Sí, había muchos años de vacas flacas. El dinero producido por la lana era cuidadosamente atesorado en los años buenos, para protegerse de las depredaciones de los malos, pues nadie podía predecir cuándo llovería. Pero ahora se pasaba un período bueno, que venía durando desde hacía tiempo, y había pocas ocasiones de gastar dinero en Gilly. ¡Oh! Cuando uno se acostumbraba a las tierras llanas y negras del Gran Noroeste, no había para él mejor lugar en el mundo. No hacían nostálgicas peregrinaciones al viejo país; éste no había hecho nada por ellos, salvo someterles a discriminación por sus convicciones religiosas, mientras que Australia era un país demasiado católico para discriminar. Y el Gran Noroeste era su hogar.
Además, Mary Carson pagaba aquella noche la cuenta. Y bien podía permitirse este lujo. Se decía que habría podido comprar y vender al rey de Inglaterra. Tenía dinero en acero, en plata y plomo y cinc, en cobre y en oro y en mil cosas diferentes, sobre todo en aquellas que, literal y metafóricamente, producían más dinero. Hacía tiempo que Drogheda había dejado de ser la fuente principal de sus ingresos; no era más que un pasatiempo provechoso.
El padre Ralph no habló directamente a Meggie durante la cena, ni después de ésta; a lo largo de toda la velada, actuó deliberadamente como si ella no existiese. Meggie, afligida, le seguía con la mirada en el salón de recepciones, y él, que lo advertía, habría querido detenerse junto a su silla y explicarle que no beneficiaría a su reputación (ni a la suya propia) si le prestaba más atención que, por ejemplo, a la señorita Carmichael, a la señorita Gordon y a la señorita O'Mara. Él tampoco bailaba, y, como Meg-gie, era blanco de muchas miradas; pues, sin duda alguna, eran las dos personas más atractivas de la fiesta.
Una parte de él aborrecía el aspecto de Meggie aquella noche: sus cabellos cortos, el lindo vestido, los elegantes zapatos de seda de color de cenizas de rosas, con sus tacones altos; la niña había crecido y estaba desarrollando una figura muy femenina. Pero otra parte de él sentía un tremendo orgullo al ver que eclipsaba a todas las demás jóvenes presentes. La señorita Carmichael tenía nobles facciones, pero carecía del atractivo especial de los cabellos rojos; la señorita King tenía unas trenzas rubias exquisitas, pero le faltaba flexibilidad en el cuerpo; la señorita Mackail poseía un cuerpo asombroso, pero su cara recordaba la de un caballo comiendo una manzana a través de una valla de alambre. Sin embargo, su reacción dominante era de inquietud, acompañada de un angustioso deseo de poder dar marcíia atrás al calendario. No quería que Meggie creciese; prefería la niña a la que podía tratar como a su pe-quéñina predilecta. Sorprendió, en la cara de Paddy, una expresión que reflejaba sus propios pensamientos, y sonrió débilmente. Sería estupendo que, por una vez, pudiese también él manifestar sus sentimientos. Pero el hábito, la educación y la discreción estaban demasiado arraigados en él.
A medida que fue transcurriendo la velada, el baile se hizo menos cohibido, la bebida cambió del champaña y el whisky al ron y la cerveza, y todo adquirió un aspecto más popular. A las dos de la madrugada, sólo la total ausencia de peones y de chicas trabajadoras distinguía aquella fiesta de las acostumbradas diversiones del distrito de Gilly, que eran estrictamente democráticas.
