Frank había estado dos semanas ausente de casa. Con el viejo Beerbarrel Pete, unos cuantos perros, dos caballos y un calesín tirado por un jamelgo, para llevar sus modestas provisiones, se había dirigido a las dehesas occidentales para traer los corderos, reuniéndolos y empujándolos por atajos y cañadas. Era un trabajo lento y aburrido, muy diferente de aquella furiosa recogida de antes de las inundaciones. Cada dehesa tenía sus propios corrales, donde se realizaban algunos trabajos preparatorios y se retenía a los rebaños hasta que les tocaba el turno de pasar al esquileo. Los patios de esquileo sólo tenían capacidad para diez mil corderos; por eso, la tarea no sería fácil mientras estuviesen allí los esquiladores, con el continuo trasiego de rebaños esquilados y por esquilar.
Cuando Frank entró en la cocina de su madre, ésta se hallaba de pie junto al fregadero entregada a una tarea interminable: mondar patatas.
– ¡Ya estoy aquí, mamá! -dijo alegremente.
Al volverse ella, Frank observó su vientre, con percepción agudizada por las dos semanas de ausencia.
– ¡Dios mío! -exclamó.
Se borró la alegría de los ojos de ella y su cara enrojeció de vergüenza; cruzó las manos sobre el hinchado delantal, como si pudiese disimular con ellas lo que no podía ocultar la ropa.
Frank estaba temblando.
– ¡Puerco y viejo cabrón! -gritó.
– No quiero que digas estas cosas, Frank. Ya eres un hombre y debes comprender. Es lo mismo que cuando tú viniste al mundo, y debe merecerte igual respeto. No es ninguna porquería. Y me insultas a mí, al insultar a papá.
– ¡No tenía derecho! Debía haberte dejado en paz! -silbó Frank, enjugándose una espumilla de la comisura de sus temblorosos labios.
– No es ninguna porquería -repitió, mirándole con sus ojos claros y cansados, como si hubiese je-suelto de pronto olvidar la vergüenza para siempre-. No lo es, Frank, como tampoco el acto que lo produjo.
Ahora, fue él quien enrojeció. No "podía resistir la mirada de su madre; por consiguiente, dio media vuelta y se dirigió a la habitación que compartía con Bob, Jack y Hughie. Sus paredes desnudas y las estrechas camas individuales parecían burlarse de él, burlarse de él, que captaba aquello como algo estéril y amorfo, desprovisto del calor de una presencia, de un fin que lo santificase. Y la cara de ella, su hermosa cara fatigada, con su primorosa corona de cabellos de oro, arrebolada por culpa de lo que ella y el peludo y viejo cabrón habían hecho bajo el terrible calor del verano.
No podía apartarlo'de su mente, no podía dejar de pensar en ella, ni borrar las ideas que bullían en el fondo de su mente, fruto de las ansias naturales de su edad y de su virilidad. A veces, conseguía enterrarlo bajo su conciencia, pero, cuando volvía a ver la prueba tangible de su lujuria, su misteriosa actividad con aquel bestia libidinoso, por fuerza había de rechinar los dientes… ¿Cómo podía pensar en ello, consentirlo, soportarlo? Habría querido poder imaginársela como un ser inmaculado, todo pureza, y santidad, como la Santísima Virgen; un ser que estuviese por encima de estas cosas, aunque todas sus hermanas del mundo fuesen culpables de ellas. La comprobación de que había tenido un concepto equivocado de ella, sólo podía llevarle a la locura. Para su cordura, había necesitado imaginar que ella yacía con aquel hombre viejo y feo en perfecta castidad, dejándole un sitio para dormir, pero sin volverse nunca hacia él, sin tocarle. ¡Oh, Dios mío!
Un chasquido estridente le hizo bajar los ojos, y vio que acababa de torcer un barrote de metal de la cama hasta formar con él una S.
– ¡Ojalá fuese papá! -bramó.
– Frank -dijo su madre, desde la puerta.
Él levantó la mirada, brillante y húmedos los ojos como brasas mojadas por la lluvia.
