Al anochecer, el padre Ralph y los perros, con Frank tratando de ayudarle lo mejor que podía, habían limpiado de corderos toda una dehesa, trabajo que, normalmente, habría requerido varios días. El padre Ralph desensilló su yegua junto a una pequeña arboleda próxima a las puertas de la segunda dehesa, afirmando, optimista, que era 'capaz de sacar también de esta última los rebaños!, antes de que empezaran las lluvias. Los perros se habían tumbado en la hierba, con la lengua fuera y jadeando, y el gran Queensland, cariñoso y adulador, lo hizo a los pies del padre Ralph. Frank sacó de la mochila unas repulsivas porciones de carne de canguro y las arrojó a los perros, que cayeron sobre ellas, gruñendo y mordiéndose entre ellos.
– ¡Brutos sanguinarios! -exclamó-. No se comportan como perros; son como chacales.
– Yo creo que se parecen más que los otros al primitivo modejo creado por Dios -replicó suavemente el padre Ralph-. Despiertos, inteligentes, agresivos y casi salvajes., Los prefiero a los mansos perritos domésticos. -Sonrió-. Lo propio ocurre con los gatos. ¿Los has visto rondar alrededor de los corrales? Salvajes y crueles como panteras; ningún ser humano puede acercarse a ellos. Pero son excelentes cazadores y no necesitan que nadie vaya a proveerles de comida.
Sacó un pedazo de cordero frío de la mochila, así como pan y mantequilla, y cortándose un trozo de carne, ofreció el resto a Frank. Puso el pan y la mantequilla sobre un leño, entre los dos, e hincó los dientes en la carne con evidente satisfacción. Apagaron la sed con agua de una bolsa de lona y, después, liaron sendos cigarrillos.
Cerca de ellos, había un árbol solitario de los llamados wilga, y el padre Ralph lo señaló con el cigarrillo.
– Dormiremos allí -dijo, cogiendo su manta y la silla de montar.
Frank le siguió hasta el árbol, cuya especie era tenida por la más hermosa en aquella parte de Australia. Sus hojas eran muy tupidas, de un pálido verde amarillento y de forma casi perfectamente redondeada. El follaje llegaba tan cerca del suelo que los corderos podían alcanzarlo fácilmente, con el resultado de que los pies de los wilga quedaban tan desnudos como postes de cera. Si empezaba a llover estarían allí más resguardados que en cualquier otra parte, pues, generalmente, los otros árboles australianos eran menos frondosos que éstos.
– No eres feliz, ¿verdad, Frank? -preguntó el padre Ralph, tumbándose en el suelo, suspirando y encendiendo luego otro cigarrillo.
Frank, sentado a tres palmos de él, se volvió a mirarle, receloso.
– ¿ Quién es feliz?
– De momento, tu padre y tus hermanos. Pero no tú-, ni tu madre, ni tu hermana. ¿No te gusta Australia?
– No esta parte de ella. Quiero ir a Sydney. Tal vez allí podría hacer algo de mi persona.
– Sydney, ¿eh? Un pozo de iniquidades -declaró el padre Ralph, y sonrió.
– ¡No me importa! Aquí estoy amarrado como lo estaba en Nueva Zelanda; no puedo apartarme de él.
– ¿De él?
Frank no había querido decir esto, y no diría más. Se tumbó en el suelo y contempló las hojas.
– ¿ Cuántos años tienes, Frank?
– Veintidós.
– ¡Ah, sí! ¿Has estado alguna vez lejos de los tuyos?
– No.
– ¿Has ido alguna vez al baile? ¿Has tenido novia?
– No.
Frank se negaba a darle el tratamiento.
– Entonces, no te retendrá mucho más tiempo.
– Me retendrá hasta que yo me muera.
El padre Ralph bostezó y se dispuso a dormir.
– Buenas noches -dijo.
Por la mañana, las nubes eran aún más baias, pero no llovió en todo el día y pudieron despejar la segunda dehesa. Una ligera elevación cruzaba Drogheda del Noroeste al Sudoeste; allí concentraron el ganado, para que estuviese a salvo si las aguas desbordaban las escarpas del torrente y del Barwon.
Empezó a llover poco antes del anochecer, mientras Frank y el cura cabalgaban al trote largo en dirección al vado del torrente, más abajo de la casa del mayoral.
