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Nadie mencionaba a Frank, pero, cada seis semanas, Fee, levantaba la cabeza al oír la llamada del cartero y se animaba durante un rato. Entonces la señora Smith traía la correspondencia que había para ellos, y, al ver que no había ninguna carta de Frank, se extinguía la pequeña ráfaga de doloroso interés.

Había dos nuevas vidas en la casa. Fee había tenido gemelos, otros dos varones Cleary, pelirrojos, a los que pusieron los nombres de James y Patrick. Los dos pequeñines, gracias a la alegre disposición y tierno carácter de su padre, se convirtieron en propiedad común desde el momento de nacer, pues, aparte de amamantarlos, Fee se tomaba poco interés por ellos. Pronto fueron abreviados sus nombres, que quedaron en Jims y Patsy, y los dos niños gozaron de la predilección de las mujeres de la casa grande, las dos doncellas solteras y el ama de llaves viuda y sin hijos, que se perecían por los pequeños. De este modo resultó sumamente fácil para Fee olvidarse de ellos -tenían tres madres abnegadas-, y, con el paso del tiempo, se dio por cosa aceptada que pasaran la mayor parte del tiempo en la casa principal. Meggie no tenía tiempo de acogerlos bajo sus alas protectoras sin desatender a Hal, que era extraordinariamente posesivo v no gustaba de las torpes e inexpertas zalamerías de la señora Smith, de Minnie y de Cat. Meggie era el núcleo amoroso del mundo de Hal; él sólo amaba a Meggie, no quería a nadie que no fuese Meggie.

Bluey Williams cambió sus deliciosos caballos de tiro y su maciza carreta por un camión, con lo que el correo llegaba ahora cada cuatro semanas, en vez de cada seis, pero nunca traía noticias de Frank. Y, gra dualmente, empezó a borrarse un poco su recuerdo, como suele ocurrir incluso con el de aquellos que han sido muy amados; como si se produjese en la mente un proceso de cicatrización inconsciente, a pesar de nuestros desesperados esfuerzos de no olvidar jamás. Para Meggie, fue un doloroso desvanecimiento de la apariencia de Frank, una confusa conversión de sus amadas facciones en una imagen divinizada que parecía tanto al verdadero Frank como podía parecerse una santa imagen de Cristo a lo que debió ser el Hombre. Y para Fee, una sustitución nacida de las silenciosas profundidades donde había destilado la evolución de su alma.

Se produjo tan disimuladamente que nadie se dio cuenta. Pues Fee siguió envuelta en su quietud y en una inexpresividad total; la sustitución fue algo interior que nadie tuvo tiempo de observar, salvo el nuevo objeto de su amor, que no dio señales externas de haberlo advertido. Era algo tácito y oculto entre los dos, algo para amortiguar su soledad.

Tal vez era inevitable, porque, de todos sus hijos, Stuart era el único que se parecía a ella. A sus catorce años era, para su padre y sus hermanos, un misterio tan grande como había sido Frank; pero, a diferencia de éste, no provocaba hostilidad ni irritación. Hacía lo que le decían sin quejarse nunca; trabajaba tan duro como los demás, y no producía ondas en el estanque de la vida de los Cleary. Aunque también era pelirrojo, el color de sus cabellos era más oscuro que el de los otros chicos, tiraba a caoba y sus ojos eran tan claros como el agua remansada bajo una sombra, como si se remontasen en el tiempo hasta los orígenes y lo viese todo como realmente era. También era el único de los hijos de Paddy que prometía ser un guapo mozo, aunque Meggie pensaba, sin decirlo, que Hal le superaría cuando se hiciese mayor. Nadie sabía lo que pensaba Stuart; como Fee, hablaba poco y nunca daba una opinión. Y tenía la curiosa habilidad de permanecer absolutamente quieto, tanto dentro de sí mismo como en el exterior, y Meggie, que era la más próxima a él en edad, tenía la impresión de que era capaz de ir a sitios donde nadie podría seguirle jamás. El padre Ralph expresaba lo mismo en otros términos:

– ¡Ese chico no es humano! -había exclamado el día en que había llevado al hambriento Stuart a Dro-gheda, después de haberse quedado sin Meggie en el convento-. ¿Dijo que quería volver a casa? ¿Dijo que añoraba a Meggie? ¡No! Sólo dejó de comer y esperó a que sus motivos calasen en nuestros torpes cerebros. Ni una sola vez abrió la boca para lamentarse, y, cuando me acerqué a él y le pregunté gritando si quería volver a casa, se limitó a sonreír y asentir con la cabeza.