– ¡Le mataré! -exclamó.
– Si lo hicieses, me matarías a mí -replicó Fee, acercándose a él, para sentarse en la cama.
– No. ¡Te liberaría! -replicó él, salvajemente esperanzado.
– Yo nunca podré ser libre, Frank, y no quiero serlo. Quisiera saber de dónde procede tu ceguera, pero no lo sé. No de mí, ni de tu padre. Sé que no eres feliz, pero, ¿por qué nos lo haces pagar a mí y a tu papá? ¿Por qué te empeñas en hacer tan difíciles las cosas? ¿Por qué? -Se contempló las manos y, después, le miró a él-. No quisiera hablarte de esto, pero creo que debo hacerlo. Ya es hora de que te busques una chica, Frank, y te cases con ella y tengas familia propia. En Drogheda hay sitio de sobra. Nunca me han preocupado los otros chicos, a este respecto; parecen tener un carácter completamente distinto del tuyo. Pero tú necesitas una esposa, Frank. Si la tuvieses, no te quedaría tiempo para pensar en mí.
Frink le había vuelto la espalda, y se negaba a volverse de nuevo. Ella siguió sentada en la cama, tal vez cinco minutos, esperando que él dijese algo; después, suspiró, se levantó y salió de la habitación.
5
Cuando los esquiladores se hubieron marchado y volvió a sumirse el distrito en la semiinercia del invierno, llegaron la Fiesta anual de Gillanbone y las Carreras Campestres. Era el acontecimiento más importante del calendario social, y duraba dos días. Fee no se sentía en condiciones de ir; por consiguiente, Paddy llevó a Mary Carson a la ciudad en el «Rolls-Royce», sin poder contar con su mujer para ayudarle o para hacer callar a Mary. Había advertido que, por alguna misteriosa razón, la sola presencia de Fee aplacaba a su hermana, como si la pusiera en una situación de desventaja.
Todos los demás fueron también. Bajo pena de muerte si no se portaban bien, los chicos fueron en el camión con Beerbarrel Pete, Jim, Tom, la señora Smith y la doncella; en cambio, Frank salió solo, más temprano, en el «Ford» modelo T. Todos los adultos del grupo se quedarían para la carrera del segundo día; por razones que sólo ella conocía, Mary Carson había declinado el ofrecimiento del padre Ralph de alojarla en la rectoría, pero había presionado a Paddy para que aceptase en su propio nombre y en el de Frank. En cuanto a los dos capataces y Tom, el hortelano, nadie sabía dónde se hospedarían, pero la señora Smith, Minnie y Cat, tenían amigas en Gilly que cuidarían de ellas.
Eran las diez de la mañana cuando Paddy dejó a su hermana en la mejor habitación del «Hotel Imperial»; después, se dirigió al bar y encontró allí a Frank, con una jarra de cerveza en la mano.
– Yo pago la ronda siguiente, viejo -dijo alegremente Paddy a su hijo-. Tengo que llevar a tía Mary al lunch de las Carreras Campestres y necesito darme ánimo, ya que tendré que pasar la dura prueba sin mamá.
El hábito y el respeto son mucho más difíciles de vencer de lo que suele imaginarse, cuando se trata de romper una conducta de muchos años; y Frank descubrió que no podía hacer lo que estaba deseando, que no podía arrojar el contenido de su jarra de cerveza a la cara de su padre, y menos delante de tanta gente como había en el bar. Por consiguiente, apuró de un trago el resto de su cerveza, sonrió forzadamente y dijo:
– Lo siento, papá, pero he quedado en encontrarme con unos muchachos en la feria.
– Entonces, vete. Pero toma esto y diviértete, y, si te emborrachas, procura que tu madre no se entere.
Frank contempló el pulcro billete de cinco libras que tenía en la mano, deseando rasgarlo en mil pedazos y arrojarlo a la cara de su padre, pero la costumbre triunfó una vez más; lo dobló, se lo guardó en el bolsillo y dio las gracias a su padre. Y le faltó tiempo para salir del bar.