– ¡Tenemos que darnos prisa! -gritó el padre Ralph-. ¡Espolea tu montura, muchacho, si no quieres perecer ahogado en el barro!
En pocos segundos quedaron empapados, lo mismo que el calcinado suelo. La tierra fina, impermeable, quedó pronto convertida en un mar de fango, donde se atascaban y vacilaban los caballos. Mientras hubo hierba, pudieron seguir cabalgando; pero, cerca del torrente, donde el suelo pisoteado estaba limpio xle vegetación, tuvieron que desmontar. Los caballos, aliviados de su peso, avanzaron sin dificultad; en cambio, a Frank le resultaba imposible el equilibrio. Aquello era peor que una pista de patinar. Reptando sobre las manos y pies, llegaron a lo alto de la ribera del torrente, y resbalaron desde allí como proyecta-tiles. El vado de piedra, normalmente cubierto por un palmo de agua mansa, tenía ahora más de un metro de alborotada espuma; Frank oyó reír al sacerdote. Hostigados a gritos y a golpes de los mojados sombreros, los caballos consiguieron trepar por la ribera opuesta y ponerse a salvo; pero no así Frank y el sacerdote. Cada vez que intentaban subir, resbalaban de nuevo hacia atrás. El sacerdote acababa de sugerir que trepasan a un sauce, cuando Paddy, advertido por la llegada de los caballos sin jinete, llegó con una cuerda y los sacó de allí.
El padre Ralph, sonriendo y meneando la cabeza, rehusó la hospitalidad que le brindaba Paddy.
– Me esperan en la casa grande -declaró.
Mary Carson oyó su llamada antes que cualquiera de los servidores, pues se dirigía a su habitación por 4a parte delantera de la casa, pensando que era el camino más corto.
– No va usted a entrar así -dijo ella, plantada en la galería.
– Entonces, tenga la bondad de darme unas toallas y mi maleta.
Ella le observó tranquilamente, apoyada en el balcón entreabierto, mientras él se quitaba la camisa, las botas y los pantalones, y trataba de limpiarse el barro lo mejor posible.
– Es usted el hombre más guapo que jamás he visto, Ralph de Bricassart -dijo-. ¿Por que hay tantos sacerdotes guapos? ¿Porque son irlandeses? Es un don muy frecuente en Irlanda. ¿O es porque los hombres guapos encuentran en el sacerdocio una manera de evitar las consecuencias de su belleza? Apuesto a que todas las chicas de Gilly están enamoradas de usted.
– Hace tiempo que aprendí a no fijarme en las chicas enfermas de amor -replicó él, riendo-. Cualquier cura de menos de cincuenta años es un objetivo para algunas de ellas, y un cura de menos de treinta y cinco suele serlo de muchas. Pero sólo las protestantes tratan de seducirme.
– Nunca contesta directamente mis preguntas, ¿verdad? -Se irguió y apoyó la palma de una mano en el pecho de él-. Es usted un sibarita, Ralph; le gusta tomar baños de sol. ¿Es todo su cuerpo igualmente moreno?
Él sonrió, inclinó la cabeza hacia delante, rió y empezó a desabrocharse los calzoncillos de algodón; al caer éstos al suelo, los apartó de una patada -y se quedó como una estatua de Praxíteles, mientras ella giraba a su alrededor, contemplándole sin prisa.
Los dos últimos días habían aumentado la euforia del sacerdote, y ahora pensó que tal vez ella era más vulnerable de lo que había imaginado, pero la conocía bien, y no vio ningún peligro en preguntar:
– ¿Desea que le haga el amor, Mary?
Ella soltó una carcajada.
– ¡No se me ocurriría ponerle en tal aprieto, Ralph! ¿Necesita usted las mujeres, Ralph?
El echó desdeñosamente la cabeza hacia atrás.
– ¡No!
– ¿Los hombres?
– No. Son peores que las mujeres. No, no los necesito.
– ¿Y a usted mismo?
– Menos que a nadie.
– Interesante. -Acabó de abrir la ventana y volvió a meterse en el salón-. ¡Ralph, cardenal de Bri-cassart! -se burló.
Pero, a salvo ya de su escrutadora mirada, se dejó caer en el sillón y cerró los puños, el mejor ademán para combatir la inconsecuencia del destino.