Sólo Paddy, Fee, Bob, Jack y Meggie asistirían a la fiesta; Hughie y Stuart habían sido encargados de cuidar a los pequeños, para gran alivio suyo. Por una vez en su vida, Mary Carson aireó su bolsa, para que todos lucieran ropa nueva, de la mejor que podía encontrarse en Gilly.
Paddy, Bob y Jack, parecían inmovilizados por sus pecheras almidonadas, altos cuellos y blancas corbatas de pajarita, y sus chaqués, pantalones negros y chalecos olancos. Iba a ser una fiesta de gran gala, con traje de etiqueta para los hombres y vestido largo para las mujeres.
El vestido de Fee era de crespón, de un tono azul grisáceo muy lindo, y le caía muy bien, Con delicados pligues que llegaban hasta el suelo, escotado pero con mangas largas hasta la muñeca y con muchos abalorios, al estilo Queen Mary. Como esta- imperiosa dama, llevaba un peinado alto y con bucles cayendo sobre la espalda, y el almacén de Gilly le había proporcionado un collar y unos pendientes de perlas capaces de engañar a cualquiera que no los observase muy de cerca. Un precioso abanico de plumas de avestruz, teñidas del mismo color que su vestido, completaba el conjunto, menos ostentoso de lo que parecía a primera vista; el tiempo era anormalmente caluroso, y, a. las siete de la tarde, el termómetro marcaba más de treinta y ocho grados.
Cuando Fee y Paddy salieron de su habitación, los muchachos se quedaron pasmados. En su vida habían visto a sus padres ataviados con tal magnificencia, tan diferentes de lo normal. Paddy aparentaba sus sesenta y un años, pero tenía un aire tan distinguido que parecía un estadista; Fee, por su parte, parecía tener diez años menos de sus cuarenta y ocho, y estaba guapa, llena de vida, mágicamente sonriente. Jims y Patsy empezaron a berrear, negándose a mirar a mamá y a papá hasta que recobrasen su aspecto normal, y en medio de aquella confusión, se olvidó la etiqueta: mamá y papá se comportaron como siempre, pronto se granjearon la admiración de los gemelos.
Pero fue Meggie quien atrajo más tiempo las miradas de todos. Tal vez recordando su propia adolescencia, e irritada por el hecho de que las otras jóvenes invitadas habían encargado sus trajes a Sydney, la modista de Gilly había puesto los cinco sentidos en el vestido de Meggie. Era sin mangas y con escote pronunciado y drapeado; Fee había tenido sus dudas, pero Meggie le había suplicado y la modista le había asegurado que todas las chicas llevarían trajes parecidos. ¿Acaso quería que se burlasen de su hija, por vestir como una cursi lugareña? Y Fee se había dejado convencer. El vestido, de crespón Georgette o gasa gruesa, se ceñía ligeramente a la cintura, pero realzaba las caderas con adornos del mismo material. Era de un rosa pálido y mate, del «color que en aquella época se llamaba de cenizas de rosas; y la modista y la propia Meggie habían bordado todo el vestido de pequeños capullos de rosa. Y Meggie se había cortado el pelo como la mayoría de las chicas de Gilly. Desde luego, lo tenfa demasiado rizado en relación con los dictados de la moda, pero le sentaba mejor corto que largo.
Paddy abrió la boca para soltar una carcajada, pues aquélla no era su pequeña Meggie, pero volvió a cerrarla inmediatamente. Desde aquella escena con Frank, en la rectoría, había aprendido a callarse. No; no podía conservar para siempre a su niña pequeña; ahora era una joven y estaba desconcertada por la transformación que había visto en el espejo. ¿Por qué hacerle a la pobrecilla más difíciles las cosas?
Le tendió la mano, sonriendo cariñosamente.
– ¡Oh, Meggie! ¡Estás encantadora! Vamos, yo te acompañaré, y Bob y Jack acompañarán a tu madre.
Dentro de un mes, Meggie cumpliría diecisiete años, y, por primera vez en su vida, Paddy se sintió realmente viejo. Pero era era su tesoro más querido; nada estropearía su primera fiesta de chica mayor.
Se dirigieron despacio a la mansión, y antes de la hora en que debían llegar los primeros invitados; tenían que cenar con Mary Carson y ayudarla a recibir a aquéllos. Nadie quería llevar los zapatos sucios, pero una milla sobre el polvo de Drogheda exigía una parada en las dependencias exteriores para limpiarse el calzado y sacudirse el polvo de los pantalones, los caballeros, y del orillo de los trajes, las señoras.
