Con su mejor traje azul, abrochado el chaleco, asegurado el reloj de oro con una cadena de oro y un contrapeso hecho de una pepita de los campos de Lawrence, Paddy pasó un dedo por su cuello de celuloide y miró a su alrededor, por si veía alguna cara conocida. Había estado pocas veces en Gilly desde que llegara a Drogheda, nueves meses atrás, pero su posición como hermano y presunto heredero de Mary Carson significaba que había sido tratado muy cor-tésmente siempre que había venido a la ciudad y que su cara era muy conocida. Varios hombres le saludaron y le invitaron a tomar una cerveza, y pronto se encontró en medio de una simpática v pequeña multitud, y se olvidó de Frank.
Ahora, Meggie llevaba trenzas, pues ninguna monja estaba dispuesta (a pesar del dinero de Mary Car-son) a cuidar de sus rizos, y los cabellos le caían sobre los hombros como dos gruesos cables atados con cintas de color azul marino. Vistiendo el serio uniforme, también azul marino, del colegio de la Santa Cruz, fue acompañada desde el convento hasta la rectoría por una monja y confiada al ama de llaves del padre Ralph, que la adoraba.
– ¡Oh, mire lo que han hecho con sus cabellos;
– le dijo al sacerdote, al interrogarla éste, divertido.
En general, a Annie no le gustaban las niñas pequeñas, y lamentaba que la rectoría estuviese tan próxima a la escuela.
– ¡Vamos, Annie! El cabello es inanimado; las personas no deben gustar por el color de sus cabellos -dijo él, para pincharla.
– ¡Oh! Ahora parece una niña pequeña… una skeggy, ¿sabe?
Él no lo sabía, ni le preguntó qué significaba skeggy, ni hizo ninguna observación sobre el hecho de que esto rimaba con Meggie. A veces, era mejor no saber lo que quería decir Annie, ni animarla prestando demasiada atención a sus palabras; era, según decía, un poco adivina, y, si compadecía a la niña, no quería que le dijesen que era más por su futuro que por su pasado.
Entonces llegó Frank, todavía tembloroso después del encuentro con su padre en el bar, y totalmente desorientado.
– Vamos, Meggie, te llevaré a la feria -dijo, tendiendo una mano.
– ¿Por qué no os llevo yo a los dos? -preguntó el padre Ralph, tendiendo la suya.
Caminando entre los dos hombres a quienes adoraba, agarrada a sus manos, Meggie estaba en el séptimo cielo.
La feria de Gillanbone estaba en la orilla del río Barwon, y más allá, se hallaba el hipódromo. Aunque habían pasado seis meses desde la inundación, el barro no se había secado aún del todo, y los inquietos pies de los madrugadores lo habían convertido ya en un cenagal. Más allá de las casetas de corderos y ganado vacuno, de cerdos y cabras, flor y nata de los animales que optaban a los premios, había tenderetes de comida y de artículos de artesanía. Y ellos contemplaron el ganado, los pasteles, los chales de ganchillo, las prendas de punto para niños, los manteles bordados, los gatos, perros y canarios en venta.
Al final de todo esto, se extendía el picadero, donde jóvenes jinetes y amazonas mostraban sus habilidades sobre jamelgos rabones, delante de unos jueces que, a los ojos de la alegre Meggie, tenían también aspecto de caballos. Amazonas con magníficos trajes de sarga montaban de lado sobre caballos de gran alzada, mientras flotantes e incitantes velos ondeaban en sus altos sombreros. Meggie no podía com prender cómo alguien tan ensombrerado y precariamente montado podía permanecer sin descomponer su figura sobre un caballo que marchase más de prisa que el paso; hasta que vio una espléndida criatura asaltando una serie de difíciles obstáculos y terminando tan impecable como antes de empezar. Después, la dama espoleó su montura y trotó sobre el fangoso suelo, deteniéndose delante de Meggie, Frank y el padre Ralph. Sacó la brillante bota negra del estribo y, serttada realmente en el borde de la silla, extendió imperiosamente las enguantadas manos.
– ¡Padre! ¿Tiene la bondad de ayudarme a de's-montar?
Él la tomó por la cintura, mientras la joven apoyaba las manos en sus hombros, y la bajó sin el menor esfuerzo; en cuanto los tacones de la amazona tocaron el suelo, la soltó, asió las riendas y echó a andar, y la dama caminó a su lado, acompasando su paso al de él.
