– La vida no ha sido fácil para ella, padre, pero no sé qué otra cosa habría podido hacer yo. Al menos estaba segura conmigo, y nadie la ultrajaba. Necesité dos años para reunir el valor necesario para, bueno…, para ser un verdadero esposo. Tuve que enseñarle a cocinar, a barrer, a lavar y planchar la ropa. Ella no sabía hacerlo.
»Y ni una sola vez, en todos los años que llevamos de matrimonio, se quejó, ni rió, ni lloró. Solo en los momentos más íntimos de nuestra vida juntos muestra algún sentimiento, y aun entonces, sin palabras. Ojalá hablase; pero, por otra parte, no deseo que lo haga, porque siempre me imagino que, si lo hiciese, pronunciaría el nombre de él. ¡Oh! No quiero decir que no nos quiera, a mí y a nuestros hijos. Pero la amo tanto, que me parece que ella no puede tener un sentimiento tan grande. Salvo para Frank. Siempre he sabido que quiere a Frank más que a todos los demás. Debió de amar mucho a su padre. Pero no sé nada acerca de este hombre, ni quién fue, ni por qué no pudieron casarse.
El padre Ralph se miró las manos, pestañeando.
– ¡Oh, Paddy! ¡La vida es un infierno! Gracias a Dios, yo no he tenido valor para vivirla plenamente.
Paddy se levantó, tambaleándose un poco.
– Bueno, ahora ya está hecho, padre. He echado a Frank de aquí, y Fee no me lo perdonará jamás.
– No debe decírselo, Paddy. No, no debe saberlo nunca. Dígale solamente que Frank se ha ido con los boxeadores, sin más. Ella sabe lo inquieto que estaba Frank, y le creerá.
– ¡No podría hacer esoj padre!
Paddy estaba despavorido.
– Pues tiene que hacerlo, Paddy. ¿No ha sufrido ella bastante? No aumente sus tribulaciones.
Y pensó: ¿Quién sabe? Tal vez os dará al fin, a ti y a los pequeños, el amor que ahora profesa a Frank.
– ¿De veras lo cree así, padre?
– Sí. Lo de esta noche debe quedar entre nosotros.
– Pero, ¿y Meggie? Lo ha oído todo.
– No se preocupe por Meggie. Yo me encargaré de ella. No creo que haya entendido nada, salvo que usted y Frank se han peleado. Le haré comprender que, habiéndose marchado Frank, su madre sufriría aún más si ella le contase la disputa. Además, tengo la impresión de que Meggie le cuenta muchas cosas a su madre -se levantó-. Vayase a la cama, Paddy. Mañana tiene que aparecer normal cuando acompañe a Mary, recuérdelo.
Meggie no dormía. Yacía con los ojos abiertos, a ¡a débil luz de la lamparita de la mesita de noche. El sacerdote se sentó a su lado y advirtió que la niña llevaba aún las trenzas. Cuidadosamente, deshizo los lazos de las cintas azules y tiró suavemente de los cabellos hasta que éstos formaron una capa ondulada de oro fundido sobre la almohada.
– Frank se ha ido, Meggie -le dijo.
– Lo sé, padre.
– ¿Sabes por qué lo ha hecho, querida?
– Se ha peleado con papá.
– ¿Y qué vas a hacer tú?
– Me iré con Frank. Me necesita.
– No puedes hacerlo, Meggie.
– Sí que puedo. Quería ir a buscarle esta noche, pero las piernas no me sostenían, y no me gusta la oscuridad. Pero, por la mañana, iré a buscarle.
– No, Meggie, no debes hacerlo. Mira, Frank tiene que forjarse un porvenir, y es hora de que se vaya. Sé que tú no quieres que se marche, pero hace mucho tiempo que él deseaba hacerlo. No debes ser egoísta; tienes que dejarle vivir su propia vida. -La monotonía de la repetición, pensó, haría que fuese comprendiendo-. Cuando nos hacemos mayores, es natural y justo que queramos vivir fuera del hogar donde nos criamos, y Frank es ya un hombre de verdad. Debería tener su propio hogar, una esposa y una familia propia. ¿No lo comprendes, Meggie? La pelea entre tu papá y Frank no ha sido más que una señal de que Frank quería marcharse. No ha sido porque ellos no se quieran. Ha sido ún pretexto que suelen emplear los jóvenes, cuando desean marcharse de casa. Ha sido la excusa que ha encontrado Frank, para hacer lo que deseaba desde hacía mucho tiempo, para marcharse. ¿Lo entiendes ahora, Meggie?
