La vida siguió el ciclo rítmico e infinito de la tierra; el verano siguiente llegaron las lluvias, no mon-zónicas, pero si algo parecido, llenando el torrente y los depósitos, refrescando las sedientas raíces de las hierbas, eliminando el polvo pegajoso. Casi llorando de alegría, los hombres se entregaron a las tareas de los prados, con la Seguridad de que ya no tendrían que alimentar a mano a los corderos. La hierba había durado exactamente lo necesario, completada con el desmoche de los árboles más jugosos, pero no en todas las haciendas de Gilly había ocurrido lo mismo. La cantidad de reses de cada explotación dependía enteramente dfil ganadero que la regía. En relación con su gran extensión, Drogheda tenía pocas reses, y esto significaba que la hierba duraba mucho más.
La época de parir las ovejas y las semanas siguientes eran las de mayor actividad del calendario ganadero. Había que recoger cada oveja recién nacida y marcarla en la oreja; los machos no necesarios para la reproducción eran, además, castrados. Un trabajo sucio y repugnante, que les dejaba empapados en sangre hasta la piel, pues sólo había una manera de capar a miles de machos en el breve tiempo disponible. El castrador sujetaba los testículos entre los dedos, los cortaba con los dientes y los escupía al suelo. Los rabos de los machos y de las hembras, atados con delgadas tiras rígidas, perdían poco a poco el riego sanguíneo vital, se hinchaban, se secaban y acababan por caer.
Éste era el ganado lanar mejor del mundo, criado a una escala desconocida en cualquier otro país y con un mínimo de mano de obra. Todo estaba orientado a una producción perfecta de una lana perfecta. Por tanto, había también el afeitado; la lana alrededor del ano de la res se ensuciaba de excrementos, se llenaba de moscas y se apelotonaba en negros grumos a los que llamaban cazcarrias. Esta zona tenía que estar siempre afeitada o cortada al rape. Era un sencillo trabajo de esquileo, pero muy desagradable, a causa del mal olor y de las moscas, y por esto se pagaba mejor. Asimismo se llevaba a cabo la desinsectación: miles y miles de animales que balaban y saltaban eran conducidos a través de un laberinto de pasillos, donde eran bañados con fenol, que los libraba de garrapatas y otros parásitos. Y la purga: administración de medicamentos, con grandes jeringas introducidas en la garganta del animal, para eliminar los parásitos intestinales.
Pues el trabajo con los corderos no terminaba nunca; cuando se acababa de una tarea, había que empezar otra. Las reses eran reunidas y clasificadas, trasladadas de una dehesa a otra, criadas y destetadas, esquiladas y afeitadas, desinsectadas y purgadas, muertas y embarcadas para la venta. Drogheda tenía un millar de cabezas de ganado bovino de primera calidad, además de los corderos; pero éstos rendían mucho más, y así, en sus buenos tiempos, Drogheda criaba aproximadamente un cordero por cada dos acres de tierra, o sea un total de 125.000. Como eran merinos, no se vendían nunca para carne sino que, cuando terminaban sus años de producción de lana, eran vendidos para la fabricación de pieles, lanolina, sebo y cola, a las fábricas de curtidos y demás productos.
