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Era muy bajito, menos de un metro sesenta, y delgado como correspondía a un mozalbete, pero los hombros y los brazos desnudos mostraban ya músculos nudosos de tanto trabajar con el martillo, y la pálida y lisa piel brillaba a causa del sudor. La negrura de su cabello y de sus ojos mostraba un matiz exótico, y sus gruesos labios y ancha nariz le distinguían de su familia, pero su madre tenía sangre maorí, y quizás ésta se manifestaba en él. Pronto cumpliría dieciséis años, mientras que Bob aún no había cumplido los once; Jack tenía diez, Hughie nueve, Stuart cinco y la pequeña Meggie tres. Pero entonces recordó que aquel día cumplía Meggie los cuatro, pues, era 8 de diciembre. Se puso la camisa y salió del henil.

La casa estaba, situada en la cima de una pequeña colina, unos treinta metros más alta que el henil y los establos. Como todas las casas de Nueva Zelanda, era de madera, ocupaba mucho espacio y tenía un solo piso, de acuerdo con la teoría de que, si se producía un terremoto, algo quedaría en pie. A su alrededor, crecían aulagas en todas partes, adornadas ahora de bellas flores amarillas; la hierba era verde y lozana, como toda la de Nueva Zelanda. Ni siquiera en mitad del invierno, cuando la escarcha no se fundía en todo el día a la sombra, se agostaba la hierba, y el largo y suave verano sólo le daba un verde más vivo. Las lluvias caían mansamente, sin dañar los tiernos retoños de todas las cosas que crecían; no nevaba, y el sol tenía siempre bastante fuerza para acariciar, pero nunca suficiente para quemar. Más que descender del cielo, las plagas de Nueva Zelanda surgían de las entrañas de la tierra. Siempre reinaba una sofocante impresión de espera, un estremecimiento insensible que acababa transmitiéndose a los pies. Pues debajo del suelo yacía un poder terrible, un poder de tal magnitud que, treinta años antes, había hecho desaparecer una montaña imponente; salían vapores silbando de las grietas de las laderas de plácidas colinas, los volcanes vomitaban humo y manaba caliente el agua de los torrentes alpinos. Grandes lagos fangosos hervían como el aceite; el mar lamía vacilante unos riscos que tal vez no estarían ya allí en la próxima marea, y, en algunos lugares, la corteza terrestre tenía menos de trescientos metros de espesor.

Sin embargo, era un país amable y grato. Más allá de la casa, se extendía una llanura ondulada tan verde como la esmeralda de la sortija de prometida de Fiona Cleary, salpicada de miles de bultitos cremosos que, vistos de cerca, resultaban ser corderos. Allí donde los curvos montes festoneaban el borde de un claro cielo azul, el Egmont se elevaba a tres mil metros, adentrándose en las nubes, con sus laderas todavía blanqueadas por la nieve y con una simetría tan perfecta que incluso los que, como Frank, lo veían todos los días, no dejaban nunca de maravillarse.

Había un buen trecho del henil a la casa, pero Frank caminaba de prisa, porque sabía que no hubiese debido ir; las órdenes de su padre eran concretas. Entonces, al doblar la esquina de la casa, vio al pequeño grupo junto a una aulaga.

Frank había llevado a su madre a Wahine, a comprar la muñeca de Meggie, y todavía se preguntaba qué la habría inducido a nacerlo. No era partidaria de los regalos inútiles de cumpleaños, ni sobraba el dinero para ellos, ni nunca había regalado un juguete a nadie antes de ahora. Todo lo que recibían eran prendas de vestir; los cumpleaños y las Navidades servían para reponer los exiguos guardarropas. Pero, al parecer, Meggie había visto la muñeca en su única visita a la ciudad, y Fiona no lo había olvidado. Cuando Frank le preguntó, murmuró algo sobre la necesidad que tenían las niñas de una muñeca, y cambió rápidamente de tema.

