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Los ocasionales pastores en tránsito eran bien recibidos cuando se acercaban para charlar o beber una cerveza o comer un bocado. A veces, traían mujeres con ellos, conduciendo viejas y destartaladas carretas tiradas por jamelgos, con ollas y latas y botellas oscilando y repicando en una especie de cenefa a su alrededor. Eran las mujeres más alegres y broncas conocidas que viajaban de Kynuna al Paroo, de Goondiwindi a Gundagai, del Katherine al Curry. Extrañas mujeres: no sabían lo que era un techo sobre sus cabezas, ni un colchón debajo de sus duras espaldas. Ningún hombre las aventajaba; eran tan duras y resistentes como la tierra que hollaban con sus inquietos pies. Salvajes como los pájaros de los árboles empapados de sol, sus hijos pequeños se escondían tímidamente detrás de las ruedas del calesín o buscaban la protección de la leñera, mientras sus padres tomaban té y contaban largas historias, prometían transmitir vagos mensajes a Hoopiron Collins o a Gnarlunga Waters, o referían el fantástico cuento del jackaroo Pommy de Gnarlunga. Y, de algún modo, uno podía tener la seguridad de que aquellos vagabundos sin hogar habían cavado una fosa, habían enterrado un hijo o una esposa, un marido o un compañero, al pie de un coolibah que nunca olvidarían, a orillas de algún punto de la TSR, y que no se distinguiría de los otros a los ojos de quienes no sabían cómo pueden los corazones marcar un árbol como singular y especial entre una espesura de árboles.

Meggie ignoraba incluso el significado de una expresión tan manida como «los hechos de la vida», pues las circunstancias habían conspirado para cerrarle todos los caminos que habrían podido facilitarle su conocimiento. Su padre trazaba una línea inflexible entre los varones y las hembras de la familia; temas como la cría o el apareamiento nunca se discutían en presencia de mujeres, y los hombres sólo podían aparecer completamente vestidos delante de aquéllas. Los libros que habrían podido darle una clave no entraban nunca en Drogheda, y Meggie no tenía amigas de su edad que pudiesen instruirla. Su vida estaba absolutamente limitada a las tareas del hogar, y, alrededor de la casa, no había la menor actividad sexual. Los animales del Home Paddock eran casi literalmente estériles. Mary Carson no criaba caballos, sino que los compraba a Martin King, de Bugela, que sí tenía criadero. Si uno no tenía cría de caballos, los garañones eran un engorro; por consiguiente, no los había en Drogheda. Había un toro, sí, un animal fiero y salvaje, cuyo corral estaba en sitio apartado, pero Meggie le tenía tanto miedo que nunca se acercaba a él. Los perros permanecían encerrados en la perrera y encanedados, y su apareamiento era un ejercicio científico realizado bajo la experta dirección de Paddy o de Bob, lejos de la casa. Y Meggie tampoco tenía tiempo de observar a los cerdos, a los que aborrecía y alimentaba de mala gana. En realidad, Meggie no tenía tiempo de observar a nadie, salvo a sus dos hermanos pequeños. Y la ignorancia engendra ignorancia; un cuerpo y una mente dormidos pasan durmiendo por sucesos que, en estado de vigilia, son inmediatamente catalogados.

Poco antes de cumplir los quince años, cuando el calor del estío estaba llegando a su punto culminante, Meggie advirtió unas manchas pardas en su pantalón. Al cabo de un par de días, desaparecieron, aunque volvieron a aparecer a las seis semanas, y su vergüenza se convirtió en terror. La primera vez había pensado que se había ensuciado, y de aquí su vergüenza, pero vio señales inconfundibles de sangre al repetirse. No sabía de dónde podía proceder la sangre, y presumió que debía de ser del ano. La lenta hemorragia desapareció tres días después y no volvió a repetirse hasta dos meses más tarde; las furtivas lavaduras de sus pantalones habían pasado inadvertidas, porque, a fin de cuentas, ella lavaba casi toda la ropa. El ataque siguiente le produjo dolor, los primeros rigores no biliosos de su vida. Y la hemorragia era peor, mucho peor. Hurtó algunos pañales viejos de los gemelos y se los sujetó dentro del pantalón, temiendo que la sangre se filtrase a través de éste.

