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Paddy le esperaba en el vestíbulo; parecía asombrado y trastornado.

– ¡Oh, padre! -dijo, saliendo a su encuentro-. ¿No es horrible? ¡Qué sacudida! Nunca había pensado que podía morir así, ¡y con lo bien que se encontraba anoche! Dios mío, ¿qué voy a hacer?

– ¿La ha visto?

– ¡Cielo santo, sí!

– Entonces, ya sabe lo que hay que hacer. Nunca había visto descomponerse un cadáver tan de prisa. Si no la encierran bien dentro de una caja en unas pocas horas, tendrán que meterla en un bidón de petróleo. Hay que enterrarla mañana temprano. No pierdan el tiempo embelleciendo su ataúd; cúbranlo con rosas del jardín o con alguna otra cosa. ¡Pero muévase, hombre! Yo voy a Gilly a buscar los ornamentos.

– ¡Vuelva lo antes que pueda, padre! -suplicó Paddy.

Pero el padre Ralph permaneció ausente bastante más tiempo del que requería una simple visita a la casa rectoral. Antes de llevar su coche en aquella dirección, lo condujo a una de las calles más distinguidas de Gillanbone y lo detuvo ante una elegante mansión rodeada de un bien cuidado jardín.

Harry Gough se disponía a cenar, pero acudió inmediatamente al salón al decirle la doncella quién era el visitante.

– ¿Quiere usted acompañarnos a comer, padre? Tenemos buey en conserva, con coles y patatas hervidas y salsa de perejil, y, por una vez, la carne no está demasiado salada.

– No, Harry, no puedo quedarme. Sólo he venido a decirle que Mary Carson ha muerto esta mañana.

– ¡Santo Dios! Yo estuve allí la noche pasada. ¡Y parecía gozar de muy buena salud, padre!

– Lo sé. Estaba perfectamente cuando la acompañé hasta su habitación a eso de las tres; pero debió morir casi en el mismo momento de retirarse. La señora Smith la ha encontrado a las seis de esta tarde. Pero debía de llevar mucho tiempo muerta, porque su aspecto era espantoso; la habitación estaba cerrada como una incubadora, y con este calor tan fuerte… ¡Dios mío! Quisiera olvidar aquella visión. Algo inenarrable, Harry, espantoso.

– ¿La enterrarán mañana?

– Forzosamente.

– ¿Qué hora es? ¿Las diez? Con este calor, tenemos que cenar tan tarde como los españoles, pero no lo será demasiado para empezar a telefonear a Ja gente. ¿Quiere que me ocupe de esto, padre?

– Gracias, le agradecería mucho que lo hiciese. Sólo he venido a Gilly a buscar mis ornamentos. Al salir, no podía pensar que tendría que celebrar una misa de difuntos. Debo volver a Drogheda lo antes posible; me necesitan. La misa se celebrará a las nueve de la mañana.

– Dígale a Paddy que llevaré el testamento, para leerlo después del entierro. También usted es beneficiario, padre, y por ello le estimaré que esté presente.

– Temo que ha surgido un pequeño problema, Harry. Mary hizo otro testamento, ¿sabe? La noche pasada, cuando abandonó la fiesta, me entregó un sobre sellado, y me hizo prometer que lo abriría cuando ella hubiese muerto. Así lo hice, y vi que contenía un testamento recién redactado.

– ¿Mary hizo un nuevo testamento? ¿Sin contar conmigo?

– Por lo visto, sí. Creo que lo había estado meditando desde hacía tiempo, pero ignoro por qué lo tuvo tan reservado.

– ¿Lo trae usted, padre?

– Sí.

El sacerdote introdujo una mano debajo de su camisa y sacó las hojas de papel, dobladas en pequeños pliegues.

El abogado no tuvo el menor reparo en leer inmediatamente el documento. Cuando hubo terminado, levantó la cabeza, y había en sus ojos muchas cosas que el padre Ralph, hubiese preferido no ver nunca. Sorpresa, enojo y un cierto desprecio.

– Bueno, le felicito, padre. A fin de cuentas, se lleva el montón.

Podía hablar así, porque no era católico.

– Créame, Harry, que mi sorpresa fue tan grande como la suya.

– ¿Sólo hay un ejemplar?

– Que yo sepa, sí.

– ¿Y no se lo dio a usted hasta la noche pasada?

– Exacto.

– Entonces, ¿por qué no lo destruye, permitiendo que el pobre y viejo Paddy tenga lo que legítimamente le corresponde? La Iglesia no tiene ningún derecho a los bienes de Mary Carson.