– ¿Va usted a ganar la prueba de caza, señorita Carmichael? -preguntó, en tono de absoluta indiferencia.
Ella hizo un mohín; era joven y muy hermosa, y le había molestado aquel tono indiferente.
– Espero ganar, pero no estoy segura. También compiten la señorita Hopeton y la señora de Anthony King. Pero ganaré la prueba de doma; por consiguiente, si no gano la de caza, tendré este consuelo.
Hablaba pronunciando las vocales con mucha claridad y con la delicada fraseología de una joven instruida y bien educada, sin una pizca de acento que no fuese del más puro idioma. Al hablar con ella, el padre Ralph mejoraba también su lenguaje, que perdía su seductor acento irlandés; como si volviese a unos tiempos en que también él pertenecía a este mundo. Meggie frunció el ceño, intrigada y afectada por sus ligeras pero medidas palabras, sin saber qué cambio se había producido en el padre Ralph, pero sí que había habido un cambio y que éste no le gustaba. Soltó la mano de Frank; en realidad, se había hecho difícil caminar todos de frente.
Cuando llegaron a un gran charco, Frank se había rezagado. El padre Ralph observó el agua, que era casi una laguna poco profunda; se volvió a la niña, a la que seguía asiendo fuertemente de la mano, y se inclinó sobre ella, con una ternura especial que no pasó inadvertida a la dama, pues había faltado por completo en las corteses frases que le había dirigido a ella.
– No llevo capa, mi querida Meggie; por consiguiente, no puedo ser su Sir Walter Raleigh. Le ruego que me disculpe, mi querida señorita Carmichael -dijo, pasando las riendas a la dama-, pero no puedo permitir que mi niña predilecta se ensucie los zapatos, ¿eh? Levantó a Meggie, cargándola fácilmente sobre su cadera, y dejó que la señorita Carmichael se recogiese la larga falda con una mano y llevase las riendas con la otra, y cruzase el charco sin ayuda. La risotada que lanzó Frank detrás de ellos no mejoró el humor de la damita, que se alejó bruscamente una vez cruzado el charco.
– Creo que, si pudiese, le mataría -dijo Frank, mientras el padre Ralph dejaba a Meggie en el suelo.
Le fascinaba este encuentro y la deliberada crueldad del padre Ralph. Aquella mujer le había parecido a Frank tan hermosa y tan altiva que nadie, ni siquiera un cura, sería capaz de contrariarla; y sin embargo, el padre Ralph había querido destruir su fe en sí misma, en una violenta femineidad que esgrimía como un arma. Como si el sacerdote la odiase por lo que ella representaba, pensó Frank, el mundo femenino y misterioso que no había tenido posibilidad de conocer. Alertado por las palabras de su madre, Frank había deseado que la señorita Carmichael se hubiese fijado en él, en el hijo mayor del heredero de Mary Carson, pero ella no se había dignado siquiera darse por enterada de su existencia. Toda su atención se había centrado en el cura, un ser sin sexo, asexual.
– No te preocupes, pues volverá a por más -dijo cínicamente el padre Ralph-. Es rica; por consiguiente, el próximo domingo pondrá ostentosamente un billete de diez libras en la bandeja. -Se echó a reír al ver la expresión de Frank-. No soy mucho más viejo que tú, hijo mío, pero, a pesar de mi vocación, conozco mucho el mundo. No me lo tomes a mal, y cárgalo a la experiencia.
Habían dejado atrás el picadero y llegado al lugar de las atracciones. Algo estupendo, tanto para Meggie como para Frank. El padre Ralph había dado cinco chelines a Meggie, y Frank tenía sus cinco libras; poder pagar el precio de todas aquellas curiosas atracciones era algo maravilloso. Había allí muchísima gente, chicos que corrían de un lado a otro, mirando boquiabiertos los abigarrados y no muy bien pintados rótulos de las desvencijadas casetas: La Mujer Más Gorda del Mundo; La Princesa Houri, La Bailarina Serpiente (¡Vedla Llamear como una Cobra Enfurecida!); El Hombre de Caucho; Goliat, el Hombre Más fuerte del Mundo; Tetis, la Sirena. Y ellos pagaban sus peniques y observaban asombrados, sin advertir las desvaídas escamas de Tetis, ni la sonrisa desdentada de la Cobra.