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Un resplandor fantástico flotaba en el aire, ún aire que ya no era invisible, sino que tenía fuego dentro, rosado y lila, fosforescente, o de un amarillo de azufre, y que exhalaba un olor dulzón, evasivo, imposible de reconocer. Los árboles resplandecían débilmente, los rojos cabellos de los Cleary aparecían aureolados de lenguas de fuego, y todos tenían erizado el vello de los brazos. Y esto duró toda la tarde, y sólo se extinguió poco a poco por el Este al anochecer, librándoles de su espantoso hechizo, pero dejándoles excitados, nerviosos, intranquilos. No había caído una gota de lluvia. Pero haber sobrevivido, sanos y salvos, en aquel delirio atmosférico, era como morir y volver a la vida; no pudieron hablar de otra cosa en toda una semana.

– Tendremos mucho más -dijo, agorera, Mary Carson.

Y tuvieron mucho más. El segundo invierno seco trajo mucho más frío del que cabía esperar si no nevaba; la escarcha formaba capas de varios centímetros sobre el suelo, y los perros se acurrucaban en sus perreras y conservaban el calor atracándose de carne de canguro y de montones de grasa de las reses sacrificadas en la hacienda. Al menos, el mal tiempo significaba comer carne de buey y de cerdo, en vez de la eterna carne de cordero. Encendían grandes fogatas dentro de casa, y los hombres se refugiaban en ella siempre que podían, pues, sobre todo de noche, se habrían helado en la dehesa. En cambio, cuando llegaban los esquiladores, éstos estaban de buen humor, porque podían trabajar más de prisa, sudando menos. En el compartimiento de cada hombre en el gran cobertizo, había un círculo más claro en el suelo de tablas, que correspondía al sitio donde el sudor de los esquiladores, durante cincuenta años, había blanqueado la madera.

Todavía quedaba hierba de la última y lejana inundación, pero disminuía fatídicamente. Día tras día, el cielo estaba encapotado y había poca luz, pero no llovía nunca. El viento aullaba tristemente sobre, los prados, levantando grandes remolinos de polvo que parecían de lluvia, atormentando la mente con fantasías de agua.

A los niños les salieron sabañones en los dedos; procuraban no sonreír, porque tenían los labios agrietados; cuando se quitaban los calcetines, se arrancaban piel de los talones y de las espinillas. Era completamente imposible conservar el calor con aquel viento crudo y fuerte, tanto más cuanto que las casas habían sido proyectadas para captar todas las ráfagas de aire, no para impedir su entrada. Se acostaban en dormitorios helados y se levantaban en dormitorios helados, esperando pacientemente que mamá íes guardase un poco de agua caliente de la olla del fogón, para que el acto de lavarse no fuese una terrible y dolorosa tarea.

Un día, el pequeño Hal empezó a toser y a estornudar, y empeoró rápidamente. Fee confeccionó un emplasto de polvo de carbón y lo extendió sobre el pecho enfermo de la criatura, pero no pareció proporcionarle ningún alivio. Al principio, ella no se alarmó demasiado, pero, al avanzar el día, el niño se agravó tanto que ya no supo qué hacer, y Meggie se sentó a su lado, estrujándose las manos y rezando en silencio una letanía interminable de padrenuestros y avemarias. Cuando llegó Paddy, a las seis, la respiración del niño se oía desde la galería, y tenía los labios amoratados.

Paddy se dirigió inmediatamente a la casa grande para telefonear, pero el médico estaba a sesenta kilómetros de distancia y había salido para atender a otro enfermo. Encendieron azufre en un cuenco y sostuvieron al niño sobre él, en un intento de hacerle expulsar la membrana que le ahogaba lentamente; pero no pudo contraer la caja torácica lo suficiente para expulsarla. Su color era cada vez más amoratado, y su respiración se había hecho ahora convulsiva. Meggie estaba sentada junto a él, sosteniéndole y rezando, encogido el corazón por el dolor, al ver cómo luchaba el pequeñín por respirar. De todos los niños, Hal era el hermano a quien más quería; era su madrecita. Nunca deseó tan desesperadamente ser una madre mayor; pensando que, si fuese, como Fee, podría hacer algo para curarle. Confusa y aterrorizada, sostenía el cuerpecito cerca de ella, tratando de ayudar a Hal a respirar.

Nunca se le ocurrió pensar que podía morir, ni siquiera cuando Fee y Paddy se hincaron de rodillas y rezaron, no sabiendo qué otra cosa hacer. A medianoche, Paddy separó los brazos de Meggie de la criatura inmóvil, y depositó tiernamente a Hal sobre las almohadas.

Meggie abrió los ojos; se había quedado medio dormida, porque Hal había dejado de debatirse.

– ¡Oh, papá! ¡Está mejor! -exclamó.

Paddy meneó la cabeza; parecía encogido y viejo, y la lámpara arrancaba destellos de escarcha de sus cabellos y de su barba de ocho días.

– No, Meggie; Hal no está mejor en el sentido en que tú lo dices, pero descansa en paz. Se ha ido junto a Dios, y ya no sufre.

– Papá quiere decir que ha muerto -declaró Fee, con voz monótona.

– ¡Oh, no, papá! ¡No puede estar muerto!

Pero la criatura estaba muerta en su nido de almohadas. Meggie lo supo en cuanto miró a Hal, aunque era la primera vez que veía un muerto. Parecía un muñeco, no un niño. Ella se levantó y salió para reunirse con los chicos, que velaban inquietos alrededor del fuego de la cocina, mientras la señora Smith, sentada en una silla, vigilaba a los mellizos, cuya cuna había sido trasladada allí para que estuviesen más calientes.

– Hal acaba de morir -anunció Meggie.

Stuart pareció despertar de un sueño lejano.

– Es lo mejor para él -dijo-. Descansa en paz. -Se levantó al entrar Fee y se acercó a ella, pero sin tocarla-. Estarás cansada, mamá. Ve a acostarte. Encenderé fuego en tu habitación. Vamos, ve a acostarte.

Fee se volvió y le siguió sin decir palabra. Bob se levantó y salió a la galería. Los demás chicos se quedaron un rato sentados y, después, fueron a reunirse con él. Paddy no apareció. La señora Smith, sin decir palabra, sacó el cochecito de un rincón de la galería y depositó cuidadosamente en él a los dormidos Jims y Patsy. Miró a Meggie, y las lágrimas surcaron sus mejillas.

– Vuelvo a la casa grande, Meggie, y me llevo a Jims y a Patsy. Volveré por la mañana, pero es mejor que los pequeños, de momento, se queden con Min-nie, Cat y yo. Dísélo a tu madre.

Meggie se sentó en una silla y cruzó las manos sobre la falda. ¡Oh! ¡Hal era suyo, y había muerto! El pequeño Hal, al que tanto quería y al que había hecho de madre. El espacio que había ocupado en Su mente aún no estaba vacío; todavía podía sentir su cálido peso sobre su pecho. Era terrible saber que nunca volvería a descansar allí, donde ella lo había sentido durante cuatro largos años. No; no debía llorar por esto; las lágrimas debían ser sólo para Agnes, por las heridas en la frágil coraza de su amor propio, por su niñez perdida para siempre. Csta era una carga que tendría que llevar hasta el fin de sus días, y seguir viviendo a pesar de ella. La voluntad de supervivencia es muy fuerte en ciertas personas, y menos en otras. En Meggie, era refinada y tensa como un cable de acero.