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– Muy bien, Paddy. ¿Has terminado en la dehesa de abajo?

– Sí, ya está. Empezaré en la de arriba mañana temprano. Pero, Dios mío, ¡qué cansado estoy!

– No me extraña. ¿Volvió a darte MacPherson la yegua resabiada?

– Desde luego. No creerás que iba a llevársela él y dejarme a mí el caballo ruano, ¿verdad? Tengo los brazos como si me los hubiesen arrancado de sus articulaciones. Te juro que esa yegua tiene la boca más dura de todo el país.

– Olvídalo. Los caballos del viejo Robertson son todos buenos, y pronto estarás allí.

– Nunca será demasiado pronto. -Cargó la pipa de tabaco fuerte y cogió una candela de una jarra que había cerca del horno. La introdujo rápidamente en éste, y prendió en seguida; se echó atrás en su silla y chupó la pipa con fuerza, produciendo un rumor de gorgoteo-. ¿Cómo se siente una niña al cumplir cuatro años, Meggie? -preguntó a su hija.

– Muy bien, papá.

– ¿Te ha dado mamá tu regalo?

– ¡Oh, papá! ¿Cómo adivinasteis, tú y mamá, que me gustaba Agnes?

– ¿Agnes? -Miró rápidamente a Fee, sonrió y le hizo un guiño-. ¿Se llama Agnes?

– Sí. Y es muy guapa, papá. Me pasaría todo el día mirándola.

– Tiene suerte de poder mirar otras cosas -dijo tristemente Fee-. Jack y Hughie se apoderaron de la muñeca antes de que la pobre Meggie pudiese verla bien.

– Bueno, los chicos son así. ¿Es grave el daño?

– Nada que no pueda arreglarse. Frank les sorprendió antes de que la cosa pasara a mayores.

– ¿Frank? ¿Qué estaba haciendo aquí? Tenía que estar todo el día en la fragua. Hunter necesita sus verjas.

– Estuvo todo el día allí. Sólo vino a buscar una herramienta -respondió en seguida Fee, pues Pa-draic era demasiado duro con su hijo mayor.

– ¡Oh, papá, Frank es muy bueno! Salvó a mi Agnes de que la mataran y, después del té, va a pegarle los cabellos.

– Está bien -dijo su padre, adormilado, apoyando la cabeza en el respaldo de la silla y cerrando los ojos.

Hacía calor delante del horno, pero él no parecía advertirlo; gotas de sudor brillaron en su frente. Cruzó las manos detrás de la cabeza y se durmió.

Los niños habían heredado de Padraic Clearv sus varios tonos de espesos y ondulados cabellos, aunque ninguno los tenía de un rojo tan agresivo como el suyo. Era bajo, pero con una complexión de acero, y tenía las piernas combadas de tanto montar a caballo y los brazos excesivamente largos de tantos años de esquilar corderos; su pecho y sus brazos aparecían cubiertos de vello espeso y dorado, que habría resultado feo si hubiese sido negro. Sus ojos eran de un azul brillante; tenía siempre los párpados fruncidos, como los de los marineros acostumbrados a mirar a largas distancias, y su cara era agradable y propensa a sonreír, cosa que hacía que los hombres simpatizasen con él desde el primer momento. Su nariz era magnífica, una verdadera nari¿ romana que debió confundir a sus cofrades irlandeses, aunque la costa irlandesa había recibido a muchos náufragos. Todavía hablaba con el suave y rápido ceceo del irlandés de Galway, pronunciando la t como z, pero casi veinte años en los antípodas habían añadido otro matiz a su lenguaje, de modo que pronunciaba ei como ai y hablaba un poco más despacio, como un viejo reloj al que hubiese que dar cuerda. De carácter animoso, había conseguido llevar su dura existencia mejor que la mayoría, y, aunque era muy severo en su disciplina y pródigo en dar puntapiés, todos sus hijos, menos uno, le adoraban. Si no había pan bastante para todos, él se abstenía de comerlo; si tenía que elegir entre comprarse ropa nueva o comprarla a uno de sus hijos, él se quedaba sin ella. Bien mirado, era ésta una prueba de amor más evidente que un millón de besos fáciles. Tenía el genio muy vivo y, en una ocasión, había matado a un hombre. La suerte le había acompañado; aquel hombre era inglés, y había un barco en el puerto de Dun Laoghaire que zarpaba para Nueva Zelanda al subir la marea.

