El padre Ralph, desnudo, salió de la galería y se plantó en el prado, levantados los brazos sobre la cabeza, cerrando los ojos; dejó que la lluvia corriese sobre su cuerpo en tibios y curiosos riachuelos; una sensación deliciosa sobre la piel desnuda. La noche era muy oscura. Pero él estaba tranquilo.
El torrente creció, el agua adquirió cada vez más altura en los pilotes de la casa de Paddy y fue inundando el Home Paddock en dirección a la casa.
– Mañana empezará a bajar -dijo Mary Carson, cuando Paddy fue a informarla, preocupado.
Como de costumbre, acertó; durante la semina siguiente, el agua decreció hasta alcanzar su nivel normal. Salió el sol, la temperatura subió a cuarenta y ocho grados a la sombra, y la hierba pareció estirarse hacia el cielo, hasta la altura de los muslos, blanquecida y brillante hasta dañar la vista. Lavados y libres de polvo, los árboles resplandecían, y las bandadas de loros volvieron de los lugares adonde habían ido a protegerse de la lluvia, agitando sus irisados cuerpos entre las ramas, más locuaces que nunca.
El padre Ralph había vuelto a socorrer a sus olvidados feligreses, tranquilo al saber que no le picarían los dedos; bajo la pulcra camisa blanca, sobre el corazón, llevaba un cheque de mil libras. El obispo estaría encantado.
Las ovejas fueron devueltas a sus pastos normales, y los Cleary tuvieron que acostumbrarse a dormir la siesta. Se levantaban a las cinco, hacían todo lo que había que hacer antes del mediodía y, después, se derrumbaban, sudorosos, y dormían hasta las cinco de la tarde. Esto se aplicaba tanto a las mujeres como a los hombres en los prados. Las labores que no podían hacerse temprano se realizaban después de las cinco, y la cena se despachaba, cuando el sol se había ocultado ya, en una mesa colocada en la galería. También todas las camas habían sido trasladadas al exterior, porque el calor persistía durante toda la noche. Parecía que el mercurio no había bajado de los cuarenta grados en varias semanas, ni de día ni de noche. La carne de buey era un recuerdo olvidado; sólo podían comer corderillos lo bastante tiernos para conservarse hasta el momento de comerlos. Sus paladares ansiaban desesperadamente un cambio, comer algo que no fuesen las eternas chuletas de cordero a la brasa, el estofado de cordero, los pasteles de picadillo de cordero, el cordero con salsa picante, lá pata de cordero asada, el cordero cocido y la cacerola de cordero.
Pero, a principios de febrero, la vida cambió de pronto para Meggie y Stuart. Ingresaron como internos en el convento de Gillanbone, pues no había ningún colegio más cerca. Paddy dijo que Hal podría aprender por correspondencia del colegio de los padres dominicos de Sydney, cuando tuviese edad para ello; pero, mientras tanto, habida cuenta de que Meggie y Stuart estaban acostumbrados a tener maestro, Mary Carson había ofrecido generosamente pagar su pensión y su enseñanza en el convento de la Santa Cruz. Además, Fee estaba demasiado ocupada para revisar las lecciones por correspondencia. En cuanto a Jack y Hughie, se había convenido tácitamente desde el principio que no seguirían estudiando; Drog-heda los necesitaba en el campo, y el campo era precisamente lo que querían ellos.
Meggie y Stuart encontraron una extraña y pacífica existencia en la Santa Cruz, después de Drogheda y, sobre todo, del Sagrado Corazón de Wahine. El padre Ralph había indicado sutilmente a las monjas que aquella pareja de niños eran protegidos suyos y que su tía era la mujer más rica de Nueva Gales del Sur. Por esto, la timidez de Meggie dejó de ser defecto y se convirtió en virtud, y el extraño retraimiento de Stuart, su costumbre de pasarse horas enteras con la mirada perdida en la lejanía, le valieron el calificativo de «santito».
Ciertamente, aquello era muy pacífico, pues había pocos internos; los moradores del distrito lo bastante ricos para enviar a sus hijos a un internado, preferían, invariablemente, las de Sydney. El convento olía a barniz y a flores, y en los oscuros y altos corredores se respiraba silencio y santidad. Las voces eran apagadas, la vida transcurría detrás de un fino velo negro. Nadie les pegaba, nadie les gritaba, y, además, tenían al padre Ralph.