El padre Ralph vestía sotana, como de costumbre; ningún traje masculino le habría sentado tan bien como aquella ropa talar severamente cortada, de línea sobria, con una serie de innumerables botones desde el cuello hasta el suelo, y la faja purpúrea de monseñor.
Mary Carson había elegido un vestido de seda blanco, con encajes y plumas blancas de avestruz. Fee se la quedó mirando estúpidamente, impresionada hasta perder su indiferencia habitual. Parecía un traje de novia incongruente, nada adecuado para ella… ¿Cómo se le había ocurrido vestirse como una pintarrajeada y vieja solterona que hiciese prácticas para una boda imaginaria? Últimamente, había engordado mucho, y esto empeoraba aún más las cosas.
Pero Paddy parecía encontrarlo todo bien; se adelantó para asir las manos de su hermana y se inclinó ante ella. Era un buenazo, pensó el padre Ralph, observando la pequeña escena, medio divertido, medio indiferente.
– ¡Bueno, Mary! ¡Estás estupenda! ¡Como una jp-vencita!
En realidad, se parecía muchísimo a aquella famosa fotografía de la reina Victoria tomada poco antes de su muerte. Las dos profundas arrugas a los lados de su imperiosa nariz seguían en su sitio; los tercos labios conservaban su indomable energía; los ojos, ligeramente saltones y glaciales, se fijaban en Meggie sin pestañear. Y los bellos ojos del padre Ralph pasaron de la sobrina a la tía y de nuevo a la sobrina.
Mary Carson sonrió a Paddy y apoyó una mano en su brazo.
– Tú me acompañarás al comedor, Padraic. El padre De Bricassart dará escolta a Fiona, y los muchachos llevarán a Meghann entre los dos. -Miró a Meggie por encima del hombro-. ¿Bailarás esta noche, Meghann?
– Es demasiado joven, Mary; todavía no tiene diecisiete años -dijo rápidamente Paddy, recordando otro defecto de la familia: ninguno de sus hijos había aprendido a bailar.
– ¡Qué lástima! -exclamó Mary Carson.
Fue una fiesta espléndida, suntuosa, brillante; al menos fueron éstos los calificativos más prodigados. Royal O'Mara había Venido de Inishmurray, que estaba a trescientos kilómetros, con su esposa, sus hijos y su hija única; era el que había hecho el trayecto más largo, aunque no por mucha diferencia. La gente de Gilly no se lo pensaba demasiado para recorrer trescientos kilómetros para asistir a un partido de criquet, y mucho menos para acudir a una fiesta. También estaba Duncan Gordon, de Each-Isge; nadie había podido conseguir que explicase por qué había dado a su hacienda, tan alejada del océano, el nombre de un caballito de mar en gaélico escocés. Y Martin King, su esposa, su hijo Anthony y la señora de Anthony; era el colono más antiguo de Gilly, ya que Mary Carson, por ser mujer, no podía disfrutar de este título. Y Evan Pugh, de Braich y Pwll, que los de la región pronunciaban Brakeypull. Y Dominic O'Rourke, de Dibban-Dibban. Y Horry Hopeton, de Beel-Beel. Y muchísimos más.
Casi todas las familias presentes eran católicas, y pocas de ellas llevaban nombres anglosajones; había una proporción casi igual de irlandeses, escoceses y galeses. No, no podían esperar autonomía en el viejo país, y, si eran católicos en Escocia o País de Gales, tampoco mucha simpatía de los indígenas protestantes. Pero aquí, en muchos miles de kilómetros cuadrados alrededor de Gillanbone, podían desentenderse en absoluto de los señores ingleses, como dueños de cuanto poseían; y Drogheda, la propiedad más grande, tenía una extensión superior a la de varios principados europeos. ¡Al tanto, principitos monegas-cos y duques de Licchtenstein! Mary Carson era más importante. Hoy bailaban todos ellos a los acordes de la melosa orquesta de Sydney o se retiraban complacientes para ver a sus hijos bailando el charles-tón, o para comer pastelillos de langosta y ostras heladas, y beber champaña francés de quince años o whisky escocés de veinte. Si hubiese podido decirse la verdad, habrían preferido comer pierna de cordero asada o carne de buey en conserva y beber el barato y fuerte ron de Bundaberg o el bitter de Graf-ton a granel. Pero era agradable saber que los mejores artículos estaban allí a su disposición.