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– Oiremos misa inmediatamente -decidió-. Estoy segura de que el padre De Bricassart tiene prisa por continuar su camino.

– En absoluto, mi querida Mary -dijo él, riendo y orillándole los ojos azules-. Diré la misa; después tomaremos un buen desayuno, y luego le he prometido a Meggie que le enseñaré dónde va a vivir.

– Meggie -dijo Mary Carson.

– Sí; ésta es Meggie. Lo cual significa empezar las presentaciones por la cola, ¿no? Déjeme empezar por la cabeza, Mary. Ésta es Fiona.

Mary Carson le dedicó una breve inclinación de cabeza y prestó poca atención a los muchachos; estaba demasiado ocupada en observar al sacerdote y a Meggie.

4

La casa del mayoral estaba construida sobre pilotes, a unos nueve metros por encima de una angosta quebrada flanqueada de altos y delgados eucaliptos y de muchos sauces llorones. Comparada con el esplendor de Drogheda, resultaba más bien pobre y utilitaria, pero sus dependencias no eran muy distintas de las de la casa que había dejado en Nueva Zelanda. Sólidos muebles Victorianos, cubiertos de un fino polvillo rojo, llenaban las habitaciones.

– Tienen ustedes suerte, porque disponen de cuarto de baño -dijo el padre Ralph, subiendo delante de ellos la escalera de tablas que daba a la galería delantera; era toda una escalada, pues los pilotes que sustentaban la casa tenían cinco metros de altura-. Esto es por si el torrente experimenta una crecida -explicó el padre Ralph-. Están justo encima de él, y he oído decir que puede subir más de quince metros en una noche.

Desde luego, tenían cuarto de baño: una vieja bañera de metal y un calentador de agua a base de leña, en un cuartito instalado en la galería posterior. En cambio, según descubrieron con disgusto las mujeres el retrete no era más que un agujero en el suelo, a unos doscientos metros de la casa, y apestaba. Algo muy primitivo, en comparación con lo de Nueva Zelanda.

– Los que vivían aquí no debían ser muy aseados -dijo Fee, pasando un dedo sobre el polvo del apa rador.

El padre Ralph se echó a reír.

– No tardará usted en saber que tratar de librarse de esto es una batalla perdida de antemano -dijo-. Aquí estamos en el fin del mundo, y hay tres cosas de las que no podrá librarse nunca: el calor, el polvo y las moscas. Haga lo que haga, siempre estarán con usted.

Fee miró al sacerdote.

– Es usted muy amable con nosotros, padre.

– ¿Por qué no había de serlo? Son ustedes los únicos parientes de mi buena amiga Mary Carson.

Ella se encogió de hombros, con indiferencia.

– No suelo llevarme muy bien con los curas. En Nueva Zelanda, sólo miran por ellos mismos.

– No es usted católica, ¿verdad?

– No. Paddy sí que lo es. Naturalmente, los chicos han sido todos ellos educados en la religión católica, si es esto lo que le preocupa.

– No había pensado en ello. ¿Le desagrada?

– En realidad, no me importa.

– ¿No se convirtió usted?

– No soy hipócrita, padre De Bricassart. Había perdido la fe en mi propia Iglesia, y no deseaba profesar otra creencia igualmente sin significado para mí.

– Comprendo. -Miró a Meggie, que estaba asomada a la galería de delante, observando el camino que conducía a la mansión de Drogheda-. Su hija es muy bonita. Tengo debilidad por los cabellos anaranjados, ¿sabe? De haberlos visto, Tiziano habría corrido en busca de sus pinceles. Nunca había visto un color exactamente igual que el suyo. ¿Es su única hija?

– Sí. Los varones abundan tanto en la familia de Paddy como en la mía; las niñas son raras.

– ¡Pobrecilla! -dijo vagamente él.

