirviéndose más té.

– En realidad, tengo un hermano que es padre de familia numerosa.

– La felicito -dijo él, con gazmoñería.

– Cuando me casé, yo no tenía nada. Sabía que nunca haría una buena boda en Irlanda, donde las mujeres deben tener una buena educación y ser de noble estirpe para cazar un marido rico. Por consiguiente, me harté de trabajar para recoger el dinero del pasaje hacia un país donde los hombres ricos son menos remilgados. Todo lo que tenía, cuando llegué aquí, era un buen palmito y buena figura, y una inteligencia superior a la que suele atribuirse a las mujeres; lo preciso para cazar a Michael Carson, que era un tonto cargado de dinero. Me colmó de atenciones hasta el día en que murió.

– ¿Y su hermano? -preguntó él, al ver que ella se desviaba del tema.

– Mi hermano tiene once años menos que yo, lo cual quiere decir que tendrá ahora cincuenta y cuatro. No tenemos más hermanos vivos. Casi no le conozco, pues era muy pequeño cuando yo salí de Gal-way. En la actualidad, vive en Nueva Zelanda, aunque, si emigró para hacer fortuna, fracasó rotundamente.

«Pero la roche pasada, cuando un mozo me dio la noticia de que Arthur Teviot había hecho los bártulos y se había marchado, pensé de pronto en Padrais. Yo me estoy haciendo vieja, y no tengo familia que me acompañe. Y se me ocurrió pensar que Paddy tiene experiencia en la tierra, aunque carece de medios para poseerla. ¿Por qué no escribirle, pensé, y pedirle que venga aquí con sus hijos? Cuando yo muera, él heredará Drogheda y «Michar Limited», pues es mi único pariente próximo, ya que, aparte de él, sólo tengo unos primos en Irlanda a los que ni siquiera conozco.

Sonrió.

– Parece tonto esperar, ¿verdad? Igual puede venir ahora que más tarde, y acostumbrarse a criar corderos en estas tierras negras, que supongo muy distintas de las de Nueva Zelanda. Así, cuando yo me vaya, podrá ocupar mi lugar sin contratiempos.

Con la cabeza agachada, observó atentamente al padre Ralph.

– Me extraña que no lo pensara antes -dijo él.

– ¡Oh, ya lo había pensado! Pero, hasta hace poco, creí que no quería tener a mi alrededor una bandada de buitres esperando que exhalase mi último suspiro. Sin embargo, últimamente, veo mucho más cerca el día de mi partida, y pienso que…, bueno, no lo sé. Creo que me gustará encontrarme entre gente de mi propia sangre.

– ¿Acaso se siente enferma? -preguntó en seguida él, visiblemente alarmado.

La anciana se encogió de hombros.

– Estoy perfectamente. Sin embargo, hay algo ominoso en el hecho de cumplir sesenta y cinco años: De pronto, la vejez deja de ser un fenómeno que tiene que ocurrir; ya ha ocurrido.

– Sé lo que quiere decir, y tiene razón. Será muy agradable para usted oír voces jóvenes en la casa.