– Está bien; me marcho -dijo Frank, con una voz extraña, vacía-. Voy a incorporarme al equipo de Sharman, y no volveré.
– ¡Tienes que volver! -susurró Paddy-. ¿Qué voy a decirle a tu madre? Para ella significas más que todos los demás juntos. ¡Nunca me lo perdonaría!
– Dile que me he ido con Jimmy Sharman porque quiero ser alguien. Es la verdad.
– Lo que dije antes… no era verdad, Frank.
Los ojos negros de Frank chispearon desdeñosos. La primera vez que el cura los había visto, se había preguntado: ¿cómo tenía Frank los ojos negros, si Fee los tenía grises, y Paddy, azules? El padre Ralph conocía las leyes mendelianas, y no creía que el color gris de los ojos de Fee lo explicasen suficientemente.
Frank tomó su chaqueta y su sombrero.
– ¡Oh, era verdad! Debí de haberlo adivinado. ¡Los recuerdos de mamá, tocando la espineta de un salón que tú no habrías podido tener nunca! La impresión de que yo estaba antes que tú en su corazón, de que ella era mía antes que tuya. -Rió sin ganas-. ¡Y pensar que todos estos años te había culpado a ti de rebajarla, cuando había sido yo. ¡Había sido yo!
– No había sido nadie, Frank, ¡nadie! -gritó el cura, tratando de retenerle-. Fue parte de los designios inescrutables de Dios, ¡piénsalo así!
Frank apartó la mano que trataba de detenerle y se dirigió a la puerta con su forma de andar ligera, resuelta, caminando sobre las puntas de los pies. Había nacido para boxeador, pensó el padre Ralph en un rincón aislado de su cerebro, de su cerebro de cardenal.
– ¡Los designios inescrutables de Dios! -le escarneció el joven desde la puerta-. ¡No es usted mejor que un loro cuando hace de sacerdote, padre De Bricassart! ¡Que Dios le ayude, porque es el único de nosotros que no tiene idea de lo que realmente es!
Paddy se había sentado en un sillón, con el rostro ceniciento, mirando con sus ojos hundidos a Meggie, que, sentada sobre las rodillas delante del fuego, se mecía adelante y atrás. Se levantó para acercarse a ella, pero el padre Ralph le empujó bruscamente.
– Déjela en paz. ¡Ya basta con lo que ha hecho! Hay whisky en la alacena; sírvase una copa. Yo iré a acostar a la niña, pero volveré para que hablemos; por consiguiente, no se vaya. ¿Me ha entendido?
– Le esperaré, padre. Vaya a acostarla.
En el lindo dormitorio pintado de verde manzana del piso de arriba, el sacerdote desabrochó el vestido y la camisa de la niña e hizo sentar a ésta en el borde de la cama para poder quitarle los zapatos y las medias. Su camisa de dormir estaba sobre la almohada, donde la había dejado Annie; él se la puso por la cabeza y la bajó hasta los pies, pudorosamente, antes de que ella se quitase el pantalón. Y, mientras tanto, le habló de naderías, de tonterías sobre botones que no querían soltarse y cordones de zapatos que se enredaban y nudos que no se deshacían. Imposible saber si ella le oía; mudos cuentos de tragedias infantiles, de penas y dolores, permanecían escondidos detrás de unos ojos que miraban, tristemente, más allá de los hombros del sacerdote.
– Ahora, acuéstate querida niña, y procura dormir. Volveré dentro de un rato para ver cómo estás; por consiguiente, no te preocupes, ¿oyes? Después hablaremos de todo.
– ¿Está bien? -preguntó Paddy, al volver él al salón.
El padre Ralph tomó la botella de whisky que había en la alacena y se sirvió medio vaso.
– Sinceramente, no lo sé. Le aseguro, Paddy, que quisiera saber cuál es el peor defecto de los irlandeses, si la bebida, o el mal genio. ¿Qué le llevó a decir aquello? No, no hace falta que me conteste. El mal genio. Desde luego, era verdad. Supe que no era suyo desde el primer momento en que le vi.
– No se le escapan muchas cosas, ¿eh?
