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Salvo los legados especiales que se consignan al final, nombro heredero universal de todos mis bienes, derechos y acciones, a la Santa Iglesia Católica y Romana, en las condiciones que se expresan a continuación:

Primera: Que la dicha Santa Iglesia Católica y Romana, que en lo sucesivo denominaré la Iglesia, conozca la estimación y afecto que siento por su sacerdote, el padre Ralph de Bricassart. Sólo 5M bondad, su guía espiritual y su inquebrantable apoyo, me han llevado a disponer de este modo de mis bienes.

Segunda: Que, para conservar esta herencia, la Iglesia deberá reconocer la valía y las dotes del susodicho padre Ralph de Bricassart.

Tercera: Que el mencionado padre Ralph de Bricassart se encargará de la administración y del empleo de todos mis bienes, derechos y acciones, como primera autoridad en el manejo de mi herencia.

Cuarta: Que, al fallecer el susodicho padre Ralph de Bricassart, su último y válido testamento será de obligado cumplimiento en lo concerniente a la ulterior administración de mi herencia. A saber, la Iglesia seguirá ostentando su plena propiedad, pero sólo el padre Ralph de Bricassart podrá nombrar su sucesor en la administración, y no estará obligado a designar como tal sucesor a un miembro, eclesiástico o laico, de la Iglesia.

Quinta: la finca de Drogheda no será nunca vendida ni dividida.

Sexta: Mi hermano, Padraic Cleary, conservará su cargo de mayoral de Drogheda, con derecho a vivir en mi casa, y con el salario que libremente determine el padre Ralph de Bricassart.

Séptima: En caso de fallecimiento de mi hermano, el susodicho Padraic Cleary, su viuda y sus hijos podrán permanecer en la hacienda de Drogheda, y el cargo de mayoral pasará sucesivamente a sus hijos Robert, John, Hugh, Stuart, James y Patrick, pero no a Francis.

Octava: A la muerte de Patrick o del último hijo superviviente, con exclusión de Francis, los mismos derechos pasarán a los nietos de Padraic Cleary.

Legados especiales:

A Padraic Cleary, el contenido de mis casas de la hacienda de Drogheda.

A Eunice Smith, mi ama de llaves, la suma de cinco mil libras, y ordeno, además, que se le pague un salario justo mientras desee seguir trabajando, y una pensión equitativa cuando decida retirarse.

A Minerva O'Brien y Catherine Donnelly, la suma de mil libras a cada una, ordenando, además, que se les pague un salario justo mientras deseen permanecer al servicio de la casa, y una pensión equitativa cuando se retiren

Al padre Ralph de Bricassart, la pensión vitalicia de diez mil libras anuales, de la que dispondrá sin restricciones.

Estaba debidamente fechado, firmado y autentificado por los testigos.

La habitación del padre Ralph daba al Oeste. El sol se estaba poniendo. El sudario de polvo que traían todos los veranos llenaba el aire silencioso, y el sol introducía los dedos entre las finas partículas, de modo que todo el mundo parecía haberse vuelto de oro y de púrpura. Nubes listadas nimbaban de encendidos gallardetes de plata la gran esfera de sangre suspendida sobre los árboles de los prados lejanos.

– ¡Bravo! -dijo él-. Confieso, Mary, que me has vencido. Una estocada de maestro. Yo fui el estúpido, no tú.

Las lágrimas le impedían ver las páginas que tenía en las manos, por lo que tuvo que secárselas para no manchar las hojas. Trece millones de libras. ¡Trece millones de libras! Era, ciertamente, lo que había estado deseando antes de que llegase Meggie. Y, al llegar ésta, había renunciado, porque era incapaz de desarrollar a sangre fría una campaña para arrebatarle su herencia. Pero, ¿qué habría hecho de haber conocido el valor de la fortuna de la vieja araña? /Qué habría hecho entonces? En realidad, no creía que llegase ni a una décima parte de esta cifra. ¡Trece millones de libras!

