Выбрать главу

¡Y el polvo! No había manera de librarse de él; un polvo finísimo y pardo, que se filtraba en los recipientes mejor cerrados, daban un tono mate a ios cabellos recién lavados, hacía que la piel pareciese áspera, se posaba en los pliegues de la ropa y de las cortinas, y formaba, sobre las barnizadas mesas, una película que reaparecía en el mismo momento de ser limpiada. Se depositaba en gruesas capas en el suelo, sacudido descuidadamente de las botas o arrastrado por el viento a través de las puertas y ventanas abiertas. Fee se vio obligada a guardar las alfombras persas y a pedir a Stuart que clavase una lámina de linóleo que había comprado disimuladamente en el almacén de Gilly.

La cocina, que era la pieza que recibía más visitantes del exterior, tenía las tablas de ceca del suelo del color de huesos viejos, de tanto fregarlas con un cepillo de alambre y jabón de lejía. Fee y Meggie vertían sobre ellas aserrín recogido cuidadosamente por Stuart en la leñera, lo rociaban con preciosas gotas de agua y barrían la olorosa mezcla fuera de la puerta, arrojándola de la galería al huerto, donde se descomponía en humus.

Pero nada era capaz de desterrar el polvo por mucho tiempo, y llegó un momento en que el torrente se secó, convirtiéndose en un rosario de pequeños charcos, y ya no se pudo extraer agua de él para la cocina y el cuarto de baño. Stuart. llevó el coche cuba al.manantial, lo llenó y lo yació en una de las cisternas auxiliares, y las mujeres tuvieron que acostumbrarse a un agua diferente y horrible para lavar los platos, la ropa y los cuerpos, un agua aún peor que la fangosa del torrente, que olía a azufre y tenía que ser escrupulosamente eliminada de los platos, y que dejaba los cabellos mates y ásperos, como si fuesen de paja. La escasa agua de lluvia que quedaba la reservaban estrictamente para beber y para cocinar.

El padre Ralph observaba cariñosamente a Meggie. Ésta cepillaba la roja y rizada cabeza de Patsy, mientras Jims esperaba sumisamente su turno, aunaue con cierta impaciencia, y los dos pares de brillantes ojos azules la miraban con devoción. Era una verdadera madrecita. Esta peculiar obsesión de las mujeres por los niños, murmuró él para sus adentros, debía de ser algo innato en ellas, pues, de no ser así, Meggie lo habría considerado, a sus años, más como un deber que como una satisfacción, y habría procurado darse prisa para cambiar esta tarea por otra más llevadera. Pero lo cierto era que prolongaba deliberadamente la operación, retorciendo los mechones de Patsy entre sus dedos, para sacar ondas de aquella maraña. Durante un rato, el sacerdote estuvo como hechizado contemplando la actividad de la niña; después, se sacudió el polvo de una bota con el látigo y contempló enfurruñado, desde la galería, la casa grande oculta detrás de los eucaliptos y las enredaderas, y la profusión de dependencias y de pimenteros que se levantaban entre el caserón aislado y este pedazo de finca que era la residencia del mayoral. ¿Qué intriga estaba urdiendo la vieja araña desde el centro de su vasta tela?

– Padre, ¡no nos mira usted! -le acusó Meggie. -Perdona, Meggie. Estaba pensando. -Se volvió a ella en el momento en que acababa con Jims, y los tres se le quedaron mirando, con expectación, hasta que se inclinó y cargó con los dos gemelos-. Iremos a ver a vuestra tía Mary, ¿eh?

Meggie le siguió por el sendero, llevando el látigo y tirando de la yegua castaña. Él transportaba los niños sin parecer sentir su peso, aunque había más de un kilómetro desde el torrente a la casa grande. En la cocina, entregó los gemelos a la embelesada señora Smith y siguió paseo arriba, en dirección a la casa principal, con Meggie caminando a su lado.

Mary Carsoii estaba sentada en su sillón. Estos días casi no se movía, pues ya no necesitaba hacerlo, dada la eficacia con que Paddy manejaba las ¿osas. Al entrar el padre Ralph, llevando a Meggie de la mano, fijó en ésta una mirada maligna; el padre Ralph sintió que se aceleraba el pulso de la niña y le apretó la muñeca para darle ánimos. Meggie hizo una torpe reverencia a su tía y murmuró un saludo inaudible.

– Ve a la cocina, pequeña, y toma el té con la señora Smith -indicó secamente Mary Carson.

– ¿Por qué no la quiere? -pregunto el padre Ralph, dejándose caer en el sillón que consideraba casi como propio.

– Porque la quiere usted -respondió ella.

– ¡Oh, vamos! -Por una vez, se sintió confuso-. No es más que una chiquilla, Mary.

– Pero usted rfo la ve como tal, y lo sabe.

