– ¡Claro, padre! ¡Lo he leído! Quiere decir que una es mayor.
– Está bien. Mientras persiste esta hemorragia, la mujer puede tener hijos. Es parte del ciclo de la procreación. Se dice que, antes de la caída, Eva no menstruaba. Porque esto se llama menstruación, mens-truar. Pero, cuando Adán y Eva pecaron. Dios castigó a la mujer más que al hombre, porque ella había sido la causante del pecado. Ella había tentado al hombre. ¿Recuerdas las palabras de la Biblia? «Parirás los hijos con dolor.» Dios quiso decir que los hijos producirían dolor a la mujer. Muchas alegrías, pero también grandes dolores. Es vuestro destino, Meggie, y debes aceptarlo.
Ella no lo sabía, pero el padre Ralph hubiera ofrecido el mismo consuelo y la misma ayuda a cualquiera de sus feligreses; con exquisita amabilidad, pero sin identificarse nunca con la aflicción. Precisamente por esto, y tal vez no debería parecer extraño, el consuelo y la ayuda que brindaba eran más eficaces. Como si él estuviera de vuelta de estas pequeneces, que eran cosas que tenían que pasar. Y él tampoco lo hacía deliberadamente; nadie que acudiese a él en busca de socorro tenía la impresión de que le mirase de arriba abajo, de que le culpase de sus flaquezas. Muchos sacerdotes hacían que la gente se sintiese culpable, inútil o bestial; pero él, no. Porque les daba a entender que también él tenía sus penas y sus luchas; tal vez penas distintas y luchas incomprensibles, pero no por ello menos reales. Él tampoco sabía, y nunca lo habría comprendido, que la mayor parte de su simpatía y de su atractivo no estaba en su persona, sino en algo singular, casi divino, pero muy humano, de su alma.
En cuanto a Meggie, le hablaba como lo había hecho Frank; como si fuese su igual. Pero él era más viejo, más inteligente y mucho más educado que Frank y, por tanto, un confidente más satisfactorio. Y qué bonita era su voz, con su inglés perfecto, pero con ligero acento irlandés. Todo su miedo y toda su angustia se desvanecieron. Pero era joven, llena de curiosidad, ansiosa ahora de saber todo lo que había que saber, y sin verse turbada por la desonentadora filosofía de los que constantemente se interrogan, no sobre el quién que llevan dentro, sino sobre el porqué. Él era su amigo, el ídolo adorado de su corazón, el nuevo sol en su firmamento.
– ¿Por qué no debía decírmelo usted, padre? ¿Por qué ha dicho que hubiese debido hacerlo mi madre?
– Es un tema que las mujeres consideran reservado. Hablar de la menstruación o del período en presencia de hombres o muchachos no es correcto, Meg-gie. Es algo que queda estrictamente entre las mujeres.
– ¿Por qué?
Él meneó la cabeza y se echó a reír.
– Si he de serte sincero, no sé realmente por qué. Incluso preferiría que no fuese así. Pero debes confiar en mi palabra de que así es. No hables nunca a nadie de esto, excepto a tu. madre, y no le digas que lo has discutido conmigo.
– Está bien, padre; no lo haré.
Eso de hacer de madre resulta endiabladamente difícil. ¡Cuántas consideraciones prácticas a recordar!
– Meggie, debes ir a casa y decirle a tu madre que has estado perdiendo sangre, y pregúntale cómo debes arreglarte.
– ¿Le pasa también a mamá?
– Les pasa a todas las mujeres sanas. Pero, cuando esperan un niño, esto se interrumpe hasta que ha nacido la criatura. Por eso saben las mujeres cuándo van a tener un niño.
– ¿Por qué dejan de sangrar cuando esperan un niño?
– Francamente, no lo sé. Lo siento, Meggie.
– ¿Y por qué sale la sangre del culito, padre?
Él lanzó una mirada furiosa al ángel, que se la devolvió serenamente, porque a él no le preocupaban las tribulaciones femeninas. La cosa se estaba poniendo demasiado espinosa para el padre Ralph. Era sorprendente tanta insistencia, en una niña en general tan reservada. Sin embargo, se dio cuenta de que él se había convertido para ella en la fuente de conocimiento de todo lo que no encontraría en los libros, y la conocía demasiado bien para permitir que descubriese su inquietud o la incomodidad de su situación. En este caso, ella se encerraría dentro de su concha y nunca volvería a preguntarle nada.
