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– ¿Dice algo sobre mandarnos dinero para el viaje a Australia? -preguntó Fee.

Paddy irguió la espalda.

– ¡Líbreme Dios de importunarla con esto! -saltó-. Podemos ir a Australia sin pedirle el dinero; tengo ahorrado lo suficiente para el viaje.

– Yo creo que debería pagarlo ella -replicó tercamente Fee, para asombro de todos, pues no solía expresar sus opiniones-. ¿Por qué habías de renunciar a tu vida aquí e ir a trabajar para ella, confiando sólo en una promesa hecha por carta? Jamás había levantado un dedo para ayudarnos, y no me fío de ella. Siempre te oí decir que es la mujer más avara que se puede imaginar. A fin de cuentas, Paddy, sabes muy poco de ella; te aventaja mucho en edad y, cuando se marchó a Australia, todavía no habías empezado a ir a la escuela.

– No sé qué tiene que ver esto ahora; cuanto más avara sea, más heredaremos. No, Fee; iremos a Australia, y nos pagaremos el viaje.

Fee no habló más. Era imposible adivinar, por su cara, si estaba ofendida por el poco caso que le había hecho su marido.

– ¡Hurra! ¡Iremos a Australia! -gritó Bob, agarrando a su padre de los hombros.

Jack, Hughie y Stu saltaban desaforadamente, y Frank sonreía, perdida la mirada en la lejanía. Sólo Fee y Meggie estaban preocupadas y temerosas, deseando que todo aquello quedase en nada, pues su vida no sería más fácil en Australia, donde se hallarían, además, en un ambiente extraño.

– ¿Dónde está Gillanbone? -preguntó Stuart.

Sacaron el viejo atlas; por muy pobres que fuesen los Cleary, tenían varios estantes de libros detrás de la mesa de la cocina. Los muchachos hojearon las páginas amarillentas hasta encontrar Nueva Gales del Sur. Acostumbrados a las pequeñas distancias de Nueva Zelanda, no se les ocurrió consultar la escala que había en un rincón de la izquierda del mapa. Presumieron, naturalmente, que Nueva Gales del Sur tenía la misma extensión que la isla del Norte de Nueva Zelanda. Y allí estaba Gillanbone, arriba, a la izquierda; aproximadamente a la misma distancia de Sydney que la que había desde Auckland a Wanganui, aunque los puntos indicadores de poblaciones eran muchos menos que en el mapa de la isla del Norte.

– Es un atlas muy viejo -dijo Paddy-. Australia es como América, que crece a saltos y muy de prisa. Estoy seguro de que, actualmente, hay allí muchos más pueblos.

Tendrían que viajar en los compartimientos peores del barco; pero, a fin de cuentas, sólo eran tres días. No las semanas y semanas que se empleaban para ir de Inglaterra a los antípodas. Sólo podrían llevarse la ropa, la vajilla y los cubiertos, los utensilios de cocina y los preciosos libros. En cuanto a los muebles, habría que venderlos para pagar el transporte de las pocas piezas que tenía Fee en el salón: su espineta, las alfombras y las sillas.

– No quiero en modo alguno que las dejes -le dijo Paddy, con firmeza.

– ¿Estás seguro de que podremos pagarlo?

– Seguro. En cuanto a los otros muebles, dice Mary que está preparando la casa del mayoral y que tendremos allí cuanto necesitemos. Me alegro de no tener que vivir en la misma casa que Mary.

– También yo -replicó Fee.

Paddy fue a Wanganui a reservar un camarote de ocho literas en el sollado del Wahine; era curioso que el barco llevase el nombre de la población más próxima a ellos. Zarparían a finales de agosto; por consiguiente, al comenzar dicho mes, todos empezaron a darse cuenta de la gran aventura que iban a emprender. Había que regalar los perros, vender los caballos y el calesín, cargar los muebles en la carreta del viejo Angus MacWhirter y llevarlos a Wanganui para ser subastados, embalar las pocas piezas de Fee, junto con la vajilla, la ropa, los libros y los utensilios de cocina.

Frank encontró a su madre de pie junto a la hermosa y antigua espineta, acariciando su madera de un rosa pálido y mirando vagamente las empolvadas puntas de sus dedos.

– ¿La has tenido siempre, mamá? -preguntó.

– Sí. Cuando me casé, no pudieron quitarme lo que era mío. La espineta, las alfombras persas, el sofá y las sillas Luis XV, el escritorio Regencia. No muchas cosas, pero que me pertenecían en derecho.