Cuando llegaron los bultos de Sidney y la casa empezó a tomar un aspecto más familiar, con los libros, la porcelana, los objetos decorativos y los muebles de Fee llenando el salón, las cosas empezaron a marchar mejor. Paddy y los chicos mayores estaban casi siempre fuera, con los dos mozos encargados por Mary Carson de enseñarle la diferencia entre la ganadería del noroeste de Nueva Gales del Sur y la de Nueva Zelanda. Fee, Meggie y Stu descubrieron la diferencia entre gobernar una casa en Nueva Zelanda y vivir en la residencia del mayoral de Drogheda; existía un tácito acuerdo según el cual no debían molestar nunca a Mary Carson, pero el ama de llaves y las doncellas estaban tan dispuestas a auxiliar a las mujeres como lo estaban los mezos a ayudar a los hombres.

Pronto se enteraron de que Drogheda era un mundo cerrado, tan aislado de la civilización exterior que, al cabo de un tiempo, incluso Guillanbone no fue más que un nombre que evocaba antiguos recuerdos. Dentro de los límites de la gran hacienda, había establos, una herrería, garajes, innumerables barracones donde se guardaba desde comida hasta maquinaria, perreras, un laberinto de corrales, un gigantesco departamento para esquilar los corderos, con nada menos que veintiséis compartimientos y, detrás de él, otra complicada serie de corrales. Había gallineros, pocilgas, corrales de vacas y una granja, habitaciones para veintiséis esquiladores, pequeñas cabanas para los peones dos casas como la suya, pero más pequeñas, para los capataces, un matadero y una leñera.

Todo se hallaba aproximadamente en el centro de un círculo de terreno desprovisto de árboles y de un diámetro de cinco kilómetros: era el Home Pad-dock. Sólo en el punto donde estaba la casa del mayoral se acercaban los edificios al bosque exterior. Sin embargo, había muchos árboles alrededor de los pabellones y de los corrales, para hacerlos más agradables y darles la sombra necesaria; en su mayor parte, pimenteros, grandes, frondosos, densos y soñolientos. Más allá, los caballos y las vacas lecheras pastaban perezosamente entre las altas hierbas del Home Paddock.

Por la profunda quebrada de detrás de la casa del mayoral, discurría una corriente superficial de agua fangosa, y nadie dio crédito a la historia del padre Ralph de que podía crecer quince metros en una noche; parecía imposible. El agua del torrente era bombeada a mano para el servicio de la cocina y del cuarto de baño, y las mujeres tardaron bastante en acostumbrarse a lavarse, y a lavar los platos y la ropa con aquel agua de color pardo verdoso. Seis grandes depósitos de hierro ondulado, colocados sobre torres de madera, recogían el agua de lluvia del tejado, la cual se podía beber, pero escatimándola al máximo y no empleándola para lavar, pues nadie sabía cuándo llegarían las próximas lluvias para llenar de nuevo los depósitos.

Las ovejas y las vacas bebían agua de pozos arte sianos, no extraída de un fácil caudal superficial, sino a casi mil metros de profundidad. Brotaba de una tu bería a punto de ebullición y se vertía en una alberca, desde la que se distribuía en diminutos canales flanqueados de verdes hierbas venenosas, a todas las dehesas de la propiedad. El agua sulfurosa y rica en minerales que discurría por estos canalillos no era apta para el consumo humano.

AI principio, las distancias les asustaron; Drogheda tenía una extensión de doscientos cincuenta mil acres. Su linde más larga tenía ciento veinticinco kilómetros. La casa solariega estaba a sesenta kilómetros y a veintisiete puertas de Gillanbone, y no había ninguna otra población a menos de ciento sesenta kilómetros. El límite oriental, que era el más corto, estaba formado por el río Barwon, que era como llamaban los lugareños al curso septentrional del río Darling, fangosa corriente de mil seiscientos kilómetros que iba a desembocar en el río Murray, el cual vertía sus aguas en el océano meridional, a dos mil quinientos kilómetros de allí, en el sur de Australia. El torrente Gillan, que discurría por la quebrada junto a la casa del mayoral, desembocaba en el Barwon tres kilómetros más allá del Home Paddock.

A Paddy y a los chicos les gustaba esto. A veces, se pasaban días enteros a caballo, a muchos kilómetros de la casa, acampando por la noche bajo el claro cielo, tan inmenso y lleno de estrellas que parecía formar parte del mismo Dios.