Выбрать главу

Cada seis semanas, llegaba una carreta que traía el correo de Gillanbone; era el único contacto con el mundo exterior. Drogheda poseía una camioneta «Ford», otra camioneta de la misma marca construida especialmente con un depósito de agua en la parte de atrás, un coche «Ford» modelo T y una limusina «Rolls-Royce», pero nadie parecía usarlo para ir a Gilly, salvo Mary Carson, de tarde en tarde. Recorrer sesenta kilómetros era casi tanto como ir a la luna.

Bluey Williams tenía la concesión del servicio de correos en el distritto y tardaba seis semanas en recorrer su territorio. Su carreta de grandes ruedas era arrastrada por un magnífico tiro de doce caballos, y cargaba con todo lo que le confiaban los establecimientos de la comarca. Además del correo de Su Majestad, transportaba comestibles, gasolina en bidones de cuarenta y cuatro galones, petróleo en latas de cinco galones, sacos de azúcar y de harina, cajas de té, bolsas de patatas, maquinaria agrícola, baratijas y ropa de la tienda de Anthony Hordern, de Sydney, y cualquier otra cosa que pudiese llevarse de Gilly o del mundo exterior. Moviéndose a la máxima velocidad de treinta kilómetros al día, Bluey era bien recibido dondequiera que se detuviese, le pedían noticias sobre el tiempo y los sucesos en las regiones remotas, le confiaban notas garrapateadas sobre trozos de papel, con las que envolvían cuidadosamente el dinero para comprar artículos en Gilly, y le entregaban cartas laboriosamente escritas, que él introducía en el saco de lona rotulado «Correo Real GVR».

Al oeste de Gilly, sólo hacía dos paradas en la carretera: Drogheda, que era la más próxima, y Buge-la, que estaba mucho más lejos; más allá de Bugela, se extendía un territorio que sólo recibía el correo una vez cada seis meses. La carreta de Bluey recorría un gran arco en zigzag, pasando por todas las estafetas del Sudoeste, el Oeste y el Noroeste, y volvía a Gilly antes de partir hacia el Este en un trayecto más corto, puesto que Booroo quedaba sólo a cien kilómetros. A veces, traía personas sentadas junto a él, en el pescante descubierto tapizado de cuero: visitantes o ilusionados pasajeros que iban en busca de trabajo. Otras veces, las transportaba en dirección contraria: visitantes o mozos o doncellas descontentos de su trabajo, y sólo muy de tarde en tarde, un ama de llaves. Los amos tenían coches para ir de un lado a otro, pero los que trabajaban para los amos dependían de Bluey para su transporte y para el de sus cosas y sus cartas.

Cuando llegaron las telas que había encargado Fee, ésta se sentó frente a la máquina de coser que le habían prestado y empezó a confeccionar vestidos holgados de algodón ligero para ella y para Meggie, pantalones finos y monos para los hombres, blusas para Hal y cortinas para las ventanas. Era indudable que se estaba más fresco y cómodo con menos ropa interior y con vestidos menos voluminosos.

La vida era solitaria para Meggie, pues Stuart era el único chico que se quedaba en casa. Jack y Hughie salían con su padre para aprender ganadería, para ser jackaroos, como llamaban a los jóvenes aprendices. Stuart no acompañaba a su hermana como solían hacerlo Jack y Hughie. Vivía en un mundo propio, era un niño sosegado que prefería observar el comportamiento de una procesión de hormigas a trepar a los árboles, mientras que Meggie adoraba subirse a los árboles y pensaba que los eucaliptos australianos eran maravillosos, infinitamente variados y llenos de dificultades. Aunque, en realidad, no sobraba mucho tiempo para trepar a los árboles ni para observar las hormigas. Meggie y Stuart trabajaban de firme. Cortaban y transportaban la leña, cavaban hoyos para la basura, cultivaban el huerto y cuidaban de las gallinas y de los cerdos. También habían aprendido a matar serpientes y arañas, aunque seguían teniéndoles miedo.

Llovía poco desde hacía varios años; el torrente llevaba poca agua, pero los depósitos estaban llenos hasta la mitad. La hierba se conservaba bastante bien, pero sin la lozanía de otros años.