– Supongo que no. Sin embargo, me basta con unas dotes corrientes de observación para saber cuan do alguno de mis feligreses sufre penas o tribulaciones. Y, cuando lo veo, mi deber es ayudarle en lo que pueda.
– En Gilly le quieren mucho, padre.
– Lo cual debo agradecer sin duda a mi cara y a mi figura -comentó amargamente el sacerdote, sin conseguir dar a su voz el tono ligero que había pretendido.
– ¿Lo cree usted así? No estoy de acuerdo, padre. Le queremos porque es usted un buen pastor.
– Bueno, sea como fuere, parece que me veo metido en sus embrollos -dijo, penosamente, el padre Ralph-. Será mejor que se desahogue, hombre.
Paddy miró fijamente el fuego, al que había dado las dimensiones de una hoguera mientras el sacerdote acostaba a Meggie, en un exceso de remordimiento y en el frenesí de hacer alguna cosa. El vaso vacío que tenía en la mano se movió en una serie de rápidas sacudidas; el padre Ralph fue a buscar la botella de whisky y volvió a llenarlo. Después de un largo trago, Paddy suspiró y se enjugó unas lágrimas olvidadas sobre el rostro.
– No sé quién es el padre de Frank. La cosa ocurrió antes de que yo conociese a Fee. Ésta pertenece, prácticamente, a la primera familia de Nueva Zelanda, socialmente hablando, y su padre tenía una gran propiedad, dedicada a trigales, y a ganadería lanar, en las afueras de Ashburton, en la isla del Sur. El dinero no era ningún problema, y Fee era su única hija. Según tengo entendido, él había hecho planes para su vida: un viaje a la madre patria, presentación en la Corte, y un marido adecuado. Naturalmente, ella no había hecho nunca nada en la casa. Tenían doncellas y criados y caballos y grandes carruajes; vivían como príncipes.
»Yo era mozo de la granja y, a veces, veía a Fee desde lejos, llevando un niño de unos dieciocho meses. Un día, el viejo James Armstrong fue a buscarme. Su hija, me dijo, había deshonrado a la familia; no estaba casada y tenía un hijo. Se había echado tierra al asunto, naturalmente; pero, cuando trataban de sacarla de allí, su abuela armaba tanto jaleo que no había más remedio que dejar las cosas como estaban, por muy embarazosa que fuese la situación. Ahora, la abuela se estaba muriendo y, por tanto, nada les impedía ya librarse de Fee y de su hijo. Yo era soltero, me dijo James; si me casaba con ella y le aseguraba que me la llevaría de la isla del Sur, pagaría nuestros gastos de viaje y, además, nos daría quinientas libras.
»Bueno, padre, aquello era una fortuna para mí, y estaba cansado de la vida de soltero. Pero era muy tímido y no se me daban bien las chicas. La propuesta me pareció buena, y, sinceramente, no me importaba demasiado lo del hijo. La abuela se olió la cosa y me mandó llamar, aunque estaba muy enferma. Creo que había sido muy despota en sus buenos tiempos, pero era una verdadera dama. Me habló un poco de Fee, pero no me dijo quién era el padre de la criatura, ni yo me atreví a preguntárselo. En definitiva, me hizo prometer que sería bueno con Fee… Sabía que echarían de allí a Fee en cuanto ella hubiese muerto, y, por consiguiente, había aconsejado a James que le buscase un marido. La pobre vieja me dio pena; quería entrañablemente a Fee.
»¿Me creería usted, padre, si le digo que la primera vez que pude saludar a Fee fue el día que nos casamos?
– Sí, lo creo -repuso el sacerdote, casi sin aliento. Miró el líquido que quedaba en su vaso, lo apuró de un trago, tomó la botella y llenó los dos vasos-. Así, se casó usted con una dama de condición muy superior a la suya, ¿eh, Paddy?
– Sí. Y al principio estaba mortalmente asustado. Era tan hermosa en aquellos tiempos, padre, y tan…, no sé cómo decirlo. Como si estuviera ausente, como si todo aquello le ocurriese a otra persona.
– Todavía es hermosa, Paddy -dijo amablemente el padre Ralph-. Creo ver en Meggie lo que debió de ser ella cuando era niña.