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Rebulló inquieto y suspiró. ¿Para qué pensar en esto? La oportunidad no volvería a presentarse. Ya era hora de reconocerlo, ya era hora de dejar de soñar y de esperar.

– ¿Recuerda, Ralph, que le dije que le vencería con sus propias armas?

La voz seca y vieja restalló y le sacó de la ensoñación en que le había sumido su cansancio. Miró a Mary Carson y sonrió.

– Querida Mary, nunca olvido nada de lo que usted dice. Sin usted, no sé lo que habría hecho en estos últimos siete años. Su ingenio, su malicia, su percepción…

– Si hubiese sido más joven, le habría cazado de un modo diferente, Ralph. Nunca podrá imaginar cuánto deseé arrojar treinta años por la ventana. Si se me hubiese aparecido el diablo y me hubiera ofrecido comprar mi alma a cambio de devolverme la juventud, se la habría vendido al instante, y no hubiera lamentado estúpidamente el trato como el viejo idiota del doctor Fausto. Pero el diablo no vino. En realidad, no consigo creer en Dios ni en el diablo, ¿sabe? Nunca he visto una prueba tangible de su existencia. ¿Y usted?

– No. Pero la creencia no se apoya en pruebas de existencia, Mary. Descansa en la fe, y la fe es la piedra de toque de la Iglesia. Sin fe, no hay nada.

– Un principio muy efímero.

– Tal vez. Yo creo que la fe nace con el hombre o con la mujer. Para mí, es una lucha constante, lo confieso; pero nunca me rindo.

– Quisiera destruirle.

Rieron los ojos azules del hombre, más grises bajo aquella luz.

– ¡Oh, mi querida Mary! Esto ya lo sabía.

– Pero, ¿sabe usted por qué?

Una terrible ternura le asaltó, casi penetró en su interior, pero él la rechazó furiosamente.

– Sé por qué, Mary, y créame que lo lamento.

– Aparte de su madre, ¿cuántas mujeres le han amado?

– Me pregunto si mi madre me amó alguna vez. En todo caso, terminó odiándome. Como la mayoría de las mujeres. Hubiese debido llamarme Hipólito.

– ¡Ooooh! ¡Esto me dice muchas cosas!

– En cuanto a otras mujeres, creo que sólo Meg-gie… Pero Meggie es una niña. Probablemente no es exagerado decir que cientos de mujeres me han deseado, pero, ¿amarme…? Lo dudo mucho.

– Yo le he amado -declaró la anciana en tono patético.

– No, no es verdad. Yo soy el aguijón de sus años viejos, y nada más. Cuando me mira, le recuerdo lo que no puede hacer, a causa de la edad.

– Se equivoca. Yo le he amado. ¡Y cuánto, Dios mío! ¿Cree que mis años lo impiden automáticamente? Bueno, padre De Bricassart, permítame que le diga una cosa. Dentro de este estúpido cuerpo, soy todavía joven; todavía siento, todavía deseo, todavía sueño, todavía pataleo y maldigo las restricciones que me atan, como mi cuerpo mismo. La vejez es la peor venganza con que nos aflige un Dios vengativo. ¿Por qué no hace que también envejezcan nuestras mentes? -Se echó atrás en el sillón y cerró los ojos, mostrando unos dientes crueles-. Yo iré al infierno, desde luego. Pero espero que antes tendré la oportunidad de decirle a Dios lo que pienso de Él!

– Ha estado usted viuda durante demasiado tiempo. Dios le dio la oportunidad de elegir, Mary. Podía haberse casado de nuevo. Si prefirió no hacerlo y permanecer en su intolerable soledad, usted tuvo la culpa, no Dios.

Durante unos momentos, ella no dijo nada; sus manos sujetaban con fuerza los brazos del sillón. Des pues, empezó a relajarse y abrió los ojos. Éstos brillaron rojizos a la luz de la lámpara, pero no con lágrimas, sino con algo más duro, más centelleante. Él contuvo el aliento, sintió miedo. Parecía una araña.

– Encima del escritorio hay un sobre. Ralph. ¿Tiene la bondad de traérmelo?

Dolorido y asustado, el sacerdote se levantó y se dirigió al escritorio, levantó la carta y la miró con curiosidad. El sobre estaba en blanco, pero el dorso había sido debidamente sellado con lacre rojo y con una D mayúscula. El se lo tendió, pero ella no lo tomó y le indicó con un ademán que se sentara.

