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– ¡Oh, no vivirán aquí! -se apresuró a decir ella-. Pueden vivir en la casa del mayoral, junto al torrente, lejos de mí. No me gustan los niños ni sus voces.

– ¿No es una manera un poco descortés de tratar a su único hermano, Mary, aunque haya tanta diferencia de edad entre ustedes?

– Él heredará… ¡Que se lo gane! -replicó ella secamente.

Fiona Cleary dio a luz otro varón seis días después del noveno cumpleaños de Meggie, y se consideró afortunada de haber sufrido sólo dos abortos con anterioridad. Meggie, a sus nueve años, podía ser ya una verdadera ayuda para ella. Fee tenía cuarenta anos, demasiados para parir hijos sin padecer agotadores dolores. El niño, al que llamaron Harold, era una criatura muy delicada; por primera vez, en el recuerdo de todos, el médico tenía que pasar regularmente a visitarle.

Y, como suele ocurrir con los'disgustos, los de los Cleary se multiplicaron. La guerra no fue seguida de un auge, sino de una depresión en el campo. Ei trabajo escaseó cada día más.

Un día, el viejo Angus MacWhirter les trajo un telegrama cuando estaban acabando de tomar el té, Paddy lo abrió con dedos temblorosos; los telegramas nunca traían buenas noticias. Los chicos se agolparon a su alrededor, todos menos Frank, que cogió su taza de té y se alejó de la mesa. Fee le siguió con la mirada, pero se volvió al oír gruñir a Paddy.

– ¿Qué pasa? -le preguntó.

Paddy contemplaba el pedazo de papel como sí contuviese la noticia de una muerte.

– Archibald no nos quiere.

Bob descargó un furioso puñetazo sobre la mesa; había esperado con ilusión el día en que iría con su padre, como aprendiz de esquilador, y el corral de Archibald había de ser el primero para él.

– ¿Por qué nos hace una marranada así, papá? Teníamos que empezar allí mañana.

– No dice la razón, Bob. Supongo que un esquirol me habrá segado la hierba bajo los pies.

– ¡Oh, Paddy! -suspiró Fee.

El pequeño Hal empezó a llorar en la cuna colocada cerca del horno; pero, antes de que Fee tuviese tiempo de moverse, Meggie se había levantado ya; Frank había vuelto a entrar y, con la taza de té en la mano, observaba fijamente a su padre.

– Bueno, creo que iré a ver a Archibald -decidió Paddy, al fin-. Es demasiado tarde para buscar otro corral en vez del suyo, pero creo que me debe una explicación. Tendremos que confiar en encontrar trabajo de ordeño, hasta que Willoughby empiece el esquileo en julio.

Meggie cogió una toalla cuadrada y blanca de un montón colocado junto a la cocina, la calentó y la extendió cuidadosamente sobre la mesa de trabajo; después, sacó a la llorosa criatura de su cuna de mimbre. El cabello de los Cleary brilló débilmente sobre el pequeño cráneo, mientras Meggie le cambiaba rápidamente los pañales, con la misma eficacia con que lo habría hecho su madre.

– La madrecita Meggie -dijo Frank, para pin charla.

– ¡No lo soy! -respondió ella, indignada-. Sólo ayudo a mamá.

– Lo sé -dijo amablemente él-. Eres una buena chica, pequeña Meggie.

Y tiró de la cinta de tafetán con que se sujetaba los cabellos, hasta deshacerle el lazo.

Los grandes ojos grises de la niña le miraron con adoración; vista sobre la bamboleante cabeza del pe-queñín, habría podido tener los años de Frank o ser aún mayor que él. A Frank le dolía el corazón al pensar que esta carga había caído sobre los hombros de la pequeña cuando sólo habría tenido que cuidar de Agnes, ahora relegada y olvidada en su habitación. Si no hubiese sido por ella y por su madre, se habría marchado hacía tiempo. Miró hoscamente a su padre, causa de este nuevo caos en la casa. Si le habían quitado su trabajo, le estaba bien empleado.