Los grises y anhelantes ojos miraron, por encima del hombro de él, el cuadro al óleo de la pared, un poco oscurecido por el tiempo, pero mostrando todavía claramente una mujer de cabellos de oro, vistiendo un traje de blonda rosa pálido adornado con ciento siete volantes.

– ¿Quién era? -preguntó Frank, con curiosidad, volviendo la cabeza-. Siempre he querido saberlo.

– Una gran dama.

– Bueno, debes tener algún parentesco con ella; te pareces un poco a ella.

– ¿Ella? ¿Pariente mía? -Sus ojos dejaron de contemplar el cuadro y miraron irónicamente la cara de su hijo-. Vamos, ¿tengo yo aspecto de haber tenido alguna vez una pariente como ella?

– Sí.

– Tienes teralañas en los sesos; quítatelas.

– Quisiera que me lo dijeses, mamá.

Ella suspiró y cerró la espineta, sacudiéndose el polvillo dorado de los dedos.

– No hay nada que contar; nada en absoluto. Vamos, ayúdame a poner esas cosas en el centro de la habitación, para que papá pueda embalarlas.

El viaje fue una pesadilla. Antes de que el Wahine saliera del puerto de Wellington, todos estaban ya mareados, y siguieron estándolo a lo largo de los casi dos mil doscientos kilómetros de mar agitado por el viento. Paddy llevó los chicos a cubierta y los retuvo allí, a pesar del fuerte viento y de las constantes rociadas de espuma, bajando sólo a ver a las mujeres y al pequeño cuando alguna alma caritativa se ofrecía a vigilar a los cuatro desdichados y mareados chicos. Por mucho que deseara el aire fresco, Frank había decidido permanecer abajo, cuidando a las mujeres. El camarote era muy pequeño, sofocante y olía a petróleo, pues estaba debajo de la línea de flotación y cerca de la proa, donde el movimiento del barco era más violento.

A las pocas horas de salir de Wellington, Frank y Meggie pensaron que su madre iba a morir; el médico, al que un preocupado camarero fue a buscar a primera clase, meneó la cabeza, con aire pesimista.

– Menos mal que el viaje es corto -dijo, y ordenó a su enfermera que fuese en busca de leche para el pequeño.

A pesar del mareo, Frank y Meggie consiguieron dar el biberón a Hal, que lo aceptó de mala gana. Fee no trataba ya de vomitar y había caído en una especie de coma, del que no había manera de sacarla. El camarero ayudó a Frank a subirla a la litera superior, donde el aire estaba un poco menos viciado, y, aplicando una toalla a su boca, para enjugar la bilis acuosa que seguía brotando de ella, Frank se quedó encaramado en el borde de la litera, apartando de la frente de su madre los rubios mechones desvaídos. Hora tras hora continuó en su puesto, a pesar del mareo que sentía; cada vez que entraba Paddy, lo encontraba con su madre, acariciándole los cabellos, mientras Meggie permanecía acurrucada en una litera inferior con Hal, tapándose la boca con una toalla.

A tres horas de Sydney, el mar se calmó y el viejo barco se vio envuelto en una niebla llegada furtivamente del Antartico. Meggie revivió un poco y se imaginó que la nave lanzaba intermitentes gritos de dolor, ahora que había terminado el horrible vendaval. Avanzaron despacio entre aquella pegajosa masa gris, como animales perseguidos, hasta que volvió a sonar un profundo y monótono bramido, procedente de no se sabía dónde, sobre la superestructura del barco; un sonido desolado, indeciblemente triste. Después, todo el aire se llenó a su alrededor de lúgubres aullidos, mientras se deslizaban sobre el agua fantásticamente vaporosa y entraban en el puerto. Meggie no olvidaría nunca el sonido de aquellas sirenas que la habían recibido a su llegada a Australia.

Paddy sacó en brazos a Fee del Wahine, seguido de Frank con el pequeño, de Meggie con una cesta, y de los pequeños, que se tambaleaban bajo el peso de algún otro paquete. Habían llegado a Pyrmont, un nombre que nada les decía, en una brumosa mañana de invierno de finales de agosto de 1921. Una larguísima hilera de taxis esperaba al otro lado de la verja de hierro del muelle, y Meggie se quedó boquiabierta y abrió unos ojos como platos, pues nunca había visto tantos coches juntos. De alguna manera, Paddy consiguió meterles a todos en un solo taxi, cuyo conductor se ofreció a llevarles al «People's Palace».