Él la miró irónicamente, con sus bellos ojos azules. Ahora estaba más tranquilo.

– ¿Se imagina que abuso de los niños? A fin de cuentas, ¡soy sacerdote!

– Ante todo, es usted hombre, Ralph de Bricassart. El hecho de ser sacerdote le hace sentirse seguro, y nada más.

Él rió, sobresaltado. Por alguna razón, no podía batirse hoy con ella; como si la anciana_ hubiese descubierto una rendija en su armadura, introduciendo por ella su veneno de araña, Y él estaba cambiando; tal vez se hacía viejo, o aceptaba la oscuridad en Gillanbone. El fuego se estaba apagando, ¿o acaso ardía él ahora por otras cosas?

– No soy un hombre -dijo-. Soy un sacerdote… Tal vez es el calor, el polvo, las moscas… Pero no soy un hombre, Mary. Soy un cura.

– ¡Cómo ha cambiado, Ralph! -se burló ella-. ¿Estoy oyendo realmente al cardenal De Bricassart?

– Eso es imposible -replicó él, mientras una fugaz expresión de tristeza pasaba por sus ojos-. Y creo que ya no deseo ser cardenal.

Ella se echó a reír y se meció en su sillón, mirándole fijamente.

– ¿No lo desea, Ralph? ¿De veras? Bueno, le dejaré cocerse un poco más en su propia salsa, pero ya le llegará el día de saldar cuentas, no lo dude. Todavía no, quizá pasarán aún dos o tres años, pero llegará. Yo haré de diablo, y le ofreceré… ¡Ya he dicho bastante! Pero no dude de que le haré retorcerse. Es usted el hombre más fascinante que he conocido. Nos arroja su belleza a la cara, despreciando nuestra tontería. Pero yo le clavaré en la pared por su punto más flaco; haré que se venda como una ramera pintarrajeada. ¿Acaso lo duda?

Él se retrepó en el sillón y sonrió.

– No dudo de que lo intentará. Pero no creo que me conozca tan bien como se imagina.

– ¿No? El tiempo lo dirá, Ralph, sólo el tiempo. Yo soy ya vieja, y nada me queda, salvo el tiempo.

– ¿Y qué cree usted que tengo yo? -preguntó él-. Tiempo, Mary, sólo tiempo. Tiempo, y polvo, moscas.

Las nubes se agolparon en el cielo, y Paddy empezó a confiar en que llovería.

– Tormentas secas -dijo Mary Carson-. Eso no nos traerá agua. No va a llover en mucho tiempo.

Si los Cleary pensaban que habían visto lo peor que podía ofrecer Australia en cuanto a rudeza del clima, era porque todavía no habían experimentado las tormentas secas en las resecas llanuras. Despojados de toda humedad lubrificante, la tierra y el aire se frotaban ásperamente, y ésta era una fricción irritante que aumentaba y aumentaba hasta que sólo podía terminar en una gigantesca dispersión de energía acumulada. El cielo descendió y se oscureció tanto que Fee tuvo que encender la luz dentro de casa; en los corrales, los caballos se estremecían y piafaban al menor ruido; las gallinas se encaramaban en sus perchas y escondían la cabeza bajo el ala temblorosa; los perros gruñían y se peleaban; los cerdos que hozaban entre los escombros hundían el hocico en el polvo y atisbaban con sus brillantes ojitos. La fuerzas latentes en los cielos infundían pánico en los huesos de todos los seres vivos, como si las grandes y espesas nubes se hubiesen tragado el sol y se dispusieran a escupir fuego solar sobre la tierra.

El trueno avanzó desde la lejanía a velocidad creciente, las chispas del horizonte dieron vivo relieve a las rugientes ondas, crestas de sorprendente blancura espumearon y rompieron sobre profundidades que tenían un azul de medianoche. Entonces, con un viento ululante que absorbía el polvo y lo lanzaba contra los ojos, las orejas y la boca, llegó el cataclismo. Nadie tuvo ya que imaginarse la ira bíblica de Dios, porque la vivieron todos. Ninguno de los hombres podía abstenerse de saltar cuartüo retumbaba el trueno -estallaba con el ruido y la furia de un mundo en desintegración-, pero, al cabo de un rato, la familia reunida se acostumbró a ello y salió a la galería y contempló las dehesas del otro lado del torrente. Grandes relámpagos zigzagueantes trazaban vetas de fuego en todo el cielo, y los rayos caían por docenas a cada instante; saltaban cadenas de destellos sulfurosos entre las nubes, entrando y saliendo de ellas como en un juego del escondite. Los árboles fulminados crujían y humeaban sobre la hierba, y ahora comprendieron al fin los Cleary la razón de que aquellos solitarios centinelas de los prados estuviesen muertos.