Y así fue como la literatura clásica de aquellos parajes australianos fue adquiriendo gradualmente significado. La lectura era ahora más importante que nunca para los Cleary, aislados del mundo en Drogheda; su único contacto con él era a través de la mágica palabra escrita. Pero en las cercanías no había ninguna biblioteca donde se prestasen libros, como la había habido en Wahine, ni hacían un viaje semanal a la ciudad para recoger la correspondencia y los periódicos, y cambiar sus libros como habían hecho en Wahine. El padre Ralph llenó esta laguna entrando a saco en la biblioteca de Gillanbone, en la del convenio y en la suya propia, y descubrió, con asombro, que, sin darse cuenta, había organizado toda una biblioteca circulante, vía Bluey Williams y su camión de reparto del correo. Éste iba siempre cargado de libros: volúmenes gastados y manoseados, que viajaban entre Drogheda y Bugela, Dibban-Dibban y Braich y Pwll, Cunnamutta y Each-Uisge, y eran siempre recibidos con agradecimiento por mentes ansiosas de alimento y evasión. Los grandes relatos eran siempre devueltos a regañadientes, pero el padre Ralph y las monjas llevaban un minucioso registro de los libros que tardaban más en ser devueltos, y entonces, el padre Ralph encargaba nuevos ejemplares a través de la agencia de noticias de Gilly y los cargaba tranquilamente en la cuenta de Mary Car-son, como donativos a la Sociedad Bibliófila de la Santa Cruz.
Eran los tiempos en que los libros contenían, como máximo, un beso casto, en que los sentidos no eran nunca excitados por pasajes eróticos, de modo que la línea de demarcación entre los libros destinados a los adultos y los dirigidos a los chicos mayores era mucho menos severa, y no era vergonzoso que un hombre de la edad de Paddy prefiriese los libros que también adoraban sus hijos: Dot and the Kan-garoo, los episodios Bülabong sobre Jim y Norah y Wally, y el inmortal We of the Never-Never, de la señora Aeneas Gunn. Por la noche, en la cocina, se turnaban para leer en voz alta los poemas de Banjo Paterson y de C. J. Dennis, emocionándose con las galopadas de «El Hombre del Río Nevado» o riendo con «El Patán Sentimental» y su Doreen, o secándose disimuladamente una lágrima con la «Riente Mary» de John O'Hara:
Una carta le había escrito, porque ignoraba sus señas, Al Lachlan, donde, hace años, le había conocido
[yo;
Esquilando estaba entonces, y así puse, por las bue-
[nas, La siguiente dirección: «A Clancy, del Overflow.»
Y me llegó la respuesta en rara caligrafía
(Yo diría que de un dedo sumergido en alquitrán); Era de otro esquilador y textualmente decía:
«A Queensland se marchó Clancy; no sabemos
[dónde está.»
En mi loca fantasía, vi a Clancy con el ganado Marchando «Cooper abajo», donde va el occidental;
Lento avance de las reses, y Clancy detrás, cantando, Pues el ganadero goza más que los de la ciudad.
Y halla amigos en los prados y voces de bienvenida En el murmullo del viento y del río en sus riberas,
Y ve el paisaje soleado de la llanura extendida,
Y por la noche el fulgor de las estrellas eternas.
«Clancy del Overflow» era su poesía predilecta, y el Banjo su poeta predilecto. Tal vez los versos eran un poco vulgares, pero no habían sido escritos para eruditos refinados; eran del pueblo para el pueblo, y, en aquellos tiempos, eran muchos australianos los que se los sabían de memoria mejor que los poemas de Tennyson y de Wordsworth, pues sus toscas aleluyas habían sido escritas pensando en Inglaterra. Las plantaciones de narcisos y los campos de asfódelos no significaban nada para los Cleary, que vivían en un clima donde aquéllos no podían existir.
Los Cleary comprendían a los poetas de la región mejor que la mayoría de sus lectores, pues el Overflow era su telón de fondo, y el traslado de los corderos, una realidad en la TSR. La «Traveling Stock Route», o TSR, era una ruta oficial que serpenteaba cerca del río Barwon, una tierra libre de la Corona destinada al traslado de mercancías vivas de la mitad oriental del continente a la occidental. En los viejos tiempos, los pastores y sus hambrientas manadas, que destruían los pastos, eran muy mal recibidos, y odiados los bueyes que, en grandes rebaños de veinte a ochenta cabezas, asolaban los mejores pastos de los colonos. Ahora, con las rutas oficiales para pastores y ganados convertidas en leyenda, las relaciones entre nómadas y sedentarios eran más amistosas.