Jack y Hughie tenían la muñeca entre los dos, en el sendero de delante de la casa, y agitaban furiosamente sus articulaciones. Sólo podía ver la espalda de Meggie, que contemplaba cómo sus hermanos profanaban a Agnes. Los limpios calcetines blancos le habían resbalado y formaban arrugados pliegues sobre las botitas negras, y medio palmo de piel rosada de las piernas era visible bajo el dobladillo del vestido de terciopelo castaño de los domingos. La melena negra, cuidadosamente rizada, le caía en cascada sobre la espalda y resplandecía al sol; no era roja ni dorada, sino de un color intermedio. La cinta de tafetán blanco que impedía que los rizos de la frente le cayeran sobre la cara pendía sucia y flaccida; el vestido se veía lleno de polvo. Sostenía la ropa de la muñeca en una mano y, con la otra, empujaba en vano a Hughie.

– ¡Malditos pequeños bastardos!

Jack y Hughie se pusieron en pie y echaron a correr, olvidándose de la muñeca; cuando Frank maldecía, esta actitud era lo más aconsejable.

– Si vuelvo a pillaros tocando esa muñeca, ¡os calentaré vuestro sucio culo! -les gritó Frank.

Se agachó, asió a Meggie de los hombros y la sacudió cariñosamente.

– Vamos, vamos, ¡no llores! Ya se han marchado, y nunca volverán a tocar tu muñeca, te lo prometo. Ahora, quiero una sonrisa de cumpleaños, ¿eh?

La niña tenía la cara hinchada y lloraba a raudales; miró a Frank con sus ojos grises, tan grandes y tan llenos de tragedia, que su hermano sintió un nudo en la garganta. Ahora sacó un trapo sucio del bolsillo del pantalón, le enjugó toscamente la cara y le pilló la nariz entre sus pliegues.

– ¡Suena!

Ella obedeció e hipó ruidosamente, mientras le secaba las lágrimas.

– ¡Oh… Fra-Fra-Frank, me qui-qui-quitaron a Agnes! -Sorbió-. Su ca-ca-cabello se ha caído, y ha pe-pe-perdido todas las bo-bo-bonitas perlas bancas que llevaba. Han caído en la hie-hie-hierba, ¡y no puedo encontrarlas*.

Volvieron a fluir las lágrimas, salpicando la mano de Frank; éste miró un momento su piel mojada, y la enjugó con la lengua.

– Bueno, tendremos que buscarlas, ¿no? Pero no encontrarás nada si sigues llorando, ¿sabes? ¿Y qué significa esa manera de hablar como una niña pequeña? ¡Al menos hacía seis meses que no decías «bancas» en vez de «blancas»! Vamos, suénate otra vez y recoge a la pobre… ¿Agnes? Si no la vistes, le va a dar una insolación.

La hizo sentar en la orilla del sendero y le dio amablemente la muñeca; después, se agachó y empezó a buscar entre la hierba, hasta que lanzó un grito de triunfo y mostró una perla.

– ¡Mira! ¡La primera! Las encontraremos todas, ya verás.

Meggie observó devotamente a su hermano mayor, mientras éste seguía buscando entre las hierbas y le mostraba cada perla que encontraba; después recordó lo delicada que debía ser la piel de Agnes, la facilidad con que podría quemarse, y puso toda su atención en vestir a la muñeca. No parecía haber sufrido verdaderas lesiones. Tenía los cabellos sueltos y enmarañados, y los 'brazos y las piernas sucios, donde habían tirado de ellos los chicos, pero todo lo demás estaba en orden. Meggie llevaba una peineta de concha sobre cada oreja; tiró de una de ellas hasta soltarla, y empezó a peinar a Agnes, que tenía cabellos humanos de verdad, habilidosamente pegados a una base de gasa encolada, y decolorados hasta que habían adquirido un tono de paja dorada.

Tiraba torpemente de un gran nudo, cuando ocurrió la tragedia. Toda la cabellera se desprendió de golpe y quedó colgando, como un estropajo, de los dientes de la peineta. Sobre la lisa y ancha frente de Agnes, no había nada; ni cabeza, ni cráneo. Sólo un horrible y enorme agujero. Temblando aterrorizada, Meggie se inclinó para atisbar dentro de la caja craneana de la muñeca. Allí se distinguía vagamente el perfil invertido de las mejillas y del mentón; la luz se filtraba entre los labios entreabiertos y la negra silueta animal de los dientes, y, más arriba, estaban los ojos de Agnes, dos horribles bolitas atravesadas por un alambre cruelmente clavado en su cabeza.