Los bellos ojos del cura eran inexpresivos.

– ¡Oh! Ahora, esto ya no sería justo, Harry. Mary podía disponer de sus bienes como mejor le careciese.

– Aconsejaré a Paddy que impugne el testamento.

– Lo suponía.

Tras estas palabras, se despidieron. Cuando llegasen, por la mañana, los asistentes al entierro de Mary Carson, toda Gillanbone y sus alrededores sabrían adonde iba a parar el dinero. La suerte estaba echada; ya no podía volverse atrás.

Eran las cuatro de la mañana cuando el padre Ralph cruzó la última puerta y entró en el Home Paddock, porque no se había apresurado en el viaje de regreso. Durante el mismo, había corrido un velo sobre su mente; no había querido pensar. Ni en Paddy ni en Fee, ni en Meggie ni en aquella cosa gorda y apestosa que (al menos asi lo esperaba) habían metido en el ataúd. En vez de esto, había abierto sus ojos y su mente a la noche, al fantástico esqueleto plateado de los árboles muertos que se erguían solitarios sobre la hierba brillante, a las oscuras sombras proyectadas por los montones de leña, a la luna llena que surcaba los cielos como una ingrávida burbuja. En una ocasión, había detenido el coche y se había apeadp, para acercarse luego a una valla de alambre y apoyarse en sus hilos tensos, mientras respiraba el olor de los eucaliptos y el enervante aroma de las flores silvestres. La tierra era tan hermosa, tan pura, tan indiferente al destino de las criaturas que presumían de gobernarla… Podían agarrarla con las manos, pero, a la larga, era ella quien mandaba.

Mientras ellos no pudiesen regir el tiempo y mandar en la lluvia, la tierra tendría Tas de ganar.

Aparcó el coche a cierta distancia detrás de la casa, y caminó despacio en dirección a ésta. Todas las ventanas estaban iluminadas; desde las habitaciones del ama de llaves, llegaba el eco débil de la voz de la señora Smith, rezando el rosario con las dos doncellas irlandesas. Una sombra osciló en la oscuridad de las enredaderas; y él se detuvo en seco, sintiendo que se le erizaban los cabellos. La vieja araña le tenía dominado en más de un aspecto. Pero sólo era Meggie, que esperaba pacientemente su regreso. Llevaba botas y pantalón de montar, y estaba llena de vida.

– Me has asustado -dijo bruscamente él.

– Lo siento, padre; ha sido sin querer. Pero no quería estar allí con papá y los chicos, y mamá se encuentra todavía en nuestra casa con los pequeños. Supongo que yo debería estar rezando con la señora Smith y Minnie y Cat, pero no tengo ganas de rezar por ella. Es un pecado, ¿no?

Él no estaba de humor para disimular en favor de Mary Carson.

– No creo que sea pecado, Meggie; en cambio, sí que lo es la hipocresía. Yo tampoco tengo ganas de rezar por ella. No era… una buena persona. -Sonrió-v Por tanto, si tú has pecado, también lo he hecho yo, y más gravemente. Yo tengo el deber de amar a todo el mundo, una carga que no gravita sobre ti.

– ¿Se encuentra usted bien, padre?

– Sí, estoy perfectamente. -Contempló la casa y suspiró-. Sólo que no deseo estar allí. No quiero permanecer donde está ella hasta que sea de día y se hayan alejado los demonios de la noche. Si ensillo mi caballo, ¿querrás acompañarme hasta que amanezca?

Ella apoyó una mano en la manga negra de la sotana.

– Yo tampoco quiero entrar.

– Espera un momento a que deje la sotana en el coche.

– Iré a la caballeriza.

Por primera vez, se enfrentaba con él en su terreno, un terreno de adultos; él podía percibir la diferencia que se había producido en la joven con la misma seguridad con que olía las rosas de los hermosos jardines de Mary Carson. Rosas. Cenizas de rosas. Rosas, rosas por todas partes. Pétalos en la hierba. Rosas de verano, rojas y blancas y amarillas. Perfumes de rosas, fuerte y dulce en la noche. Rosas de color de rosa, blanqueadas de ceniza por la luna. Cenizas de rosas, cenizas de rosas. Te he traicionado, Meggie. Pero, ¿no lo comprendes? Te habías convertido en una amenaza. Por consiguiente, he tenido que aplastarte bajo la bota de mi ambición; para mí, no tienes más sustancia que una rosa pisoteada sobre la hierba. Olor a rosas. El olor de Mary Carson. Rosas y cenizas, cenizas de rosas.