– Y se pondrá peor -decía Mari Carson.

Pero habían de conocer lo que era una inundación antes de experimentar una sequía total. A mediados de enero, la comarca fue alcanzada por el borde meridional de los monzones del Noroeste. Caprichosos en extremo, los fuertes vientos soplaban como se les antojaba. A veces, sólo las zonas septentrionales del continente sufrían las copiosas lluvias de verano; otras, éstas se extendían mucho más y proporcionaban un estío húmedo a los ciudadanos de Sydney. Aquel mes de enero negras nubes cruzaron el cielo, desgarradas en líquidos jirones por el viento, y empezó a llover; no en fuertes chaparrones, sino en un continuo y ensordecedor diluvio que no acababa nunca.

Les habían advertido; Bluey Williams se había presentado con su carreta cargada hasta los topes y seguida de doce caballos de repuesto, pues viajaba de prisa para terminar su circuito antes de que la lluvia le impidiese seguir aprovisionando a las diversas haciendas.

– Viene el monzón -dijo, liando un cigarrillo y señalando con el látigo los paquetes de provisiones extra que llevaba-. El Cooper y el Barcoo y el Diamantina bajan muy llenos, y el Overflow está a punto de desbordarse. Toda la región más apartada de Queensland tiene tres palmos de agua, y los pobres infelices tienen que buscar elevaciones del terreno para poner a salvo sus ganados.

De pronto, cundió el pánico, aunque todos procuraron dominarlo; Paddy y los chicos trabajaron como locos, para trasladar los corderos de los prados bajos y alejarlos el máximo posible del torrente y del Barwon. El padre Ralph se presentó, montando su caballo, y salió con Frank y los mejores perros hada dos poblados prados de la orilla del Barwon, mientras Paddy y los dos capataces iban, cada cual con un muchacho, en otras direcciones.

El padre Ralph era también un excelente ganadero. Montaba una yegua castaña de pura raza que le había regalado Mary Carson y vestía unos impecables pantalones de montar, brillantes botas hasta la rodilla y una inmaculada camisa blanca con las mangas arremangadas sobre sus nervudos brazos y desabrochado el cuello, dejando ver su liso y moreno pecho. Con sus viejos pantalones grises de sarga y su camiseta de franela también gris, Frank se sentía como un pariente pobre. Montaba un caballo pío duro de boca, resabiado y terco, y que sentía un odio feroz por los otros caballos. Los perros ladraban y saltaban excitados, gruñendo y peleándose, hasta que el padre Ralph los separó con su látigo de ganadero, enérgicamente manejado. Habríase dicho que aquel hombre sabía hacerlo todp; conocía el código secreto de los silbidos que dirigían el trabajo de los perros y manejaba el látigo mucho mejor que Frank, todavía novato en este exótico arte australiano.

El gran bruto azul de Queensland que conducía el grupo de perros le había tomado un cariño sumiso al sacerdote y le seguía incondicionalmente, dando a entender que sabía que Frank era el segundo en el mando. En parte, esto no le importaba a Frank; era el único de Jos hijos de Paddy que no se había aficionado a la vida de Drogheda. Había deseado más que nada salir de Nueva Zelanda, pero no para venir a un lugar como éste. Odiaba la incesante vigilancia de los prados, la tierra dura en la que tenía que dormir la mayor parte de las noches, los perros furiosos que no podían tratarse con mimos y a los que mataban si no hacían bien su trabajo.

Pero la galopada bajo las nubes que se acumulaban tenía un elemento de aventura; incluso los árboles, doblados y crujientes, parecían bailar con gozo extraño. El padre Ralph trabajaba como bajo el impulso de una obsesión, azuzando los perros detrás de los incautos rebaños de corderos, provocando los saltos y balidos de aquellos tontos y asustados animales lanudos, hasta q^ue las sombras que se arrastraban entre la hierba hacían que se agrupasen estrechamente y corrieran al unísono. Sólo gracias a los perros podía un reducido puñado de hombres gobernar una propiedad tan grande como Drogheda; criados para cuidar ganado, eran asombrosamente inteligentes y necesitaban muy pocas indicaciones.