Con el tiempo, se convino tácitamente en que Stuart no iría a la dehesa a trabajar con papá y los otros chicos, aunque, por su edad, habría podido hacerlo. Stu se quedaría de guardia en casa, cortaría leña, cultivaría el huerto, ordeñaría las vacas… todas las labores que las mujeres no tenían tiempo de hacer, con tres niños pequeños en la casa. Era prudente tener un hombre en el lugar, aunque fuese sólo un hombre de su edad; era una prueba de que había otros hombres por allí. Porque había visitantes; sonaban pisadas extrañas en las tablas de la galería de atrás, y decía la voz de un desconocido:

– ¡Eh, señora! ¿Podría darme algo de comer?

La región abundaba en esta clase de hombres, vagabundos que iban de hacienda en hacienda, bajando de Queensland o subiendo de Victoria; tipos que habían tenido mala suerte o que no gustaban de empleos regulares, prefiriendo recorrer a pie miles de kilómetros, en busca de algo que sólo ellos sabían. En su mayoría, eran hombres honrados, que aparecían, se atracaban de comida, se guardaban un poco de té y de azúcar y de harina que les daban, y se alejaban por el camino de Barcoola o de Narrengang, con sus viejos y mellados botes de hojalata colgados del cinto, y seguidos por unos perros flacos que casi se arrastraban por el suelo. Los vagabundos australianos raras veces montaban a caballo; iban a pie.

De vez en cuando, aparecía algún malvado, buscando sitios donde sólo hubiese mujeres; no para violarlas, pero sí para robar. Por esto tenía Fee una escopeta cargada en un rincón de la cocina donde los pequeños no pudiesen alcanzarla, pero procurando siempre que estuviese más cerca de ella que del visitante, hasta que sus ojos expertos definían su carácter. Cuando Stuart fue destinado oficialmente al cuidado de la casa, Fee le pasó la escopeta de buen grado.

No todos los visitantes eran vagabundos, aunque sí la mayoría; por ejemplo, estaba el hombre de Watkins, que viajaba en su viejo «Ford T». Llevaba de todo, desde linimento para los caballos hasta jabón de olor, muy diferente del jabón duro que hacía Fee en el cubo de la colada, a base de grasa y sosa cáustica; y también traía agua de lavanda y agua de Colonia, y polvos y cremas, para las caras resecas por el sol. Había cosas que nadie soñaba en comprar, salvo al hombre de Watkins; como un ungüento, mucho mejor que cualquier producto droguería o de farmacia, pues lo curaba todo, desde un desgarrón en el costado de un perro hasta una úlcera en la espinilla de un hombre. Y las mujeres se agolpaban en las cocinas que visitaba, esperando ansiosamente que abriese sus grandes baúles llenos de piezas de loza.

Y había otros vendedores, que recorrían aquellos remotos parajes con menos regularidad que el hombre de Watkins, pero que eran igualmente bien recibidos, pues vendían de todo, desde cigarrillos y pipas de fantasía hasta piezas enteras de tela, e incluso, a veces, seductoras prendas de ropa interior y lujosos corsés. Y es que aquellas mujeres carecían de todo, teniendo que contentarse con uno o dos viajes al año al pueblo más próximo, lejos de las brillantes tiendas de Sydney, lejos de la'moda y de los adornos femeninos.

La vida parecía estar hecha de moscas y de polvo. No había llovido en mucho tiempo, ni siquiera un chaparrón para fijar el polvo y ahogar las moscas; porque, cuanto menos llovía, más moscas y más polvo había.

Todos los techos aparecían festoneados de largas tiras colgantes de papel engomado, que en sólo un día quedaba negro de moscas. Nada podía descubrirse un solo instante sin que se convirtiese en una orgía o en un cementerio de moscas, y los excrementos de estos insectos salpicaban los muebles, las paredes y el calendario del Almacén General de Gi-llanbone.