Paddy y Fee seguían al pie del cañón, mientras que Bob y Jack se habían marchado a medianoche, junto con Meggie. Ni Fee ni Paddy lo habían advertido; se estaban divirtiendo. Si sus hijos no sabían bailar, ellos sí que sabían, y lo demostraban. Casi siempre lo hacían los dos juntos, y el observador padre Ralph tuvo la impresión de que, de pronto, estaban más unidos que de costumbre, tal vez porque eran raras las oportunidades que tenían de relajarse y divertirse. No recordaba haberles visto nunca sin que al menos un hijo rondase a su alrededor, y pensó que debía de ser muy duro, para los padres de familia numerosa, no poder estar a solas nunca, salvo en el dormitorio, donde, comprensiblemente, otras cosas predominaban sobre la conversación. Paddy estaba siempre alegre y animado, pero Fee resplandecía literalmente aquella noche, y, cuando Paddy sacaba a bailar a la esposa de algún colono, no eran pocos los que estaban ansiosos de hacerlo con ella; muchas mujeres jóvenes, sentadas alrededor del salón, eran menos solicitadas.
Sin embargo, el padre Ralph tenía poco tiempo para observar al matrimonio Cleary. Sintiéndose diez años más joven cuando vio que Meggie abandonaba la fiesta, se animó y dejó asombradas a las señoritas Hopeton, Mackail, Gordon y O'Mara, bailando el black bottom -estupendamente bien- con la señorita Carmichael. Después de esto, sacó a bailar por turno a todas las chicas que estaban sin pareja, incluso a la pobre y vulgar señorita Pugh, y, como todo el mundo estaba contento y respirando buena voluntad, nadie censuró en absoluto al sacerdote. En realidad, su celo y su amabilidad fueron muy comentados y admirados. Nadie podía decir que su hija no hubiese tenido oportunidad de bailar con el padre De Bricassart. Naturalmente, si no hubiese sido una fiesta particular, se habría guardado muy bien de salir a la pista de baile; pero en estas circunstancias, era agradable ver cómo un hombre tan simpático se divertía, al menos por una vez.
A las tres de la mañana, Mary Carson se levantó y bostezó.
– No, ¡que siga la fiesta! Yo estoy cansada y me voy a dormir. Pero ahí tienen comida y bebida de sobra, la orquesta ha sido contratada para seguir tocando mientras alguien tenga ganas de bailar, y un poco de ruido me ayudará a conciliar rápidamente el sueño. ¿Quiere usted ayudarme a subir la escalera, padre?
Una vez fuera del salón de recepciones, no se dirigió a la gran escalinata, sino que condujo al sacerdote a su cuarto de estar particular, apoyándose pesadamente en su brazo. La puerta estaba cerrada, y ella esperó a que él la abriese con la llave que acababa de entregarle; después, entró la primera.
– Ha sido una fiesta estupenda, Mary.
– Mi última fiesta.
– No diga eso, querida.
– ¿Por qué no? Estoy cansada de vivir, Ralph, y voy a terminar. -Sus ojos duros le miraron burlones-. ¿Lo duda usted? Desde hace más de setenta años, he hecho siempre lo que he querido y cuando he querido; por consiguiente, si la muerte se imagina que va a elegir el momento de mi partida, está muy equivocada. Me moriré cuando yo quiera, y conste que no voy a suicidarme. Es nuestra voluntad de vivir la que nos mantiene en pie, Ralph; no es difícil interrumpir la vida, si se desea de veras. Y yo lo deseo, porque estoy cansada. Ya ve si es sencillo.
Él también estaba cansado; no precisamente de la vida, sino del eterno escenario, del clima, de la falta de amigos con intereses comunes, de sí mismo. La habitación estaba débilmente iluminada por una alta lámpara de petróleo con un globo de cristal purpúreo de valor incalculable y que proyectaba transparentes sombras carmesíes sobre el rostro de Mary Carson, dándole un aspecto más diabólico. A él le dolían los pies y la espalda; hacía mucho tiempo que no había bailado tanto, aunque se enorgullecía de estar al corriente de las últimas modas. Treinta y cinco años de edad, monseñor rural… ¿Y como jerarquía de la Iglesia? Esto había terminado antes de empezar. ¡Oh, los sueños de la juventud! Y el descuido de la lengua juvenil, y el ardor del genio de los jóvenes. No había sido lo bastante fuerte para superar la prueba. Pero no volvería a cometer el mismo error. Nunca, nunca…