Por alguna razón, los otros chicos e incluso Meggie le habían dado mucho menos que pensar que Hal; pero cuando, esta vez, empezó a hincharse la cintura de Fee, era ya lo bastante mayor para estar casado y ser padre. Todos, excepto la pequeña Meggie, se habían sentido inquietos, y, en especial, la madre. Las miradas furtivas de los muchachos la hacían encogerse como un conejo; no podía cruzar su mirada con la de Frank ni borrar la vergüenza de sus ojos. Ninguna mujer debería pasar una cosa así, se dijo Frank por milésima vez, recordando los horribles gritos y lamentos que salían de su habitación la noche en que nació Hal. A pesar de que ya era mayor de edad, le habían enviado a otra parte con sus hermanos. A papá le estaba bien empleado el haber perdido su trabajo. Un hombre decente habría dejado a mamá en paz.

La cabeza de su madre, bajo la luz eléctrica recién instalada, estaba nimbada de oro, y su perfil, mientras contemplaba a Paddy desde el otro extremo de la mesa, era indeciblemente hermoso. ¿Cómo había podido, una mujer tan adorable y refinada, casarse con un esquilador ambulante de los fangales de Galway? Se había echado a perder, junto con su porcelana de Spode y su mantelería de damasco y las alfombras persas del salón que nadie veía, porque ella no congeniaba con las mujeres de los semejantes de Paddy. Les hacía sentir demasiado la vulgaridad de sus voces fuertes, su desconcierto cuando se encontraban con más de un tenedor delante.

De vez en cuando, un domingo, entraba en el solitario salón, se sentaba frente a la espineta, junto a la ventana, y tocaba, aunque había perdido su habilidad por falta de práctica y sólo podía ya tocar las piezas más sencillas. Él se sentaba al pie de la ventana, entre las lilas y los lirios, y cerraba los ojos para escuchar. Entonces, él tenía una especie de visión, la visión de su madre vistiendo un largo traje de blonda de un rosa palidísimo, sentada frente a la espineta, en un gran salón ornado de marfil, con enormes candelabros a su alrededor. Entonces sentía ganas de llorar, pero no lo hacía; no había llorado desde aquella noche en el henil, después de que la Policía lo trajese a casa.

Meggie había vuelto a dejar a Hal en la cuna y estaba ahora en pie junto a su madre. Otro ser malgastado. El mismo perfil orgulloso y sensible; algo de Fiona en sus manos y en su cuerpo infantil. Cuando fuese mujer, se parecería mucho a su madre. ¿Y quién se casaría con ella? ¿Otro tosco esquilador irlandés, o un ilusionado patán de cualquier granja de Wahine? Ella valía mucho más, pero no había nacido para más. No había salida; todos lo decían, y cada año que pasaba parecía confirmarlo más y más.

Sintiendo de pronto la mirada de él, Fee y Meggie se volvieron al mismo tiempo, y le sonrieron con esa ternura peculiar que reservan las mujeres para el hombre más amado de sus vidas. Frank dejó la taza sobre la mesa y salió a dar de comer a los perros. Ojalá hubiese podido llorar… o matar. Cualquier cosa que borrase su dolor.

A los tres días de haber perdido Paddy su trabajo en los corrales de Archibald, llegó la carta de Mary Carson. Él la había abierto en la oficina de Correos, al recoger su correspondencia, y volvió a casa brincando como un chiquillo.

– ¡Nos vamos a Australia! -gritó, agitando las caras cuartillas de papel tela ante los asombrados rostros de su familia.

Se hizo un silencio, mientras todos los ojos se clavaban en él. Los de Fee estaban asustados, lo mismo que los de Meggie; en cambio, los de los varones brillaban gozosos, y los de Frank echaban chispas.

– Pero, Paddy, ¿cómo se ha acordado de pronto de nosotros, después de tantos años? -preguntó Fee, después de leer la carta-. Siempre ha tenido dinero, y no se encuentra aislada. No recuerdo que nunca nos ofreciese su ayuda.

– Parece que tiene miedo de morir sola -dijo Paddy, para tranquilizarse él mismo, tanto como a Fee-. Ya has visto lo que dice: «Ya no soy joven, y tú y tus hijos sois mis herederos. Creo que deberíamos yernos antes de que yo muera, y conviene que aprendas a gobernar tu herencia. Tengo el propósito de nombrarte mayoral, y aquellos de tus chicos que estén en edad de trabajar podrían hacerlo a tus órdenes. Drogheda se convertiría en una empresa familiar, regida por la familia sin ayuda de nadie de fuera.»