– Es para usted -dijo, y rió entre dientes-. El instrumento de su destino, Ralph; eso es lo que es. Mi última y más eficaz estocada en nuestro largo desafío. ¡Qué lástima que yo no pueda estar aquí para ver lo que ocurre! Pero lo que pasará, porque le conozco, le conozco mucho mejor de lo que se imagina. ¡Una arrogancia insoportable! Dentro de este sobre está el destino de su cuerpo y de su alma. Yo puedo haberlo perdido a causa de Meggie, pero me he asegurado de que ella tampoco lo consiga.

– ¿Por qué odia tanto a Meggie?

– Ya se lo dije una vez. Porque usted la quiere.

– \No como usted supone! Es la hija que nunca podré tener, la rosa de mi vida. Meggie es una idea, Mary, ¡una idea!

Pero la vieja gruñó:

– ¡No quiero hablar de su preciosa Meggie! Nunca volveré a verle a usted; por consiguiente, no quiero perder el tiempo hablando de ella. Hablemos de la carta. Quiero que me jure, por sus votos de sacerdote, que no la abrirá hasta que haya visto con sus ojos mi cadáver, pero que, después, la abrirá inmediatamente, antes de que me entierren. ¡Júrelo!

– No hace falta jurarlo, Mary. Lo haré.

– ¡Júrelo, o devuélvame la carta!

Él se encogió de hombros.

– Está bien. Lo juro por mis votos de sacerdote. No abriré la carta hasta que haya visto su cadáver; después, la abriré antes de que la entierren.

– ¡Bien! ¡Muy bien!

– Pero no se preocupe, Mary. Esto no es más que una fantasía suya. Por la mañana, se reirá de ella.

– No veré la mañana. Moriré esta noche; no soy tan débil como para esperar el placer de volver a verle. Qué anticlímax, ¿eh? Ahora iré a acostarme. ¿Quiere ayudarme a subir la escalera?

Él no la creyó, pero comprendió que de nada le serviría discutir y que ella no estaba de humor para dejarse convencer. Sólo Dios decidía cuándo una persona tenía que morir, salvo que ésta, usando del libre albedrío que Él le había dado, quisiera quitarse la vida. Y ella había dicho que no se suicidaría. Por consiguiente, la ayudó a subir la escalera y, al llegar arriba, le tomó las manos y se inclinó para besárselas.

Ella las retiró bruscamente.

– No; esta noche, no. ¡En la boca, Ralph! ¡Bésame en la boca como si fuésemos amantes!

A la brillante luz de la araña encendida, con sus cuatrocientas velas de cera, ella observó la repugnancia en su rostro, un retroceso instintivo; y quiso morir, un deseo tan furioso de morir que no le permitía esperar un momento más.

– ¡Soy sacerdote, Mary! ¡No puedo hacerlo!

Ella lanzó una risa aguda, fantasmagórica.

– ¡Oh, Ralph, qué farsante eres! ¡Un hombre farsante, y un cura farsante] ¡Y pensar que una vez tuviste la audacia de brindarte a hacerme el amor! ¿Tan seguro estabas de que rehusaría? ¡Ojalá no lo hubiese hecho! ¡Daría mi alma por ver cómo salías del apuro, si pudiese repetirse aquella noche! ¡Farsante, farsante, farsante! Eso es lo que eres, Ralph. ¡Un impotente e inútil farsante! ¡Un nombre impotente y un cura impotente! ¿Has tenido alguna vez una erección, padre De Bricassart? ¡Farsante!

Fuera, no había llegado todavía la aurora, ni sus luces precursoras. La oscuridad se extendía blanda, espesa y cálida, sobre Drógheda. Los trasnochadores se estaban volviendo sumamente ruidosos; si la mansión hubiese tenido vecinos próximos, haría rato que éstos habrían llamado a la Policía. Alguien vomitaba, copiosa y asquerosamente, en la galería, y, bajo una genciana, dos formas vagas yacían enlazadas. El padre Ralph esquivó al que vomitaba y a los amantes, y cruzó en silencio el prado recién segado, con la mente atormentada hasta el punto de que no sabía ni le importaba adonde iba. Solo quería alejarse de ella, de la horrible y vieja araña, convencida de que tejía su capullo mortal en esta noche exquisita. A una hora tan temprana, el calor no era asfixiante; flotaba un débil y denso estremecimiento en el aire, y lánguidos perfumes de alboronía y de rosas, y la celeste quietud exclusiva de las latitudes tropicales y subtropicales. ¡Oh, Dios, estar vivo, estar realmente vivo! ¡Abrazar la noche, y vivir, y ser libre!