Ella levantó los ojos y le miró a la cara. Unoí ojos cansados, doloridos, viejos.
– Lo sé -dijo-. Lo sé. Frank quiso ya marcharse una vez, cuando yo era pequeñita, y no pudo. Papá lo trajo de nuevo a casa y le obligó a quedarse con nosotros.
– Pero, esta vez, papá no le hará volver, porque no podría hacer que se quedase. Frank se ha marchado definitivamente, Meggie. No volverá.
– ¿Y no volveré a verle?
– No lo sé -respondió él sinceramente-. Quisiera decirte que sí, pero nadie puede predecir el futuro, Meggie, ni siquiera los curas. -Suspiró-. No debes contarle a tu mamá que se pelearon, Meggie, ¿lo oyes bien? Esto la trastornaría muchísimo, y ella no se encuétra bien.
– ¿Porque va a tener otro niño?
– ¿Qué sabes tú de esto?
– A mamá le gusta criar niños; ha tenido muchos. Y tiene unos niños tan lindos, padre, incluso cuando no se encuentra bien… Yo también tendré uno como Hal, y entonces, no echaré tanto en falta a Frank, ¿verdad?
– Partenogénesis -dijo él-. Te deseo suerte, Meggie. Pero, ¿y si no lo tuvieses?
– Siempre me quedaría Hal -dijo ella, soñolienta, acurrucándose en la cama. Después, añadió-: Padre, ¿se marchará usted también?
– Algún día, Meggie. Pero no creo que sea pronto; así que no te preocupes. Tengo la impresión de que me quedaré mucho, muchísimo tiempo en Gilly -respondió el sacerdote, y había una gran amargura en sus ojos.
6
No hubo nada que hacer: Meggie tuvo que volver a casa. Fee no podía estar sin ella, y, cuando Stuart se quedó solo en el convento de Gilly, inició una huelga de hambre y tuvieron que devolverlo también a Drogheda.
Corría el mes de agosto, y el frío era intenso. Hacia exactamente un año que habían llegado a Australia, pero aquel invierno era más crudo que el anterior. No llovía, y el aire helado se clavaba en los pulmones. En las cimas de la Gran Divisoria, a quinientos kilómetros al Este, la capa de nieve era más gruesa que en muchos años anteriores, pero no había llovido al oeste de Burren Junction desde el monzón del verano pasado. La gente de Gilly temía otra sequía; en realidad, se había retrasado, tenía que venir, tal vez sería ahora.
Cuando Meggie vio a su madre, sintió como si acabasen de cargarle un enorme peso; tal vez la despedida de la infancia, presentimiento de lo que era ser mujer. Exteriormente, no se advertían cambios en su madre, salvo el mayor abultamiento del vientre; pero, interiormente, Fee marchaba con retraso, como un viejo reloj cansado, agotando el tiempo antes de pararse para siempre. La vivacidad que Meggie había observado siempre en su madre no existía ya. Fee levantaba los pies y volvía a bajarlos, como si ya no estuviese segura de cómo debía dar los pasos, como si una especie de tambaleo espiritual se hubiese contagiado a su andadura; y ya no mostraba alegría por el hijo que iba a nacer; ni siquiera la rígida y disimulada alegría que había sentido por Hal.
El pequeño pelirrojo se arrastraba por toda la casa, metiendo las narices en todas partes pero Fee no trataba de corregirle, ni siquiera de vigilar sus actividades. Continuaba sus perpetuas idas y venidas de la cocina a la mesa y al fregadero, como si no existiese nada más. Por consiguiente, Meggie no tenía alternativa: llenó simplemente el vacío producido en la vida del pequeño, y se convirtió en su madre. No era ningún sacrificio para ella, poque le quería entrañablemente y encontraba en él un objetivo desvalido y bien dispuesto a recibir todo el amor que ella tenía necesidad de prodigar en alguna criatura humana. El la llamaba, aprendió a decir su nombre antes que los de los demás, levantaba los bracitos para que ella le cogiese, y esto llenaba a Meggie de alegría. A pesar de todo el tráfago, de la costura y los zurcidos, del lavado y el planchado de la ropa, de las gallinas y de todas sus demás tareas, Meggie encontraba muy agradable su vida.