Por tanto, se armó de paciencia y respondió:
– No sale del culito, Meggie. Delante de éste, hay un pasadizo oculto, que tiene que ver con los hijos.
– ¡Oh! Quiere decir que es por donde salen -dijo ella-. Siempre me había preguntado cómo salían.
Él sonrió y la bajó del pedestal.
– Ahora ya lo sabes. ¿Y sabes cómo se hacen los niños, Meggie?
– ¡Oh, sí! -dijo ella, dándose importancia-. Crecen dentro de una, padre.
– ¿Y qué hace que empiecen a crecer?
– Una los desea.
– ¿Quién te ha contado esto?
– Nadie. Lo descubrí yo misma -declaró ella.
El padre Ralph cerró los ojos y se dijo que nadie podría llamarle cobarde por dejar las cosas como estaban. Podía compadecerla, pero no ayudarla más. Ya era suficiente.
7
Mary Carson iba a cumplir setenta y dos años, y estaba proyectando la fiesta más grande que se hubiese dado en Drogheda desde hacía cincuenta. Su cumpleaños era a primeros de noviembre, cuando el calor era todavía soportable…, al menos para los nativos de Gilly.
– ¡Mire lo que le digo, señora Smith! -murmuró Minnie-. ¡Mire lo que le digo! ¡Ella nació el tres de noviembre!
– ¿De qué estás hablando, Min? -preguntó el ama de llaves.
Los misterios célticos de Minnie le atacaban los templados nervios ingleses.
– Digo que esto significa que es una mujer Escorpión, ¿no? ¡Una mujer Escorpión!
– No tengo la menor idea de lo que estás diciendo, Min.
– El signo peor bajo el que puede nacer una mujer, querida señora Smith -dijo Cat, abriendo mucho los ojos y santiguándose-. ¡Son hijas del Diablo! ¡Vaya si lo son!
– Francamente, Minnie, tú y Cat estáis locas perdidas -dijo la señora Smith, sin impresionarse en absoluto.
Pero la excitación iba en aumento y crecería todavía más. La vieja araña, en su sillón y en el centro exacto de su telaraña, dictaba una serie interminable de órdenes; había que hacer esto y aquello, había que guardar esto y sacar lo de más allá. Las dos doncellas irlandesas no paraban de limpiar la plata y lavar la mejor porcelana de Haviland, y de transformar de nuevo la capilla en salón de recepción y de preparar los comedores contiguos.
Estorbados más que ayudados por los pequeños Cleary, Stuart y un equipo de mozos segaban el prado, escarbaban los macizos de flores, vertían aserrín mojado en las galerías para absorber el polvo de las junturas de los azulejos, y yeso seco en el piso del salón de recepción, para que fuese apto para el baile. La orquesta de Clarence O'Toole vendría de Sydney, y de allí llegarían también ostras y camarones, centollos y langostas; varias mujeres de Gilly serían contratadas como asistentas temporales. Todo el distrito, desde Rudna Hunish hasta Inishmurray y Bu-gela y Narrengang, estaba en plena efervescencia.
Mientras resonaban en los pasillos de mármol los desacostumbrados ruidos de muebles cambiados de lugar y de gente que gritaba, Mary Carson se levantó del sillón, se dirigió al escritorio, sacó una hoja de pergamino, mojó la pluma en el tintero y empezó a escribir. Sin la menor vacilación, sin hacer una pausa para considerar la colocación de una coma. Durante los últimos cinco años, había forjado mentalmente cada intrincada frase, hasta que la redacción fue perfecta. No tardó mucho en terminar; sólo había empleado dos hojas, y aún le había sobrado una cuarta parte de la segunda. Concluida la última frase, permaneció un momento sentada en su silla. El escritorio estaba colocado al lado de uno de los grandes ventanales, de modo que, con sólo volver la cabeza, podía ella contemplar los prados. Una risa en el exterior provocó que así lo hiciese, distraída al principio y, después, con rabia creciente. ¡Al diablo con él y su obsesión!