Fiona se asomó a la puerta de atrás y gritó:

– ¡El té!

Los chicos fueron llegando uno tras otro; el último de ellos, Frank, cargado con un montón de leña que dejó caer en la caja grande al lado del horno. Padraic bajó a Meggie y se dirigió a la cabecera de la mesa colocada al fondo de la cocina, mientras los chicos se sentaban a los lados y Meggie se encaramaba en la caja que había puesto su padre sobre la silla más próxima a él.

Fee sirvió la comida en los platos, sobre la mesa auxiliar, con más rapidez y eficacia que un camarero; después, los llevó de dos en dos a su familia; primero, Paddy; después, Frank, y así sucesivamente hasta Meggie, quedándose el último para ella.

– ¡Vaya! ¡Estofado! -dijo Stuart, haciendo visajes mientras cogía el cuchillo y el tenedor-. ¿Por qué tenéis que llamarme igual que al estofado? (1)

– Come -gruñó su padre.

Los platos eran grandes y estaban literalmente llenos de comida: patatas hervidas, carne de cordero y judías cogidas el mismo día en el huerto, todo ello abundantísimo. A pesar de los sofocados murmullos y los gruñidos de disgusto, todos, incluido Stu rebañaron sus platos con pan, y aún comieron después varías rebanadas untadas con una gruesa capa de mantequilla y jalea de grosella casera. Fee se sentó, despachó su yantar y corrió de nuevo a su mesa de trabajo, donde puso, en platos soperos, grandes cantidades de bizcocho muy dulce y adornado con compota. Después, vertió un río humeante de crema en cada plato, y de nuevo llevó éstos a la mesa, de dos en dos. Por último, se sentó, lanzando un suspiro: ¡al menos esto podría comerlo en paz!

– ¡Oh, qué bien! ¡Dulce de confitura! -exclamó Meggie, hundiendo la cuchara en la crema para que saliera la compota y rayase de color rosa la superficie amarilla.

– Es tu cumpleaños, Meggie -dijo su padre, sonriendo-. Por eso ha hecho mamá tu postre favorito.

Ahora no hubo quejas; fuera lo que fuese aquel pastel, se lo comieron con gusto. Todos los Cleary eran aficionados a los dulces.

Ninguno de ellos tenía una libra de carne super-flua, a pesar de las grandes cantidades de féculas que engullían. Gastaban todo lo que comían trabajando o jugando. Las verduras y la fruta se comían porque eran buenas para la salud, pero lo que salvaba del agotamiento era el pan, las patatas, la carne y los pasteles harinosos y calientes.

(1) Slew (estofado) se pronuncia igual que Stu (abreviatura de Stuart). (H. del T.)

Cuando Fee hubo servido a cada uno de ellos una taza de té de la gigantesca tetera, se quedaron otra hora charlando, bebiendo o leyendo. Paddy chupaba su pipa, mientras leía un libro de la biblioteca; Fee rellenaba continuamente las tazas; Bob, abstraído en la lectura de otro libro de la biblioteca pública, y los más pequeños hacían planes para el día siguiente. La escuela había cerrado para las largas vacaciones de verano, los chicos holgazaneaban y estaban ansiosos de empezar las tareas que tenían asignadas en la casa y en el huerto. Bob tenía que retocar la pintura exterior; Jack y Hughie cuidarían de la leña, de las dependencias exteriores y del ordeño; Stuart, de las hortalizas: un verdadero juego, comparado con los horrores de la escuela. De vez en cuando, Paddy levantaba la cabeza del libro y añadía otra tarea a la lista. Fee no decía nada, y Frank permanecía hundido en su silla, fatigado, sorbiendo una taza de té tras otra.

Por último, Fee hizo que Meggie se sentase en un alto taburete y le puso los rulos en los cabellos para la noche, antes de llevarla a la cama, con Stu y Hughie. Jack y Bob pidieron permiso y salieron a dar de comer a los perros. Frank cogió la muñeca de Meggie, la llevó a la mesa auxiliar y empezó a pegarle los cabellos. Padraic se estiró, cerró el libro y dejó su pipa en la irisada concha que le servía de cenicero.

– Bueno, mamá, me voy a la cama.