Iba a verles a menudo, y les invitaba a la rectoría con tanta regularidad que decidió pintar el dormitorio que utilizaba Meggie de un delicado color verde manzana, y comprar cortinas nuevas para las ventanas y una colcha nueva para la cama. Stuart dormía en una habitación que había sido de colores crema y castaño en dos decoraciones sucesivas; al padre Ralph nunca se le ocurrió preguntarse si Stuart era feliz. Si también le invitaba, era para que no pudiese sentirse menospreciado.
El padre Ralph no sabía por qué le había tomado tanto afecto a Meggie, y, en realidad, no perdía mucho tiempo en tratar de averiguarlo. Había empezado con un sentimiento de compasión, aquel día en el polvoriento patio de la estación,, al verla caminar detrás de los otros, apartada del resto de la familia debido a su sexo, según había adivinado astutamente. En cambio, no le intrigaba ei hecho de que Frank se moviese también en un perímetro exterior, ni le compadecía por ello. Había algo- en Frank que mataba las emociones tiernas: un corazón oscuro, un alma carente de luz interior. Pero, ¿y Meggie? Le había conmovido profundamente, sin que supiese realmente por qué. Estaba el color de su cabello, que le gustaba; el color y la forma de sus ojos, hermosos como los de su madre, pero mucho más dulces, mas expresivos; y su carácter, que él consideraba como el carácter femenino perfecto, pasivo, pero enormemente vigoroso. Meggie no era rebelde, sino todo lo contrario. Durante toda su vida obedecería, se movería dentro de los límites de su destino de mujer.
Sin embargo, todos estos factores no daban el total. Tal vez, si se hubiese observado más profundamente él mismo, habría visto que lo que sentía por ella era el curioso resultado de tiempo, lugar y persona. Nadie consideraba a Meggie importante, y esto quería decir que había un sitio en su vida que él podría llenar; era una niña y, por consiguiente, no era un peligro para su norma de vida ni para su prestigio sacerdotal; era hermosa, y a él le gustaba la belleza, y, aunque no quisiera reconocerlo, le daba algo que Dios no podía darle, porque tenía calor y solidez humanos. Como no podía molestar a la familia haciéndole regalos, le daba toda la compañía que podía, y dedicaba tiempo y reflexión de ella como para crear un estuche adecuado para su joya. Meggie se merecía lo mejor.
A primeros de mayo, llegaron los esquiladores a Drogheda. Mary Carson sabía perfectamente todo lo que se hacía en Drogheda, desde el traslado de los corderos hasta la simple rotura de un látigo; unos días antes de que llegasen los esquiladores, llamó a Paddy a la casa grande y, sin moverse de su sillón, le dijo exactamente lo que había que hacer, hasta los -menores detalles. Acostumbrado al trabajo de Nueva Zelanda, Paddy se había quedado asombrado ante las dimensiones del cobertizo y sus veintiséis compartimientos; ahora, después de la entrevista con su hermana, datos y cifras hervían en su cabeza. No sólo se esquilarían en Drogheda los corderos de la propia finca, sino los de Bugela, de Dibban-Dibban y de Beel-Beel. Esto quería decir un trabajo agotador para todos los hombres y mujeres del lugar. El esquileo comunal había sido implantado por la costumbre, y las instalaciones que se beneficiaban de las facilidades de Drogheda ayudarían naturalmente en el trabajo, pero el peso de las labores incidentales recaerían sobre la gente de Drogheda.
Los esquiladores traerían su propio cocinero y comprarían la comida en el almacén de la hacienda, pero había que buscar la enorme cantidad de alimentos necesarios; los barracones, con sus cocinas y baños anejos, tenían que fregarse, limpiarse y proveerse de colchones y mantas. No todas las haciendas eran tan generosas como Drogheda con los esquiladores, pero Drogheda se enorgullecía de su hospitalidad y de su fama de «casa de esquileo de primera». Como era ésta la única actividad en la que participaba Mary Carson, no escatimaba en ella su dinero. Sin ser una de las más grandes casas de esquileo de Nueva Gales del Sur, empleaba los mejores hombres disponibles, hombres de la talla de Jackie Howe; más de trescientos mil corderos serían esquilados allí antes de que los esquiladores cargasen sus herramientas en un viejo «Fordc y desapareciesen en el camino para dirigirse a la siguiente hacienda.