La muerte que se había llevado a Hal había sido como una visita tempestuosa de algo del otro mundo, pero esta desintegración de su propio ser resultaba aterradora. ¿Cómo podía presentarse a Fee o a Paddy y darles la noticia de que se estaba muriendo de una terrible y sucia enfermedad de su trasero? Sólo a Frank le habría confiado su tormento, pero Frank estaba tan lejos que era inútil pensar en buscarle. Había oído a las mujeres hablar de tumores y de cáncer mientras tomaban el té, de la lenta y dolorosa muerte de una amiga, de la madre o de una hermana, y Meggie estaba segura de que algo la roía por dentro, subiendo en silencio hasta su aterrorizado corazón. ¡Y no quería morir!

Sus ideas sobre el carácter de la muerte eran muy vagas; ni siquiera veía claramente cuál sería su condición en aquel incomprensible otro mundo. Para Meggie, la religión era un conjunto de leyes más que una experiencia espiritual, y no la ayudaba en absoluto. En su espantada conciencia, se mezclaban palabras y frases pronunciadas por sus padres, los amigos de éstos, las monjas, los curas en sus sermones y los autores de libros anunciadores de venganza. No había manera de que pudiese entenderse con la muerte; yacía noche tras noche en un terror confuso, tratando de imaginar si la muerte era una noche perpetua, o un abismo de- llamas sobre el que había que saltar para llegar a los campos dorados del otro lado, o una esfera parecida al interior de un globo gigantesco, lleno de cánticos y de una luz atenuada por los cristales de unas ventanas ilimitadas.

Se volvió muy callada, pero de una manera completamente distinta del pacífico y soñador aislamiento de Stuart; era más bien la inmovilidad petrificada de un animal hipnotizado por la mirada de basilisco de una serpiente. Si le hablaban cuando no lo esperaba, se sobresaltaba; si los pequeños la llamaban, corría a ellos con la angustia expiatoria de su negligencia; y, cuando tenía uno de sus raros momentos de ocio, se escapaba e iba al cementerio, a visitar a Hal, que era el único muerto al que había conocido.

Todos advirtieron un cambio en ella, pero lo aceptaron pensando que Meggie se hacía mayor y sin preguntarse lo que este desarrollo podía significar para ella; disimulaba su aflicción demasiado bien. Había aprendido las viejas lecciones; su autodominio era fenomenal, y su orgullo, formidable. Nadie debía saber jamás lo que pasaba en su interior; la fachada debía permanecer incólume hasta el fin; ahí estaban los ejemplos de Fee, de Frank y de Stuart, y ella llevaba la misma sangre, era su herencia y parte de su naturaleza.

Pero, como el padre Ralph visitaba con frecuencia Drogheda, y como el cambio de Meggie se acentuó, pasando de una bella metamorfosis femenina a la extinción de toda vitalidad, su interés por ella se convirtió en preocupación y, después, en miedo. Un desgaste físico y espiritual se estaba produciendo ante sus ojos; ella se les escapaba, y él no podía resignarse a verla convertida en otra Fee.,La carita afilada era toda ojos, que observaban fijamente alguna horrible perspectiva, y la piel opaca y lechosa, que jamás se ponía morena ni pecosa, se estaba haciendo más translúcida. Si esto continuaba, pensó él, el día menos pensado desaparecería dentro de sus propios ojos, como una serpiente tragándose la cola, y vagaría en el universo como una ráfaga casi invisible de pálida luz verde, de esas que sólo pueden verse en el borde del campo visual, donde acechan las sombras y bajan cosas negras por una pared blanca.