Durante siete años, Paddy y su familia habían vivido en la casa del mayoral y trabajado con ahínco para Mary Carson. ¿Por qué? ¿Por los mezquinos sueldos que pagaba ella? Que supiese el padre Ralph, Paddy no se había quejado nunca de ser tratado con mezquindad, pensando sin duda que, cuando muriese su hermana, vería ampliamente recompensado su tra bajo de regir la propiedad con un sueldo de mayoral, y el de sus hijos con sueldos de peón. Había hecho prosperar Drogheda y había llegado a quererla, presumiendo lógicamente que sería suya.

– ¡Bravo, Mary! -repitió el padre Ralph, mientras las primeras lágrimas que vertía desde su infancia caían sobre el dorso de sus manos, pero no sobre el papel.

Trece millones de libras, y todavía la posibilidad de convertirse en cardenal De Bricassart. En perjuicio de Paddy Cleary, de su esposa, de sus hijos y…, de Meggie. ¡Con qué astucia diabólica le había interpretado ella! Si hubiese despojado totalmente a Paddy, él sólo habría podido hacer una cosa: bajar a la cocina y arrojar el testamento al horno, sin vacilar un instante. Pero se había asegurado de que nada faltase a Paddy; de que, cuando ella hubiese muerto, estaría más cómodo en Drogheda de lo que había estado en toda su vida, y de que nunca podrían arrancarle del todo las tierras. Sí los beneficios y el título de propiedad, pero no la tierra misma. No; no sería dueño de aquellos fabulosos trece millones de libras, pero sería respetado y viviría holgadamente. Meggie no pasaría hambre, ni andaría descalza por el mundo. Pero tampoco sería Miss Cleary, capaz de rayar a la altura de Miss Carmichael y las de su clase. Respetable, socialmente admisible, pero no en la cima. Nunca en la cima.

Trece millones de libras. La oportunidad de salir de Gillanbone y de la oscuridad perpetua, la posibilidad de ocupar el puesto que le correspondía dentro de la jerarquía eclesiástica, la seguridad de. contar con la consideración de sus iguales y de sus superiores. Y cuando era todavía joven para recuperar el terreno perdido. Con su venganza, Mary Carson había convertido Gillanbone en el epicentro del mapa del arzobispo legado del Papa; el eco llegaría hasta el Vaticano. Por muy rica que fuese la Iglesia, trece millones de libras eran trece millones de libras. Algo que no podía ser desdeñado, ni siquiera por la Iglesia. Y él era la mano que se lo ofrecía, la mano reconocida en tinta azul por la propia Mary Carson. Sabía que Paddy no impugnaría el testamento; como lo había sabido Mary Carson, ¡a quien Dios confundiese! Bueno, Paddy se pondría furioso, no querría-verle ni hablarle nunca más, pero su enfado no le llevaría a entablar un pleito.

¿Era esto una decisión? ¿Acaso no había sabido lo que iba a hacer, desde el instante de leer el testamento? Las lágrimas se habían secado. Con su gracia acostumbrada, se puso en pie, se aseguró de llevar bien puesta la camisa y se" dirigió a la puerta. Debía ir a Gilly, a recoger la sotana y los ornamentos. Pero primero quería ver, una vez más, a'Mary Carson.

A pesar de las ventanas abiertas, el hedor se había convertido en un vaho apestoso; ni un soplo de brisa agitaba las cortinas. Con paso firme, se acercó a la cama y miró hacia abajo. Los huevos de las moscas empezaban a producir gusanos en las partes húmedas de la cara de la muerta; los gases hinchaban sus gruesos brazos y sus manos, pintando ampollas verdosas, y la piel se estaba agrietando. ¡Oh, Dios! Has vencido, asquerosa y vieja araña, ¡pero qué victoria la tuya! El triunfo de una podrida caricatura de ser humano sobre otra. Pero no podrás derrotar a Meggie, no podrás quitarle lo que nunca fue tuyo. Quizá yo arda contigo en el infierno, pero sé el infierno que te espera a ti: ver que siento por ti la misma indiferencia, mientras nos pudrimos juntos por toda la eternidad…